Opinión
Vivir con acúfenos es ecoar el mundo
«Casi un 10% de la población convive con un retumbar endógeno a veces falto de diagnóstico que merma la calidad de vida hasta el punto de privarte del derecho al silencio», escribe Azahara Palomeque.
Cuando todos los canales están apagados, la pantalla sólo muestra una mancha negra pero la televisión sigue enchufada a la corriente eléctrica, suena una especie de zumbido que es también vibración y llena la sala de una presencia fantasmagórica, como si una abeja me acompañase en cada movimiento, aunque en realidad estoy sola. Vivir con acúfenos se asemeja a la compañía insectil o a un aparato que hemos dejado encendido por error y, en modo discreto, continúa aumentando la factura de la luz. En días calmos, si en mi metabolismo se alinean los planetas y me hallo sana, he comido y dormido decentemente, el sonido es casi imperceptible, aunque aún lo siento. En días tormentosos, de presión atmosférica furibunda y un sistema inmune dañado por el cansancio y la mala alimentación, un tamborilero viene a verme y se instala en el conducto auditivo como si fuese su casa. Después de una fiesta –me lo cuenta mi tío, que sufre del mismo mal, y yo lo corroboro– el jaleo no se acaba, sino que muda los altavoces a tus entrañas y entonces la música perdura otras tantas horas más, el eco rabioso de un exceso que no te abandona, boom-boom-boom, puedes seguir perreando con el ritmo interno sin molestar a los vecinos: tuyo es el ruido, y el dolor de haberte despedido para siempre de la paz.
Soy nueva en esto de cobijar el tinnitus dentro. Tinnitus en latín significa “tintineo”, pero la molestia va mutando en intensidad y fuerza dependiendo de las circunstancias, los cuidados y la meteorología. Hace cuatro meses me resfrié –como cada invierno– y, mientras volvía al sur después de haber dado una conferencia en el País Vasco, recorriendo en dos trenes la Península, me di cuenta de que el oído derecho emitía pequeños pitidos, lo cual inicialmente atribuí a los cambios de altura de nuestra orografía y los varios túneles atravesados. Al ver que aquello no desaparecía, acudí a mi médica. “Tienes ototubaritis”, me dijo, una inflamación de la trompa de Eustaquio producto de la acumulación de mucosidad que, conforme remitieran los síntomas del constipado, sanaría sola. No le di importancia; al fin y al cabo, ya hemos pasado una pandemia; he cogido y soltado gripes insoportables, superado fiebres altas, infecciones de anginas; me he recuperado de tirones musculares y cada mes me baja una regla fatigosa que parece matarme y luego resucito: ¿qué mal podrían causar unos mocos? “Mujer enferma, mujer eterna”, recita a menudo mi madre, pero esta vez la maldita televisión latente no se iba, el zuñir de la abeja cojonera, al contrario, perseveraba, y yo notaba que me costaba leer –porque no leía yo, leíamos juntas–, concentrarme en mitad de aquel concierto suponía enfrentarme al espíritu: «¿Lo oyes?», le preguntaba a mi pareja. «¿El qué?», respondía él, seguro de la nada. Los acúfenos subjetivos albergan la capacidad de volverte loca, ya que nadie más siente la pulsación que te asedia.
He leído que no se curan. Casi un 10% de la población convive con un retumbar endógeno a veces falto de diagnóstico que merma la calidad de vida hasta el punto de privarte del derecho al silencio. El sistema público de salud ha tardado meses en darme cita con el otorrino, pero yo, como estaba tan preocupada, corrí al especialista privado y le pagué como me indicó, en efectivo, después de pasar por algunas pruebas: vértigos graves no hay, apenas algo de mareo si subo o bajo escaleras –nuevo en mi anatomía–; la audiometría salió perfecta exceptuando los tonos agudos, que no percibo bien porque se mezclan con el sonajero interior; la ototubaritis se reabsorbió y mis vías respiratorias presentan la misma ventilación que los balcones abiertos en primavera. Oreo los orificios superiores a base de bostezos artificiales; sacudo la mandíbula. La dentista aseguró que mi dentadura da envidia y los ruiditos –a ratos, chasquidos– no se originan en la boca, descartado el bruxismo. Entonces, ¿qué me aflige? ¿Por qué noto que, si me sueno la nariz, un trompetista ensaya para su próxima actuación; que, cuando muerdo, la calavera entera se estremece; que oigo cada crujido de mis huesos ahora que las orejas se me han transformado en amplificadores? Mala circulación auditiva, quizá, pero ¿por qué hace un año todo circulaba bien? Supongo que basta un segundo para alterar los equilibrios del cuerpo y dar al traste con uno de mis bienes más preciados: el silencio.
No hay cura, sino costumbre. Habituados a que muchos males se solucionen con una pastilla, un tratamiento láser o una cirugía, suelo negarme a creer que se me ha cronificado esta orquesta diminuta y ahora debo escribir obediente a su compás, trastornándoseme la palabra si se tropieza con la tele encendida (¿por qué no te callas?). Me empuja la intención de cortar el cable, pero carezco de botón de ON y OFF. Consigo disimular su tozudez con un poco de música clásica; otro remedio consiste en subir a la azotea y esperar a que el canto de los pájaros y la puntualidad de los campanarios sepulte mi runrún. En la calle, cualquier coche disfraza el largo alcance de esta dolencia, así que el antídoto parece consistir en buscar un bullicio lo suficientemente enérgico como para competir con mi zumbido, pero lo suficientemente leve como para no acoplarse a él y multiplicarlo: un juego de balanzas. Lo peor, sin duda, es amanecer. Cuando abro los ojos al iniciarse el día paso de un estado de sosiego sonoro a uno de percusión constante; nada duele, cierto, aunque extraño los despertares que transcurrían de silencio a silencio, la conciencia que iba del sueño a mis rutinas mudas. Supongo que no me puedo quejar: mi tío los tiene –esos genes–, mi amigo C también, me cuentan en petit comité que el gran poeta Antonio Gamoneda padece la misma condena tintineante. Entretanto, recuerdo que en portugués existe el verbo ecoar (generar eco), que alguna vez he empleado en mis poemas. Es eso: me dedico a ecoar sin querer el mundo, para que no se me escape.
Azahara, te cuento mi experiencia por si te sirve.
Hace 22 años, en un vuelo de Menorca a Madrid note un pequeño crujido de los huesos del oído y desde entonces hasta hoy, me acompañan los pitidos.
Descartadas las lesiones, solo me quedo buscarme estrategias para convivir con ellos de la mejor manera posible.
Durante el día no pensar en ellos. Para conciliar el sueño, leer con un pequeño ruido de fondo que los enmascare (TV, radio).
El estrés y el cansancio aumentan las molestias. Relajarse, descansar, ir al campo o al mar, hace que me olvide de ellos y no los escuche.
Si molestan mucho, oigo este video que tiene sonidos que los enmascara.
https://youtu.be/DcqHB0Nkx8A
Con mucha paciencia tienes que encontrar tus propias estrategias para convivir con ellos.
Yo también me «resfrié» hace cuatro meses y desde entonces tengo acúfenos. Es prácticamente la misma historia en el mismo tiempo. Me pregunto si habrá más gente igual, si quizás hubo algún virus o algo en enero que provocara acúfenos.