Había una lumbre en Asturias y calentaba, no ya a España entera, como rezaba la canción de Chicho Sánchez Ferlosio, sino a todo el ancho mundo. Asombra leer hoy sobre las muestras inopinadas de solidaridad internacional que los mineros huelguistas de 1962 recibían de lugares tan distantes como Kenia o Indonesia. Movilizaciones en Sidney, en Montreal, en Uruguay, protagonizadas por el exilio español, por veteranos de las Brigadas Internacionales, pero también por simples proletarios de aquellos países, sin la menor vinculación a España, pero que sentían que lo que sucedía en Asturias les concernía; que era suya también la lucha de esos mineros.
De Berlín llegaba, entre cientos de otros recibidos de todo el mundo, un telegrama que les decía: «Nuestra admiración por vosotros es tanto mayor cuanto que la explotación extrema, el encarcelamiento y el asesinato no os disuaden de deshaceros de los grilletes del fascismo. Os enviamos, queridos compañeros y amigos españoles, nuestro más cordial saludo y os deseamos de corazón un final victorioso para vuestra lucha».
Aquel momento precioso nos habla de un tiempo en el que eran posibles y habituales las movilizaciones y huelgas de solidaridad, respiración de una lucha de clases vigorosa y que se sentía carente de fronteras. Con el tiempo, fueron dejando de serlo. No pasaron a ser inimaginables, pero sí inhabituales. Cuando ocurrían, era dando sensación de estertor de un mundo que se había ido; luces últimas de un crepúsculo que no era tan solo el suyo, sino el del sindicalismo mundial en su conjunto, presa de una crisis generalizada manifestada en la caída de la afiliación o el fracaso de las convocatorias de huelgas generales.
Y llegó el neoliberalismo
Una gran revolución del transporte y las telecomunicaciones había abierto nuevas posibilidades a un capitalismo capaz ahora de deslocalizar y fragmentar producciones, de amenazar con ello y así obtener leyes favorables en territorios desesperados por asegurar la permanencia de sus empresas, de dividir y vencer; y el momento de cansancio utópico que sucedió a la caída del Muro de Berlín y el triunfo universal del neoliberalismo desarbolaba las energías de un movimiento obrero desesperanzado, sin cuerpo para más trotes que la protesta estrictamente gremial.
El capital se globalizaba al tiempo que el trabajo se desglobalizaba. Había quien lloraba por el final del proletariado, pero se estaba más bien ante su regreso; ante la formación de un nuevo precariado de características muy parecidas al que se había formado en los albores de la revolución industrial, en el tiempo de los telares y los luditas, cuando los trabajadores fabriles enfrentaban retos que nos resultan familiares en el siglo XXI: un flujo constante de nuevos proletarizados que impedía una acción solidaria unida o una producción tan diseminada, marcada por el sistema doméstico de producción –el teletrabajo de la época–, que el abandono sincronizado del trabajo era difícil de organizar (siendo más fácil citarse de noche para destruir máquinas).
En los últimos tiempos, parecemos asistir, en cambio, a un incipiente reverdecer sindical que resulta especialmente llamativo en Estados Unidos, patria del capitalismo desregulado donde se llega a ver ya la imagen de todo un presidente, Joe Biden, acudiendo a Detroit a participar en un piquete de una masiva huelga de trabajadores de la industria automotriz. Y parte de ese reverdecer es también la reaparición de movilizaciones ya no estrictamente gremiales, sino preñadas de ambiciones políticas y solidarias.
En Bélgica, Reino Unido, Suecia, Barcelona o los propios Estados Unidos, los bombardeos de Gaza, los planes de villano de tebeo de Elon Musk o la conciencia climática son algunos asuntos no sindicales que han motivado llamativos paros y acciones en las últimas semanas por parte de trabajadores no directamente implicados, en lo que ya parece lo suficientemente recurrente como para hablar de una tendencia.
Con Gaza y contra Elon
Después de deducir que el aeropuerto de Lieja estaba siendo utilizado para enviar armas y munición estadounidenses a Israel, al incrementarse brusca y drásticamente el número de vuelos que salían con destino a ese país, varios sindicatos belgas decidían a finales de octubre pedir a sus afiliados no trabajar en tales vuelos y no ayudar a cargar ni a descargar material con destino Israel, como previamente se hizo con Rusia tras la invasión de Ucrania. «Como sindicatos, estamos con todos aquellos que hacen campaña por la paz», proclamaban en un comunicado conjunto que exigía un alto el fuego inmediato en Gaza; y al Gobierno belga, no tolerar tales envíos de armamento.
Pocos días después, eran los estibadores de Barcelona quienes se sumaban a este boicot a la ayuda a las masacres perpetradas en Palestina: un comunicado de la Organización de Estibadores Portuarios de Barcelona hecho público tras una asamblea del comité de empresa, sindicato mayoritario entre los 1.200 estibadores de la Ciudad Condal, expresaba su «rechazo absoluto a cualquier forma de violencia» y su convicción de ser una «obligación y un compromiso» la defensa «con vehemencia» de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se comprometían en él a no cargar, descargar ni facilitar las tareas de cualquier buque que contuviera armas.
Mientras tanto, en Suecia, una asombrosa acción en cadena de trabajadores de distintos sectores de todo el país pone en serios aprietos a Elon Musk, a partir de la negativa del dueño de Tesla de firmar con sus 120 mecánicos suecos un convenio que reconozca derechos como el salario mínimo, los horarios laborales o las pensiones. Los sindicatos de estibadores declararon que no iban a descargar sus coches hasta que no se firme un acuerdo; los trabajadores de la red eléctrica no se ocuparán de las averías de sus puestos de carga; los empleados de mantenimiento no pisarán sus instalaciones; los taxistas se comprometen a no adquirir sus modelos.
Cuando Musk recurre a la ayuda de empresas de transporte por tierra de otros países para introducir sus coches en Suecia, a fin de sortear este bloqueo, los carteros se suman a la huelga y eso significa que no llegan repuestos a los talleres y, sobre todo, que no llegan matrículas, que solo se reparten por correo. Mientras estas líneas se escriben, la acción salta fronteras: se unen Dinamarca y Noruega. Y todo por el convenio colectivo de 120 trabajadores. En esos dos países vecinos del sueco, conductores y estibadores bloquearán la exportación de los Tesla. La batalla de sus vecinos es, dice un responsable del sindicato danés 3F, «increíblemente importante».
Obreros que se preocupan, no estrictamente de sus condiciones, sino también de las de compañeros de otros sectores, de otros países. Y también del futuro del mundo, del planeta, demostrando que lo rojo no está reñido con lo verde, ni la lucha ecologista con la sindical. En Erie (Pensilvania, Estados Unidos), 1.400 trabajadores de una planta de construcción de locomotoras llevan en huelga desde el 22 de junio. Sus reclamaciones son «impulsar mejores estándares medioambientales y una tecnología más ecológica en la industria». La producción verde parece promisoria, según algunos estudios, para una zona muy afectada por la desindustrialización, donde podría crear miles de puestos de trabajo de alta calidad; pero la compañía Wabtec se desentiende de las medidas que podrían tomarse para traer esos contratos a Erie. «Es una vergüenza que, debido a la codicia de esta empresa, tengamos que luchar contra ellos, en lugar de trabajar con ellos para construir las locomotoras verdes que son esenciales para el futuro climático de nuestro país», decía uno de los líderes sindicales, Bryan Pietrzak, en julio, anudando de manera grácil en la explicación de las motivaciones de estos huelguistas el interés crematístico, inmediato, de los trabajadores con la más noble preocupación por el futuro de la humanidad en su conjunto.
Volviendo a España a buscar ejemplos de huelgas de solidaridad encontramos que en 2022, en la fábrica de armas de Trubia, en aquella Asturias que 60 años exactos antes hacía que el Asturias, patria querida se convirtiera en un himno subversivo (el estudiante Manuel Vázquez Montalbán fue detenido en Barcelona por cantarlo), el 100% de sus trabajadores iba a la huelga para frenar los despidos de 21 compañeros del Grupo Santa Bárbara-General Dynamics en Sevilla y tres en Madrid, ello a pesar de que en Trubia no había despidos. Se enorgullecía Pablo Coto, presidente del comité de empresa, del sindicato CSI, de que «había compañeros de las ETT a los que les quedaban 15 días de trabajo, y que sin embargo fueron a la huelga». Y la multinacional estadounidense del armamento acababa por claudicar: los 21 trabajadores sevillanos y madrileños permanecerían en sus puestos.
Se libran, sí, batallas solidarias. Y a veces se ganan.