“Cada uno de nosotros hubiera podido suicidarse, a unos se lo podíamos leer siempre antes con claridad en el rostro, a otros no, pero rara vez nos equivocábamos”. Extraigo esta cita del primer tomo de los Relatos autobiográficos (Anagrama, 2023) del escritor austríaco Thomas Bernard, El origen. Aquí narra con una dureza excepcional su infancia en un internado de Salzburgo en mitad de la II Guerra Mundial, época tenebrosa, marcada por nazismo, donde la muerte por voluntad propia se volvió tan prevalente que casi constituye en sí misma un personaje.
Bernhard anunciaba contundente: “el suicida no es culpable de nada, la culpa es de su entorno”, indicando que las circunstancias adversas desgarraban a las personas hasta el punto de conducirlas a no querer vivir más. La belleza áspera de su prosa transmite un hecho que pocos negarían: la autolisis no debería considerarse un arrebato aislado; siempre hay factores externos que arrastran al individuo al abismo, y la lid aglutina muchos de ellos.
Ahora quiero viajar en el tiempo y el espacio hasta situarme en los Estados Unidos de América actuales, un país que cuenta con la tasa de suicidios más alta de su historia desde, precisamente, los primeros años de la II Guerra Mundial. Así lo han confirmado los datos provisionales del Centro de Prevención y Control de Enfermedades (CDC): 2022 fue el año más deletéreo en cuanto a quitarse la vida se refiere de las últimas ocho décadas: 49.449 personas fenecieron por esta causa, 14,9 por cada 100.000 habitantes, superando el anterior récord reciente de 2018: 14,2, unas cifras que se pueden considerar alarmantes para tratarse de tiempos de paz. Explicar estos actos desesperados pasa, como decía Bernhard, por el entorno, un tejido socio-político en pleno proceso de desmoronamiento tan sui generis que no tiene parangón en otros puntos del llamado mundo desarrollado.
Una gran mayoría de expertos coinciden en señalar la ubicuidad de las armas, cuya venta aumentó sustancialmente durante la pandemia, como factor de peso. Más de la mitad de los suicidios en 2022 fueron por armas de fuego, tendencia que se ha repetido en años anteriores. Según un estudio de la Universidad de Johns Hopkins, realizado con los mismos datos del CDC (provisionales hasta final de año, pero considerados bastante exactos por la comunidad científica), casi 27.000 de esas muertes las desataron las balas, superando a las más de 19.500 clasificadas como homicidios.
El crimen (los asesinatos) no ha parado de crecer, de manera generalizada, en los últimos tiempos, pero el daño autoinfligido lo sobrepasa, y además, por primera vez, el suicidio con arma de fuego afectó a más niños y adolescentes negros que blancos, siendo estos últimos más numerosos en población. Que la disponibilidad de armas incrementa los fallecimientos por autolisis, debido a su letalidad, parece casi una obviedad. Aun así, un grupo de investigadores de la Universidad de Stanford dedicó 12 años a examinar dicha relación en una población de 26 millones de habitantes. Sus esfuerzos arrojaron las siguientes conclusiones: la posesión de armas en hombres incrementa la probabilidad de suicidio ocho veces; en mujeres, el número es 35.
Muertes por desesperación
Existe otro problema de fondo, estrechamente vinculado al anterior: la esperanza de vida en EE.UU. no ha parado de caer en los últimos años, nos dice el Council on Foreign Relations, y actualmente es de 77 años, entre las más bajas de los países ricos (la de España se sitúa en 82,4 años, cercana a la de Francia, Suecia, Italia o Irlanda, mientras que la nación norteamericana se asemejaría a Eslovaquia -77 años- o a Colombia -76,7-). Esta tendencia, preocupante desde antes de la pandemia, despertó la curiosidad del Premio Nobel e investigador Angus Deaton y la también investigadora Anne Case, que desgranaron los motivos en el libro Deaths of Despair (2020) o Muertes por desesperación: aquéllas resultantes del suicidio, la sobredosis y el alcoholismo, devastación contra uno mismo que rebasa el margen causal del gatillo y exige una indagación más profunda.
En una de sus conferencias, Deaton matizó el contenido del volumen para responsabilizar directamente a las políticas neoliberales surgidas de la Escuela de Chicago por estas vidas perdidas. Específicamente, el Nobel culpó al conglomerado sanitario, cuyos lobbies controlan en buena medida lo que se aprueba en Congreso; “un sistema [que] hace un uso excesivo de procedimientos que son mejores en optimar los beneficios económicos que la salud”.
La crisis de los opiáceos, causante de más de 100.000 muertes anuales, constituiría un ejemplo claro: creada artificialmente por la codicia de las farmacéuticas –concretamente Purdue Pharma, a la que Deaton señala–, logró producir millones de pacientes adictos que, privados más tarde de las recetas médicas, se lanzaron al mercado negro en busca de estupefacientes.
A la nefasta gestión sanitaria, privatizada, excesivamente cara tanto para las arcas públicas como para los clientes, se suma un mercado de trabajo desigual que no ofrece seguro médico a los empleados con menos formación, o directamente los condena al ostracismo al externalizar puestos o automatizarlos: “contemplamos este desastre de mercado laboral como una de las fuerzas más poderosas que amplifican las muertes por desesperación entre la clase trabajadora estadounidense” –aseguró Deaton.
Falta de prestaciones sociales, sanidad orientada al lucro y no al bienestar ciudadano, trabajos no acompañados por derechos laborales, políticos comprados, armas por doquier… Todo ello moldea un paisaje que, sin necesidad de que caigan bombas, por momentos remite a indicadores de guerra, la conflagración desatada por unas élites que decidieron hace no tantos años dejar caer al resto.