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Ainhoa Ruiz Benedicto, investigadora del Centre Delàs d'Estudis per la Pau, celebra la decisión de la alcaldesa de Barcelona de romper el hermanamiento con Tel Aviv

Ada Colau, alcaldesa de Barcelona. AJUNTAMENT DE BARCELONA / Licencia CC BY-NC-ND 2.0
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23 febrero 2023 Una lectura de 4 minutos
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AINHOA RUIZ BENEDICTO | La decisión aprobada por decreto de alcaldía el 8 de febrero de 2023 de suspender el hermanamiento de Barcelona con Tel Aviv, ha levantado ampollas entre algunos sectores, mostrando las formas en que se construye aún hoy día la geopolítica racial. De esta manera, se muestra lo necesario que es refrescarnos la memoria sobre las formas en que las geografías del apartheid han sido siempre tan difíciles de derribar, y los cambios tan desesperadamente lentos de conseguir.

Desde luego, las políticas segregacionistas nunca han sido posibles sin el apoyo de algunos poderosos sectores sociales que obtienen un beneficio, o bien simbólico (superioridad racial), material (poder económico), o político (rédito electoral). A menudo, estos beneficios se han escondido tras discursos que disfrazaban su verdadera razón de ser con el fin de defender sistemas de segregación, autoritarismo o estados de excepción altamente militarizados.

Por ejemplo, hoy en día es poco aceptado defender la política de apartheid sudafricano. Cualquier persona que se defina como defensora de los valores democráticos considera que fue una aberración. Un grupo de hombres blancos con suficiente poder militar decidieron imponer su ideario por la fuerza al 80% de la población restante mediante un sistema colonial que se convirtió, en 1948, en una forma de gobierno basado en el apartheid. Así se consolidó y se hizo legal la violenta discriminación ya existente, un sistema de división del valor de la vida en todas sus formas. El espacio geográfico, social y simbólico fue parcelado en favor de la minoría blanca.

Ahora bien, a pesar de lo lógico que nos parece hoy día condenar el apartheid de Sudáfrica, el régimen tardó más de 40 años en caer. La mayoría de información histórica que encontramos al respecto omite la colaboración necesaria de muchos gobiernos que, o no dijeron anda, o simple y directamente, apoyaron al gobierno de Sudáfrica durante años. Las razones utilizadas por los gobiernos que colaboraron o no condenaron, o tardaron demasiado en condenar, resuenan en nuestras cabezas hoy tras la decisión de la alcaldía de Barcelona, como resonaron entonces.

Este fue el caso de Estados Unidos y Reino Unido, que apoyaron al país en plena política de apartheid para frenar el comunismo que se expandía por países africanos, o por el interés de las empresas multinacionales instaladas en Sudáfrica, que llegaron incluso a saltarse el embargo internacional. De hecho, el presidente estadounidense Ronald Reagan animaba a mantener negocios con el régimen sudafricano.

Otras razones que expusieron, tanto el gobierno sudafricano como los gobiernos que no lo condenaron o que lo apoyaron, fueron afirmaciones como que el Congreso Nacional Africano era un grupo terrorista (aunque fue una organización no armada desde 1912 hasta 1960); que los blancos, al ser minoría, debían defenderse del resto de la población (la mayoría compuesta por personas negras); la hostilidad de las naciones de su alrededor (de mayoría negra) frente a la cual tenían que defenderse; y la, tan conocida y común hoy en día, securitización de determinadas poblaciones. En el caso de Sudáfrica, de las poblaciones negra, mestiza y asiática, consideradas una amenaza para el sistema vigente. Todas estas justificaciones, como vemos, son ya viejas conocidas, tan actuales ahora como lo fueron entonces.

Pero aparece una nueva en el caso que se deriva de Israel, que es la que pretende tachar de racistas, antisemitas e intolerantes a todas las personas y organizaciones que hemos defendido y reivindicado la decisión de suspender el hermanamiento. En el caso sudafricano era, desde luego, una coartada imposible. Nadie consideraría creíble tachar de racistas a las personas que defendiesen romper relaciones con el gobierno de la Sudáfrica blanca del apartheid.

Ante estas nuevas afirmaciones, que buscan manipular y deslegitimar los argumentos que defienden los avances, por simbólicos que sean, en materia de defensa de Derechos Humanos, cabe preguntarse, como mínimo, en qué formas se está construyendo un mundo más intolerante. ¿Avanzamos defendiendo a quienes expulsan poblaciones enteras de sus tierras y construyen muros a su alrededor como pasó en Sudáfrica (por ejemplo, en Soweto) y pasa día tras día en Palestina? O bien, ¿suspendemos relaciones para dejar claro que, en estas condiciones, no solo no vamos a darnos la mano si no que, resulta necesario avanzar para acabar con las políticas de segregación en todas sus formas?

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