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Sentirte poco

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Opinión

Sentirte poco

“A veces, me siento poco. Poco válida, poco exitosa, poco guapa, poco lista… y podría seguir con una larga lista donde el adjetivo de cantidad es la clave”, explica la autora, que describe una escena de micromachismos y violencia cotidiana tan interiorizada por muchas mujeres como común para otras.

Foto: PEXELS / Dmitry Zvolskiy
Ana Veiga
17 noviembre 2021 Una lectura de 3 minutos
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A veces, me siento poco. En literal y en figurado. Por falta de tiempo, me siento poco a pensar por qué me siento poca cosa, poco válida, poco exitosa, poco guapa, poco lista… y podría seguir con una larga lista donde el adjetivo de cantidad es la clave. 

No hace mucho me puse a pensar de dónde venía esto. Sin entrar en traumas infantiles que algún día desgranaré con calma, eché la vista atrás a un día de noviembre, hace más o menos un año.

Era un sábado de sol y frío y, a pesar de la helada que todavía resistía sobre la hierba, conseguí llegar con el coche por caminos resbaladizos hasta una pequeña casa de campo escondida. Se celebraba una comida familiar donde unos y otros se sonreían en la distancia, mascarilla en boca y gel en mano. 

Yo, orgullosa, venía a contar la gran noticia de que empezaba a trabajar en La Marea, algo que para mí era de verdad ilusionante y motivador, que suponía un salto adelante después de años en trabajos estables que no me acababan de motivar o con colaboraciones esporádicas escribiendo artículos en algunos medios. Era, para mí, un momento de emoción en el que, no os voy a engañar, esperaba cierto reconocimiento. Tampoco era para tanto, ¿no? Había visto aplaudir a otras personas por el hecho de haber aumentado su contrato unas horas o por haber conseguido un trabajo de verano. No pido tanto, pensaba, seguro que un felicidades me llega.

¿Y tú que tal, Ana? ¿Cómo te va?, dijo una mujer de unos sesenta años enfundada en un mandilón lleno de harina mientras manejaba dos ollas sobre los fogones. A su lado, otras cuatro mujeres giraron ligeramente la cabeza mientras empanaban, freían, cortaban, pelaban, guisaban y las personas invitadas miraban desde la mesa. La mayoría de los sentados eran hombres, niños y niñas y yo, que me debatía entre la presión social que me hacía sentir que debía ayudarlas –quizá debo estar a su lado, pobres ellas que lo están haciendo todo– y la rebeldía de no querer perpetuar esa división de roles en base a los genitales –pues que lo hagan ellos, los hombres de la casa que viven aquí, que yo soy invitada–.  

Ana, ¿que qué tal? Que no me oyes, me repite. Es que con el jaleo que monta la cocina y estando tan lejos… Creo notar un cierto retintín en sus palabras por mi falta de colaboración. Decido ignorarlo. Pues genial, y subo la voz, estoy muy contenta porque he cambiado de trabajo y ahora estoy en el medio La Marea. No hay respuesta, solo murmullos de corta eso, pela lo otro entre ellas. Y nada, muy contenta porque para mí es una oportunidad que… 

Pásame un cuchillo, grita una de ellas. ¿Puedes poner la mesa?, me espetan, cortando mi frase de golpe. 

Una mano huesuda y pálida se desliza por mi brazo y pone un punto al silencio ruidoso al que me enfrentaba. A sus noventa años, la pobre mujer no podía elevar la voz y llamaba nuestra atención con toques amables que requerían que nos acercáramos a escucharla. Me acerqué, pensando que era la única que me había no solo oído sino escuchado y que querría comentarme algo, darme un pequeño empujón de ánimo o simplemente preguntarme más sobre el cambio laboral. Así que nos apartamos hasta una esquina de la cocina y acercó su boca –cubierta por una densa mascarilla– a mi oído. Al fin una palabra amable, pensé. Y entonces me susurró, muy bajito: Estás más gorda.

Recuerdo esto y lo entiendo. Somos hijas de las violencias a las que, de forma cotidiana -y casi desapercibida para el resto-, se nos somete. Desde pequeñas, estamos expuestas, analizadas, sexualizadas y el rol de nuestro cuerpo en el valor que nos da la sociedad es demasiado alto. Tanto que nos hace sentir poco, siempre menos de lo que deberíamos.

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Comentarios
  1. Pilar dice:
    11/12/2021 a las 16:50

    Yo te entiendo Ana, te veo, te leo, te siento y comparto totalmente lo que dices.
    Es un maravilloso artículo, puedes estar muy orgullosa y te felicito tambien por tu cambio laboral, se ve que te ilusiona y te emociona y seguro te hará feliz.
    Enhorabuena!!!

    Responder
  2. Carmen C. dice:
    23/11/2021 a las 17:57

    Pero decirte que ¡gorda estás! era un piropo de anteriores generaciones y sobre todo del medio rural. Animales y personas estaban mejor visto gordos. Creo que lo equiparaban con una buena salud.
    Fulanita que «lucida» (que equivalía a gorda) y que guapa está.
    A las que siempre hemos sido delgaduchas, decían a nuestras espaldas: fulanita que «desmejorada» está. Los hombres de entonces no sentían ningún interés por las mujeres delgadas. Así de vulgar: les gustaba ver carne.

    Responder
  3. Pablo dice:
    18/11/2021 a las 23:41

    Bueno, esto nos pasa a muchos todos los días. No hace falta comida familar, ni ser mujer, ni tener la suerte de poder contar algo feliz. En todos los grupos sociales se grita, se comenta algo distinto a lo que alguien haya dicho o, como la abuela, te dice cualquierr cosa que signifique una atención distinta hacia tí, independiente de lo que tú quieres proyectar.
    Lo que es «poco», es la capacidad de escucha en esta sociedad. No reparamos en los contenidos de quienes nos hablan, no entrevemos su calado, su complejidad de relación con los temas de interés de ellos. Nos importa más aquello que queremos transmitir cada uno, y si es posible a grito pelado, para que todo el mundo nos oiga, ¡esto sí que es importante!, ¿no?

    Responder
  4. Xavi dice:
    18/11/2021 a las 16:45

    Da para una historia mas larga.Tiene pinta de que seria mi abuela en mi aldea un dia de comida familiar. La pobre tiene buen corazón pero la cabeza la tiene en el siglo pasado.

    Responder

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