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Opinión

Vulnerables

"No sé si somos más vulnerables que nunca. Quizá solo más conscientes de depender de delicados cuerpos tan solo cubiertos por piel y telas", escribe Ignacio Pato.

Un hombre se vacuna en el WiZink Center de Madrid. GUILLERMO GUTERREZ CARRASCAL/REUTERS
Ignacio Pato
14 mayo 2021 Una lectura de 3 minutos
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Kokoshca

En el autobús. “¿Tú de pequeña qué querías ser de mayor?”, le pregunta una niña de unos 4 años a su madre en voz audible a seis o siete metros. 

Silencio.

La peque, en un destello de periodismo más profesional que muchos adultos con los poderosos, repregunta. No hay mala intención, claro. Pero sí silencio de nuevo. Ya no puedo evitar mirar y lo que veo es que, obviamente, la mujer no tiene gana de contestar a ese repentino interés. El truco de cambiar de tema —venga, siéntate bien, que te vas a caer— no funciona y a la tercera ya tiene que responder. 

—“Mamá”.  

La lectura patriarcal podría ser tan obvia como interesante lo que me sigo preguntando si la niña entendió. Quizá era una manera de decirle cariño, no es que quisiera ser madre en general, es que quería ser “mamá”, o sea, lo que soy para ti, como me llamas tú, tú eres lo que quería, lo he conseguido. Una declaración de amor radical.

Lo que era seguro es que la obligación de responder a una cuestión había generado incomodidad en esa mujer. Quien más o quien menos ha jugado, aburrido o sin datos en el móvil, o cuando ni siquiera existían, a imaginarse la vida de los desconocidos con quien comparte medio de transporte. Aquí se podía haber seguido jugando. Porque estaba claro que la mujer no había contestado con sinceridad.

Hacerlo habría sido desvelarnos, a quienes escuchábamos, un sueño, un deseo íntimo. Infantil en el mejor de los sentidos, puro más precisamente. Perder una carta en el juego de los juicios morales. Mostrar una vulnerabilidad. 

¿Doctora? Demasiado ambiciosa o de casa pudiente teniendo en cuenta que, por su edad, no creció entre anuncios con discursos de empoderamiento femenino. ¿Cocinera? Vaya padres que seguro le regalaban juguetes que perpetuaban estereotipos de género, aunque hace treinta años eso sonase marciano. ¿Jugadora de balonmano? Rarísimo, mamá. “Mamá” me pareció una respuesta hábil.

No sé si somos más vulnerables que nunca. Quizá solo más conscientes de depender de delicados cuerpos tan solo cubiertos por piel y telas. De eso y de los números. Tampoco sé si es mayor el miedo al covid hoy que el que hubiéramos sentido a la tuberculosis hace cien años, si el miedo a no abrir la persiana del local mañana o el de un repartidor a un accidente se parece al ancestral temor a una fuga de grisú en una galería bajo tierra. No hay CIS que pueda medirlo.

De hecho, si hubiera un CIS que lo planteara, sería ridículo. “¿Se considera usted vulnerable?”. “¿Cree que puede con todo?. “¿Se resiste a pedir ayuda hasta que quizá es demasiado tarde?”. “¿Puede permitirse sentirse abatido sin que sus ingresos se resientan?”. “¿Cuántos pequeños agobios piensa que cuentan como uno grande?”.

No sé cómo de sinceros contestaríamos. No sería culpa nuestra en el fondo. No en un sistema de valores que identifica éxito con aguantar carros y carretas. No en uno en el que pedir perdón sin excusas te haga sentir más débil. No en uno en el que el concepto de “empatía” sea utilizado también por el cómplice del daño, no en la tensión de soportar el peso de comprender incluso a quien no te quiere aquí. No hasta que la osadía deje de estar descompensada. No hasta que un “te necesito” deje de sonar como un “no puedo”.

Estas semanas muchas personas que tengo cerca han compartido un malestar común. No por el virus ni el dinero. Uno si es posible más concreto, uno en el brazo. Algunas décimas. Un cansancio intenso que a las horas se va. Estas personas han afrontado los efectos secundarios de la vacuna con el ánimo que da saber que estaban pasando algo no solo científicamente esperable, sino también compartido con otros. Esa fragilidad sincronizada que precede a abrazarnos me parece valiosa.

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