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Suspendido Trump, ¿se acabó la rabia?

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Suspendido Trump, ¿se acabó la rabia?

"No podemos dejar a merced de multinacionales o de una mágica autorregulación de la red lo que debe ser una estrategia anti-fascista sólida y decidida por defender los derechos democráticos y sociales", sostiene David G. Marcos

La cuenta de Trump ha sido eliminada de redes sociales como Twitter. GORDON JOHNSON / Licencia CC0
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19 enero 2021 Una lectura de 6 minutos
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DAVID G. MARCOS* |You’re no fun anymore. Aunque sin tanto desparpajo como Eric Idle en Monty Python’s Flying Circus, esto es básicamente lo que le ha venido a decir Twitter a Donald Trump. Facebook, Twitch y Snapchat se sumarían poco después: “Ya está bien la broma, señor Presidente”. El pasado 9 de enero de un recién estrenado 2021, las plataformas digitales decidían suspender indefinidamente los perfiles de Trump ante el riesgo de “incitación a la violencia” tras lo sucedido en el asalto al Capitolio.

A través de estas plataformas, el todavía Presidente, derrotado en las urnas en las pasadas elecciones presidenciales frente a Joe Biden, continuaba desarrollando su estrategia de acusación de fraude electoral y tildando como ilegítimo a su sucesor en el cargo.

Antes de continuar, un apunte. El fenómeno del trumpismo –y de la ola reaccionaria global– no se circunscribe a las guerras culturales en el entorno digital. Sus orígenes, evolución y futuro van más allá del mal llamado mundo virtual: tiene consecuencias tan reales como las políticas anti-sociales de Trump, o que incluso trascienden al propio Presidente permeando en episodios no aislados de violencia, acoso, terrorismo y asesinato. Sus causas son más complejas, desbordan a lo puramente discursivo, a una crisis de los modelos de gobernanza internacional o la estrategia de ciertos sectores de las élites que ven en las salidas autoritarias una vía para el control económico y político en un ciclo de descenso sostenido de la tasa de beneficio (acrecentado por la crisis pandémica), entre otros muchos factores. 

Sin embargo, en los últimos años, hemos comprobado sobre la base de los hechos la estrecha relación existente entre el auge electoral de partidos de extrema derecha y la movilización de toda una composición heterogénea de subculturas, ideólogos, influencers y trolls que ofrecen sostén y difusión a los discursos de odio en Internet, incluyendo la amenaza ignorada del terrorismo ultraderechista coordinado a través de las redes sociales. Su último troleo ha sido el asalto al Capitolio que tuvo lugar el 6 de enero.

La figura de Trump, desde un principio, encajó a la perfección con este paradigma troll en medio de una crisis civilizatoria y de valores. Lo advertía Bensaïd: “el debilitamiento de las resistencias colectivas hace creer que las ideas geniales rigen el mundo”. El trumpismo y las teorías de la conspiración emergen en ese hueco, arrastrándonos a un escenario de antipolítica con relatos irrebatibles, y las plataformas digitales –tal y como se articulan en la actualidad– proporcionan un espacio perfecto para su expansión.

Como su propia salida de la Casa Blanca, la suspensión del perfil de Trump en Twitter para muchos ha representado un alivio casi terapéutico al ver que el enorme altavoz que le había significado esta cuenta se vea finalmente neutralizado. Todavía está por ver si las compañías de Silicon Valley mantienen su decisión en firme de manera indefinida o ceden ante las presiones bursátiles y la campaña de otras fuerzas de la ultraderecha internacional (Vox entre ellas), que se han movilizado para apoyarle. Lo que parece claro es que, a estas alturas, el silenciamiento en algunas de estas redes no supondrá el fin del trumpismo digital. Poner una tirita a quien necesita antibióticos no resolverá la infección.

Más allá del bloqueo y el Parental Advisory: una estrategia antifascista integral

Twitter, Facebook y compañía han actuado tarde. Durante años, estas redes sociales se han negado a bloquear los mensajes de Trump bajo el pretexto de que formaban parte de lo que se podía considerar interés público, incluso cuando estos hacían difusión de teorías de la conspiración. Apple, Google o Amazon pueden también asumir el aislamiento parcial de Parler por cuestiones legales o reputacionales, a pesar de seguir albergando todo un universo de plataformas que esconden y fomentan discursos de odio, que sirven incluso de coordinación a comandos de terrorismo de ultraderecha. 

Ante estas medidas de bloqueo, penalización y/o aislamiento de conductas de odio, la extrema derecha y la derecha extrema ya han iniciado su contraofensiva. En primer lugar, han pretendido victimizarse esgrimiendo el argumento de la libertad de expresión. El periodista y co-autor de la iniciativa Crímenes de Odio Miquel Ramos, responde a este mensaje señalando que “no se está hablando –en ningún caso– de censurar opiniones, sino amenazas y llamamientos explícitos a la violencia”. 

No obstante, incluso más allá del debate sobre la libertad de expresión, hay una cuestión estratégica que resolver sobre cómo realmente poner freno al crecimiento y penetración de la extrema derecha en la sociedad a través de las redes sociales. En este sentido, un artículo en The Guardian advertía de las posibles consecuencias de apostar todo a la censura en redes masivas: la expulsión de los usuarios de derechas se desplaza en forma de migración digital a un «archipiélago de redes alternativas» donde el control democrático es más difícil y más rápida es la radicalización de sus miembros.

Es la dirección hacia la que ya están apuntando el propio Trump, haciendo llamamientos a crear una red alternativa a Twitter, o Vox en el Estado español, que ya ha movilizado a su entorno para abrirse cuentas en plataformas como Gab o Parler y esquivar así las restricciones o la moderación de los foros.

Esto debe hacernos reflexionar y darnos cuenta de que las acciones de control frente a estos peligros son solo un dique de contención, y que no abordan el problema de raíz. Además de sus imbricados lazos y sistemas de retroalimentación, la ultraderecha en red ha demostrado un alto grado de resiliencia y capacidad de rearmar sus repertorios de acción, discursivos y culturales. 

Es por ello que no podemos dejar a merced de multinacionales o de una mágica autorregulación de la red lo que debe ser una estrategia antifascista sólida y decidida por defender los derechos democráticos y sociales. Una estrategia que no pasa únicamente por cortar las alas con las que sobrevuelan los discursos del odio, sino por acabar con las causas que lo provocan y que catalizan su extensión. 

En la vida real, pasa a menudo que las escenas de acción no son las verdaderamente cruciales para el desarrollo de los acontecimientos. No hay gran batalla final tras la cual los buenos ganan o pierden ad eternum. De por sí, el propio hilo argumental suele estar compuesto de relatos simultáneos entrelazados, motivaciones cruzadas y contradictorias. El simplismo y la espectacularización no suelen llevarse demasiado bien con una realidad compleja, compuesta de cotidianos y desapercibidos detalles, puntos ciegos, destellos y arritmias disueltas entre el instante y los procesos.

Es más que probable que la derrota electoral de Trump o la suspensión del magnate norteamericano en redes como Twitter, Facebook y otras no supongan el fin del trumpismo. Por descontado, tampoco acabará con el fenómeno ultraderechista en Internet. 

Las condiciones materiales y subjetivas que han posibilitado el crecimiento de estas fuerzas siguen presentes, y el capitalismo (en cualquiera de sus formas: agresiva sin complejos o neoliberal progresista) continúa echando más leña de dolores sociales al fuego de la frustración. Es necesaria una legislación decidida y coordinada que acabe con la impunidad de los discursos y prácticas de odio en Internet. Pero no solo. Sin procesos de politización, autoorganización y lucha por un horizonte antineoliberal, feminista, ecosocialista y democrático; los monstruos seguirán ocupando el hueco. Como suele decirse, la política aborrece el vacío.

*David G. Marcos es consultor tecnológico, director del programa Contratiempos y militante anticapitalista.

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