LA MIRADA DE LAURA CASIELLES // En mi familia tenemos un mantra, una frase que siempre sale a nuestro rescate. Es: “Ya se verá”. La cosa viene de una película, La guerra de Charlie Wilson, que vimos hace unos cuantos años. Era muy entretenida, con conspiraciones y enredos de vileza política de los que ahora están tan de moda en las tramas. El caso es que, en un momento dado, uno de los mejores personajes le cuenta al protagonista un cuentito, una de esas parábolas con cameo de sabio oriental que siempre vienen bien para pensar las cosas. La escena era así:
Oye, no es por nada, pero ¿conoces la historia del maestro zen y el chaval? […]
Al cumplir los 14 años a un joven le regalaron un caballo y todos en la aldea dijeron: “¡Qué maravilla! ¡El muchacho tiene un caballo!”.
Y el maestro zen dijo: “Ya se verá”.
Dos años después se rompió la pierna al caer del caballo y todos en la aldea dijeron: “¡Qué terrible!”
Y el maestro zen dijo: “Ya se verá”.
Entonces estalló una guerra y todos los jóvenes fueron al frente menos el chico que tenía la pierna destrozada y todos en la aldea dijeron: “¡Qué maravilla!”
…y el maestro zen dijo: “Ya se verá…”
Desde aquella peli, en mi familia usamos el “ya se verá” para todo. Cuando vienen mal dadas, claro, como un horizonte de posibilidad. Pero también –quizá sobre todo– cuando nos pasa algo bueno, para recordarnos que eso tampoco va a durar para siempre. Puede parecer un poco agorero, pero en realidad es el contrapunto necesario para llegar a la misma conclusión: “Aprovecha, copón”. Como un memento mori de andar por casa que nos recuerda que siempre es buen momento para pararse, tomar una cerveza y disfrutar de las vistas. Por lo que pueda pasar.
Pensando en eso tan raro de las cosas que saliendo bien llevan a cosas que saliendo mal llevan a cosas que saliendo bien… etcétera, se me ocurría también que hay fechas que tienen el efecto de hacernos mirar atrás y ver que, en última instancia, todo lo que nos pasa son variaciones sobre un mismo tema, vueltas en espiral en torno a cierta melodía. Los cumpleaños, las navidades, los aniversarios nos sirven para eso. Y quizá también el comienzo del verano.
Llegan estos días y, con esa especie de tristeza pesada que induce la canícula, una se pone a pensar en dónde estaba otros años por estas fechas. Qué hacía, qué no hacía, qué quería hacer y no hacía. A veces se vuelve a los mismos sitios con otra gente, o se va a otros sitios con la misma gente. O se repite una extraña rutina de sitios y gentes aparentemente idénticos, pero la mutación va por dentro. Todo es bastante misterioso y al mismo tiempo muy sencillo. Las enormes penas de ayer tienen la consistencia de un fantasma, y las pasiones de otros veranos, color de foto gastada. Las penas y pasiones de hoy no se ven disminuidas por ello. En realidad, ver ese subeybaja como un juego de variantes relaja mucho, porque todo pasa y todo queda, ya sabemos. Ya se verá.
En lo colectivo ocurre un poco igual. Cosas que saliendo bien llevan a cosas que saliendo mal llevan a cosas que saliendo bien, etcétera. La espiral se traza en una sucesión de elecciones, gobiernos, polémicas, políticas. Y hay repeticiones que puntúan el camino, también, con sus variantes en torno a la melodía. Ya llegan ahí, ya se atisban, los decretos de agosto y la anual intentona de invadir Perejil por parte de algún cuerpo armado. Este año, algunas cosas serán algo diferentes: llevaremos mascarillas y no habrá colas en la frontera. No habrá fiestas de barrio ni de prau, muchos no tendremos vacaciones. Pero ahí estarán los tintos con casera a la hora del fresquito, la siesta con ventilador, el olvido del reloj y las noticias. Variaciones sobre un mismo tema.
Vamos por ahí embozados en certezas, pero la verdad es que mientras estamos viviendo las cosas, no podemos saber qué tal están saliendo. Solo podemos tener pequeñas conclusiones provisionales, balances siempre in progress en mitad de la espiral. Y pequeños puntos de chequeo. Pero la verdad irá cambiando, y quizá en la próxima vuelta pensemos otra cosa. Por muy arriba o muy abajo que nos sintamos, ahí está siempre el maestro zen, sentado a nuestro lado, impasible hasta el punto de ser un poco molesto, diciendo: “Ya se verá”.
Solo lo irreversible escapa a esa ley, e irreversible solo es morirse.
Y que lo de que nos morimos es lo único que está claro parece que últimamente está la vida bastante dedicada a recordárnoslo.
Lo bueno es que, de algún modo, la noción de la muerte nos da bastantes ganas de vivir. Puede que seamos conscientes de que nos toca enseguida o que vivamos en el convencimiento de que nos falta mucho: visto con cierta perspectiva, el fondo de la cuestión tampoco cambia demasiado.
Básicamente, la idea sería que no nos sobra el tiempo. Y que tire la primera piedra quien me lo sepa negar: en el momento en que eso se nos aparece, vemos unánimemente claro que lo que no sea quererse, disfrutar de la belleza o intentar mejorar el mundo en la medida de nuestras posibilidades tiene una importancia muy relativa. “Todo lo que no sea música y amor son fuerzas de orden público y castigo”, canta mi amigo Dani Mata en un tema sobre el asunto.
Así que venga, lo dicho: vamos a parar, tomar una cerveza y disfrutar de las vistas –o lo que quiera que eso signifique en cada vida–. Que estos días de verano son largos, y no saber acoger la luz que nos es dada quizá sea lo único ante lo cual los inmutables sabios de las parábolas orientales se alteran y nos dan una colleja.
Porque todo lo demás, ya se verá.
Pero esto, esto está aquí.
Y eso sí que es extraordinario.