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‘Ayka’, cine de la vida invisible

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Cultura

‘Ayka’, cine de la vida invisible

Sergey Dvortsevoy estrena en España, a través de Filmin, su última película, un brutal retrato sobre la vida de las personas migrantes en Rusia.

Un fotograma de 'Aika'. Foto: © Paco Poch Cinema
Manuel Ligero
10 julio 2020 Una lectura de 7 minutos
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Mujer, extranjera y pobre. Así es la protagonista de Ayka, la película de Sergey Dvortsevoy con la que su protagonista, Samal Yeslyamova, se alzó con el premio a la mejor actriz en el festival de Cannes de 2018. Narra la historia de una migrante kirguisa en Moscú cuyo permiso de trabajo ha caducado y que acaba de dar a luz. Madre primeriza y soltera, Ayka huye del hospital abandonando allí a su bebé, sin ni siquiera darle de mamar, para incorporarse a su puesto de trabajo en un matadero de pollos clandestino.

Dvortsevoy no se ahorra detalles a la hora de explicar la extrema precariedad en la que viven las personas sin papeles en Rusia. En su búsqueda desesperada de trabajo, Ayka, arruinada, acosada por la mafia local a la que le debe dinero y todavía sangrando, acabará limpiando en una clínica veterinaria, donde comprueba que las mascotas reciben un tratamiento más digno y compasivo que el que se otorga a los migrantes.

Todos sabemos, obviamente, que esta crueldad no es un caso exclusivo de Rusia (en el campo español se pueden observar horrores análogos sin necesidad de buscar mucho), pero el director de Ayka, kazajo de origen ruso, no deja pasar la oportunidad de hacer un retrato inmisericorde de una sociedad, la suya, que considera moralmente fracturada.

Su heroína, durante su penoso periplo para ganarse el pan, pide trabajo como limpiadora en una academia de coaching. La hemorragia posparto no se ha detenido, la leche se le acumula en los pechos provocándole un dolor insoportable, apenas si se tiene en pie. Al fondo del aula, un monitor está terminando de dar una charla: «Vosotros vivís lo que otros sueñan. Aquí, en Moscú, hay oportunidades inmensas, únicas, colosales. Tener éxito depende solo de vosotros». La retórica evangélica yanqui ha conquistado ya todo el orbe. También Ayka quiere dejar atrás una vida «rodeada de chatarra», como le dice a su hermana por teléfono. Sueña con montar su propio negocio de costura. Un sueño a raíz del cual contrae una deuda que no puede pagar.

Antes de pasarse al cine de ficción, Dvortsevoy dirigió varios documentales premiados en festivales de todo el mundo. En El día del pan (1998) filmó la vida de una comunidad de personas mayores en un pueblo aislado y casi vacío. Allí se despacha el pan los martes, pero antes, esos ancianos y ancianas deben empujar el vagón ferroviario que lo contiene a lo largo de varios kilómetros y bajo la nieve.

En Autopista (1999) seguía el periplo de una familia de artistas circenses a través de una interminable carretera de tierra que cruza Kazajistán. En En la oscuridad (2004) acompañaba a un ciego octogenario y a su gato en un minúsculo apartamento de Moscú. El anciano tejía allí bolsos de lana que luego regalaba por la calle, simplemente por paliar su soledad.

El director Sergey Dvortsevoy. Foto: © Paco Poch Cinema

«Creo que esta gente merece atención precisamente porque sus vidas no se ven, porque su existencia no se basa en ser observados. Son gente normal, y a veces se sorprenden cuando les digo que quiero rodar una película con ellos. Al protagonista de En la oscuridad, por ejemplo, no le entraba en la cabeza que quisiéramos filmar a un viejo ciego. Yo elijo estos temas porque estoy muy interesado en la vida cotidiana. Otros directores, en cambio, no quieren observar eso. Quieren interpretarlo», contaba el director en una entrevista en OpenDemocracy.

Dvortsevoy llama a estos trabajos documentales «cine de la vida». Siempre ha fijado su mirada en personas que viven al margen y una de las cosas que más llaman la atención en Ayka es que su protagonista, esta mujer migrante, marginalizada y racializada, es invisible para todo el mundo menos para quien la explota. Ella habla, pide, suplica y los demás, simplemente, continúan con sus tareas. Solo cuando recibe una orden se dirigen directamente a ella.

Ese es uno de los métodos usados por el director para representar la deshumanización de la sociedad de consumo. El más sutil, claro. La humillación, el hacinamiento, la brutalidad policial, la falta de la más mínima dignidad, se imponen en un relato de enorme crudeza. «Rusia es hoy un lugar donde se vende y se compra. Nada más», explicaba Dvortsevoy en una charla en la Universidad Autónoma de México. «En Moscú, hoy, solo se piensa en una cosa: dinero, dinero y dinero».

Mirando al pasado

La nostalgia por la URSS es una constante en todas las exrepúblicas soviéticas, singularmente en las de Asia Central, cuya religión mayoritaria es el islam, lo que contrasta con el mito del Estado ateo opresor difundido en Occidente. En Kazajistán, el país de Dvortsevoy, el 61% de las personas mayores de 35 años creen que la vida era mejor antes. Gracias al petróleo, el gas y el uranio, la capital kazaja, Nursultán (llamada Astaná hasta 2019), ha visto florecer una arquitectura futurista en la que destacan sus lujosos y espectaculares rascacielos. Pero la mayoría de la población vive ajena a ese desarrollo, lo que ha propiciado una constante ola de migración (fundamentalmente a Rusia) en los últimos 30 años. El 20% de los habitantes de Kazajistán vive fuera de su país.

En el documental Oxígeno para vivir (2011), los periodistas Enrique Meneses y Rosa María Calaf bromeaban, como viejos colegas curtidos en mil batallas, sobre las diferencias entre la antigua URSS y la actual Rusia.

–Tú estuviste allí [como corresponsal de TVE] cuando aún era la URSS, ¿no? —pregunta Meneses.

–Sí, yo abrí la oficina cuando llegó Gorbachov. Lo que pasa es que volví después, cuando era ya Rusia –relata Calaf–. Estuve dos veces. Antes y después. Ahora nos damos cuenta de que no hay tanto «antes y después».

–No, efectivamente. Lo que pasa es que antes el Estado era el propietario de todo y ahora…

–…¡Son cuatro mangantes los propietarios de todo! –exclama Calaf completando la frase.

El escritor francés Cédric Gras, gran conocedor de aquellas tierras, hace un retrato más lírico de ese «antes y después» en Ural, en busca del otoño (2018). Gras reflexionaba así al pie de una mina de cuarzo semiabandonada cerca del monte Naródnaya: «Al viajar a Rusia, una y otra vez, sin cesar, nos enfrentamos a esta herencia que se abandonó. No se ha eliminado nada de la URSS. Puede que haya habido un cambio político, que haya gente siempre dispuesta a tirar estatuas de las plazas, pero estos lugares lejanos serán durante mucho tiempo el rostro de la antigua URSS. El sistema liberal que ha adoptado la Rusia actual se centra en territorios más restringidos e industrias más rentables. Pero cuando visitamos los confines de Rusia, vemos más de la URSS que de Rusia. Siempre resulta extraño».

Gras habla de los paisajes industriales pero también de los melancólicos habitantes que, extrañamente, siguen ligados a ellos. Cada vez son menos. Tras el colapso del sistema soviético, el éxodo del campo a la ciudad se hizo inevitable, tanto por los cantos de sirena de la prosperidad capitalista como por el abandono de la asistencia estatal, que antes llegaba hasta los puntos más recónditos del aquel vasto territorio.

Según el escritor de viajes Simon Reeve, desde la caída del comunismo se abandonan casi tres pueblos al día en Rusia. La situación en las repúblicas de Asia Central no es mucho mejor, de ahí el fenómeno migratorio. Casi 12 millones de trabajadores y trabajadoras extranjeros viven en Rusia. La miseria en la que viven algunos de ellos fue lo que movió a Sergey Dvortsevoy a rodar su película. «Todo comenzó con una fría estadística publicada en un periódico: en 2010, en los hospitales de maternidad de Moscú, 248 bebés fueron abandonados por madres de Kirguistán«, explica el director.

«La lectura de esa noticia me dejó conmocionado durante un tiempo. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué razón tantas madres kirguisas abandonaban a sus bebés en un país extranjero? ¿Qué les obligaba a cometer un acto tan antinatural para cualquier mujer, y mucho más, si cabe, para mujeres de Asia Central, con culturas intensamente orientadas a la familia? Me di cuenta de que debía hacer una película sobre eso».

Obviamente, el resultado de aquella inquietud no es solo una película demoledora sobre Rusia. Apela también a lo que está sucediendo hoy mismo en los campos de Huelva, Almería, Murcia o Lleida. Nos lo ha dicho la ONU de forma directa. ¿Seguiremos fingiendo que esos seres humanos son invisibles?

*Ayka, de Sergey Dvortsevoy, se estrena este viernes 10 de julio en Filmin.

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Comentarios
  1. Irene HERSZKOWICZ (nacida como IRA) dice:
    14/07/2020 a las 00:51

    Nací en el exilio de mi familia en KIRGUIZIA (Kazyl-Kije), en 1943. Y la mayoría de las situaciones vividas las conozco por el relato de mis padres (judíos polacos, que huyeron del nazismo hacia la URSS.
    Tengo mucha curiosidad por ver la película.

    Responder

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