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La primavera educativa

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Análisis | Cultura | Opinión

La primavera educativa

El profesor analiza la función del profesorado a raíz de los debates que se están dando en los departamentos universitarios en el contexto de la pandemia.

Aula de la Universidad Complutense de Madrid (Susana Vera / Reuters)
Alejandro Simón Partal
22 abril 2020 Una lectura de 4 minutos
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Ya se sabe que todo desastre, como el que estamos padeciendo ahora, tiene una parte, por pequeña que sea, de oportunidad, de nacimiento. En este tiempo en el que casi todos los maestros están olvidados, jubilados o muertos, toca a los profesores (o a las mujeres y hombres contratados como tales) hacer el esfuerzo no ya para la maestría sino para la disponibilidad, quizá la verdadera virtud que distingue a un maestro de un sabihondo.

El escepticismo de muchos docentes a ceder con el aprobado en este curso académico, o lo que os lo mismo, la certeza de que el conocimiento se rige por el control sistemático y el resultado, nos aleja de esta posibilidad de volver a la esencia de nuestro oficio, y nos arrincona, más si cabe, en nuestro hábitat departamental, que suele aspirar más a la estrategia particular que a la servidumbre, base de esta forma de vida que trata de esclarecer, con la física o la literatura, el sentido de la existencia. Porque lo que iguala a un maestro y a un profesor es que ambos dependen de los demás, se entregan a los otros y usan sus habilidades como medios y no como fines.

George Steiner, en conversación con la también profesora Cécile Ladjali, los definía como esas personas que desprenden una pasión casi tangible, como «aquel en quien hasta la ironía nos produce una sensación de amor». No importa si hablan de macroeconomía o química: usan las palabras cualitativas, hablan el lenguaje del amor. Para algunos colegas será esta una posición idealista, pero ¿de qué vivimos si no? Solo desde ese extremo conseguiremos enseñar a vivir en compasión, que no se limita a lo caritativo, como apunta el profesor de Teología Walter Kasper, sino que supone «la reacción apasionada ante las clamorosas injusticias existentes en nuestro mundo, así como el grito en demanda de justicia».

Uno de los errores más comunes y graves de nuestro mundo moderno ha sido valorar las cosas por su grado de complejidad, de modo que cuanto más difícil de conseguir o comprender más valor se le supone. Cierto es que el sacrificio, como indica la palabra, nos acerca a lo sagrado desde la tenacidad, pero también lo es que ese valor tiene que ver más con el ímpetu en lo que se hace que con lo inaccesible del cometido. Nuestras generaciones han crecido llamando María, con toda la carga misógina que la expresión arrastra, a aquella asignatura sin valor ni mérito, a la materia en la que se exigía estar sin necesidad de responder: así ha ocurrido con la ética o la educación física, dos patas para una sociedad sana y justa.

De esta manera, profesores sin alma ni instinto fueron labrando su ego a base de cates y de miedo, amparados por la altura de la tarima como muralla para defenderse de aquellos acneicos que ya empezaban a pillarle. Y a eso es a lo que tendría que aspirar un buen docente: a que los alumnos y alumnas lo cuestionen para así crear conversación –lo que para Montaigne era el más fructífero ejercicio del espíritu– en lugar de distancia. Nuestra educación ha sido, como apunta Emilio Lledó, asignaturesca, que es la antesala de lo meramente rentable y competitivo, y no básica, es decir, lejos de la reflexión y la sugerencia de lo que se lee o se escucha, en ese aprendizaje de la duda que nos acerca a la posibilidad de libertad. Lo básico no es lo mínimo, sino lo elemental. El profesor tiene que mostrar cómo la ciencia que enseña a sus alumnos sugiere los mejores caminos hacia el entendimiento y la ternura, apuntando los principios sobre los que la naturaleza se desarrolla.

La educación tiene un destino, el bien común, y eso se consigue dialogando con los alumnos desde la confianza y la manifestación, haciéndoles ver que estamos atendiendo a sus angustias y necesidades. Belén Gopegui apunta en su libro Rompiendo algo que el bien ha sido sustituido por el beneficio. «¿Por qué de pronto que una cosa diera beneficio empezó a significar que estuviera mal hecha?, se pregunta. La ciencia sin humanidades nos ha impuesto como bien el beneficio de unos pocos que requiere del sometimiento de la mayoría. Somos los docentes los que tenemos que devolver a la ciencia su capacidad pedagógica, su finalidad humanística, y eso se transmite mediante palabras sencillas, sin necesidad de limitarlo todo a pirotecnia de laboratorio.

Este descalabro actual nos abre la puerta para recuperar los cuidados y atenciones que los programas educativos no suelen permitirnos. Tenemos una oportunidad para motivar a esas personas que se sentían expulsadas, y hacerlas partícipes de un porvenir que depende de ellas. Ahora podemos hacer frente al imperio de la cantidad y del resultado, para enseñarles otros caminos con mejores músicas. El aprobado no ningunea nuestra labor, y puede despertar en el alumno su compromiso y posición en esta situación histórica. Recuerdo ahora cómo Ángel Gómez Moreno nos paseaba durante su clase por el campus de la Complutense, hablándonos de las propiedades del tejo o simplemente abandonándonos en el silencio del paseo. Nos enseñó a mirar, a vislumbrar la poesía lejos del poema y del aula. 

Casi todas las primaveras que alentaban a la revolución han fracasado últimamente, puede que estemos a tiempo de una nueva, la primavera educativa, un cambio sin necesidad de muertos ni lluvia de adoquines. Una revolución humilde y silenciosa, pero imparable como un respirar de joven. No es tan complicado. Al final solo somos unos pocos tratando de tranquilizar a una multitud que hasta hoy hemos llamamos clase. 

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Comentarios
  1. Ana Cruz Muñoz dice:
    26/04/2020 a las 12:03

    ¿Cómo hacer entender que «lo básico no es lo mínimo, sino lo elemental» como dices? La ministra decía cuando presentó la decisión sobre la evaluación del tercer trimestre, que habría que hacerla sobre lo «esencial»…sospecho que no entiende.
    Soy docente, estos días he tenido reuniones virtuales con compañeros y compañeras precisamente sobre las evaluaciones finales…y no hay manera, los exámenes son lo que marca las materias dignas de las «marías» como dices. Es difícil hace entender a quien está tan metido en el sistema, es difícil hacer valer lo elemental, lo esencial cuando no se sabe o se desprecia…

    Responder

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