No puedo evitarlo, la cercanía de estas fechas me incomoda. Me embarga una mezcla de pena y dolor y, cual yonki del melodrama, me lanzo en picado hacia la excusa perfecta para darme una llantina. Llevo toda la vida reventando navidades propias y ajenas. No creo que mis acontecimientos difieran de los de cualquiera: he descolocado familias anunciando rupturas sentimentales apenas unos días antes de que nos reuniésemos. He hablado de mi trabajo días después de que me despidieran, cuando aún lo mantenía en secreto para no disgustar a la familia. He llorado ausencias asumiendo que a mí no me sorprenderían cual anuncio de turrones.
Igual que no creo que pueda tocarme nunca la lotería, asumo que la Navidad me escuece. Eso no me exime de avanzar en el calendario; aguanto mecha y trago. Quien considere que las Navidades son innecesarias, se equivoca. A mí me sirven para recordar lo años en virtud de lo que sucediera en ellas. Casi todos portamos los mismos recuerdos, nos pasan cosas parecidas; solo cambiamos los protagonistas. Las Navidades pasan a nuestra memoria por los acontecimientos amorosos, laborales y familiares que convertimos en titulares de nuestra propia revista del corazón. Me abruman quienes convierten estas fechas en una fiesta y los imagino brindando alrededor de un enorme árbol adornado con brillantina y bolas, cual Norma Duval con sus hijos y nieto. Disfruto de su espectáculo. Condensan todos los detalles necesarios y superfluos que ayudan a que aguante con la excusa de que es Navidad.
Familias y Navidad, qué mundo. Las celebraciones se sustentan gracias a las madres. Ellas hacen que la Navidad se celebre aunque no te reconozcas en ninguno de tus hermanos. Se habla mucho de la figura del cuñado eximiendo al familiar que lo adjunta a la cena. Nuestras parejas dicen mucho de nosotros, así que párate a pensar. Si tu cuñado es un imbécil, probablemente la primera persona que no te gusta sea con la que ese cuñado comparte la cama. Pero en Navidad es pecado no perdonar a tu propia familia; será por una madre por la que soportarás, de nuevo, las miserias de tu cuñado.
Las familias se sustentan en mujeres que actúan de pegamento en reuniones navideñas de comensales que se desprecian. Son, también, las que nos enseñan a fingir que no echamos de menos a los que faltan. Para mí las mejores Navidades eran con toda la familia, abuelos, tíos y primos, cosa que no siempre sucedía. Cuando las cuentas no salían y no se podía viajar, mi madre intentaba que no se notara que estábamos solos en la gran ciudad y nos daba a las hijas a elegir el menú, consciente de que no pediríamos grandes cosas. Nos sentíamos un poco ácratas y casi blasfemos pero nos divertía mucho. Aún recordamos entre risas la de veces que despedimos el año cenando huevos fritos con patatas y chorizo al infierno. Mi madre lloraba, después, fregando los platos. Pero de lo que duele, no se habla.
De la liturgia navideña me gusta su luz, su música y sus posibilidades redentorias en un pobrecito corazón que se lastima cada cierto tiempo. En Navidad muchas iglesias abren sus puertas para conciertos de música sacra. Reconozco refugiarme en la Pontificia de San Miguel de Madrid cada vez que escucho los acordes del órgano. Nada tan terapéutico como dejarme llorar en uno de sus bancos. Hace mucho que no piso una iglesia más que para disfrutar de su arquitectura y de su arte y el verdadero portal de Belén de mi ciudad está por el mismo barrio que la iglesia en la que me escondo para emocionarme con sus conciertos.
Basta acercarse a las puertas del SAMUR social para ver a mujeres con bebés en brazos buscando refugio. A esos pesebres el Ayuntamiento no les hace ni caso. Estas fechas, para muchos, son solo una pantomima. En Navidad, exaltamos hábitos tan poco recomendables como los religiosos, con la excusa de las felices fiestas. Como si el machismo que exudan los versículos no fueran responsables de este patriarcado infecto. En mi casa no creíamos en Dios, pero sí en los curas capaces de arruinarte la vida. Lo mismo te echaban en cara no haber ido a la misa del Gallo, con la consiguiente comidilla vecinal, como que te metían la mano por debajo de la falda cuando te confesabas.
La Navidad es la excusa perfecta con la que los sacerdotes perdonan pecados, sobre todo los propios. Fechas para que sea la caridad y no la justicia la que exima de responsabilidades a tantos. Citas en las que disimularemos las antipatías familiares con tal de no dar un disgusto a los pocos que nos importen. Con la excusa de que es Navidad… No es por el amor a Dios por lo que pudiera ser piadosa, sino por la envergadura de mi capacidad amatoria. Y esa, sabiendo cómo amo, es la que demuestra que los niños no nacen del espíritu santo.