‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
Un mes después de las primeras elecciones tras la muerte de Franco –la primera vez, de hecho, que este país va a decidir algo desde la II República–, tiene su reunión inaugural la comisión a la que se ha encomendado redactar una Constitución para esa España por venir que cada cual soñaba a su manera. Es agosto de 1977 y siete hombres ilustres empiezan a mantener reuniones secretas, sacrificando la transparencia en aras de que pudiera respetarse la libertad de pensamiento que requería la naciente democracia.
Nueve hombres de posturas –moderadamente– diversas discutieron durante algo menos de año y medio sobre las líneas del mapa y el papel de la religión en los asuntos comunes, sobre la corona y la moneda, sobre el divorcio y la propiedad privada. Año y medio de debates a puerta cerrada y rendiciones de cuentas, de filtraciones a prensa y copas con lobbistas, de muchos insomnios –novelo aquí, pero no lo dudo– y otros tantos titulares.
Y al final se hizo. El Congreso aprobó. El pueblo refrendó. El rey sancionó. La España nueva estaba lista para pasar a esa normalidad que permite ocuparse de otras cosas. El 6 de diciembre dormimos la mañana de ese puente extraño en el que no nos vamos de viaje porque ya estamos ahorrando para Navidades.
Nuestra memoria monumental celebra puntos de fijación. Es verdad que es difícil estar pensando todo el rato. Así que condensamos los meandros del camino en la foto tranquilizadora del apretón de manos, en el momento inaugural de cortar el lazo. Tiene sentido. La meta alivia. Pero cuando se fijan en arcos de triunfo y libros de texto, en los hechos históricos se va haciendo borrosa la dimensión humana, lo que significa –inevitable y prodigiosamente– que en realidad se trate todo de lo que hagan personitas. Nueve hombres reunidos en un salón: con sus traumas sin resolver y sus días malos, con sus peores ambiciones y sus mejores ideas –con el peso a cuestas de los supuestos de un tiempo concreto, también, a sus espaldas–.
Cuando era pequeña, me cuentan, había una cosa que me daba un poco de ansiedad cuando estaba jugando: no podía cambiar de idea. Montaba la granja de Playmobil, por ejemplo, o el templo egipcio del Lego, con la minuciosidad de la adulta que luego sería incapaz de dejar nada a medias. Así que me llevaba bastante rato. Durante ese tiempo de montaje, pensaba una historia para el mundo que estaba armando: todo el desarrollo, cada giro de guion, sobre qué brick estaría cada click en cada momento. El problema aparecía cuando, una vez todo montado, llegaba el momento de jugarlo. Según me recuerdan, me acercaba entonces al adulto de turno para contarle mi drama: “No me apetece jugar lo que he pensado”. “No pasa nada, puedes cambiar de idea, jugarlo de otra forma”, me decían –calculo que entre risas–.
Los ojos como platos ante esa respuesta me siguen durando.
Hace falta un cierto valor para no dar por supuestas las cosas. El conservadurismo en torno a lo que ya hemos pensado –o lo que han, quizá, pensado por nosotras– nos ayuda a vivir. Pero debería ser el poder –ese adulto que no siempre cuida como debiera– el que nos dijese que es posible cambiar de idea. Suele hacer lo contrario, sin embargo: fijar las cosas en tablas de la ley. Al fin y al cabo, por su parte siempre se pueden virar las reglas del juego y convencernos incluso de que siempre fueron así –que se lo digan si no a aquella noche de un agosto de tanto más tarde en la que la irreformable Constitución pudo ser alevosamente cambiada porque convenía a quien tenía que convenir–.
El caso es que las cosas solo son evidentes a posteriori. Durante mucho tiempo la esclavitud se dio por sentada, como se dieron por sentadas las mujeres dentro de casa o el voto en función del dinero que se tuviese. Luego llega un cambio, fruto de lo que sean capaces de hacer unas personitas a las que se encomienda o que se arrogan el pensarlo –condicionadas, eso sí, por el contexto en el que vivan y sus presiones– y el destilado se consigna en el labrado en piedra de lo que a partir de entonces es obvio. ¿Qué cosas sobre las que hoy ni siquiera pensamos serán dentro de un tiempo una aberración con la que costará entender que pudiésemos convivir?
Hay muchos supuestos en lo que nos rige. Monarcas, idiomas, derechos y ausencias de otros, la idea del poder, cómo se hacen las cosas, qué es una familia, quién nos puede robar. Igual que en nuestras vidas, es un relax dar por hechos los acuerdos y las normas. Pensar que otros lo pensaron ya, y que eran quienes sabían.
Pero nueve hombres debatiendo durante meses, hace cuarenta años, hicieron, ni más ni menos, lo que lograron hacer. Y desde entonces han pasado muchas cosas.
Es muy cansado estar pensando todo el rato, pero tal vez nuestro mundo sería distinto si celebrásemos –tanto para lo que hizo otra gente como para lo que está o estuvo en nuestras manos– algo así como “los quince meses días de la discusión abierta”, “el permanente cumpleaños del proceso”.
“Feliz día” – nos diríamos en lugar de señalar los aniversarios de boda o las fiestas nacionales– “de los principios revisables”.