La señora Skuid aparecía tres días por semana en la pescadería del señor Miller a pegar la hebra, y en cuanto el hombre se despistaba o entraba en el almacén, aprovechaba y se llevaba algún pescado para hacer caldo. Él lo sabía perfectamente pero nunca le decía nada. Le agradaba aquella mujer y, sobre todo, sabía que ella lo necesitaba. Tenía cuatro nietos que alimentar, una hija discapacitada y un yerno inútil y gritón que se lo bebía todo.
Además, durante sus conversaciones, el señor Miller aprendía sobre la historia del barrio. Skuid le contaba todos los cambios de los que ella había sido testigo, como que la panadería de la acera de en frente antes era un comedor social, donde estaba la farmacia antes había un descampado, y que la carretera de su calle estaba sin asfaltar.
A veces se reían al compartir ciertas anécdotas, como la de la señora Schummer, ya fallecida, que se pasaba las horas asomada a la ventaba gritándole a los vecinos, al pasar, los insultos que en realidad pertenecían a sus padres o a sus abuelos. “¡Porque eres un ladrón!”, se la podía escuchar dirigiéndose a un chaval que no sabía de qué le hablaban, o destapando algún cotilleo ya caducado de otra generación anterior.
El señor Miller siempre le decía a la señora Skuid que era la cronista del barrio y la animaba a escribir todas aquellas historias para que no desaparecieran. Pero ella se limitaba a sonreír con picardía, mientras el señor Miller, dando por terminada la conversación de ese día, se inventaba alguna excusa para desaparecer en su almacén y dejarle vía libre a ella.