Llegar a la ciudad polaca de Katowice parece ser una mala premonición, la ciudad huele a carbón, lo que es lógico si se tiene en cuenta que es el corazón de la comarca minera de Silesia. Una ciudad que lleva a gala su pasado minero. Así, sus guías comparan la altura de sus casas con la profundidad de sus pozos.
La única razón para la elección recurrente de Polonia es por ser un país de consenso entre Rusia y Europa. No parece a priori el lugar más adecuado para avanzar en la lucha climática. En honor a la ciudad, la presidencia polaca deja como gran legado de esta cumbre una declaración sobre la transición ecológica, que si bien es fundamental, no deja de ser una señal para acallar a los sectores empresariales más críticos. Entrar en el recinto de las negociaciones es recordar cómo transcurrió la última cumbre en Varsovia, y cómo inauguró la tradición de que grandes empresas energéticas financiaran las negociaciones climáticas. En este caso, el todopoderoso sector carbonero polaco no iba a ser menos.
El gobierno polaco cumplió lo que prometía, una cumbre sitiada. Tanto era así que los accesos a la misma estaban permanentemente vigilados por varias parejas de policías, con sus fusiles reglamentarios bien a la vista. Desde el principio quedó muy claro que la máxima era que no se produjera ningún alboroto. Para ello, las concentraciones y manifestaciones debían ser claramente comunicadas si no se quería tener problemas. Los europeos no tuvieron ningún problema para llegar, sin embargo, muchos otros activistas y delegados de la sociedad civil padecieron problemas con sus visas.
El recinto elegido era un platillo volante rodeado de bloques de pisos y algún vestigio de torres de extracción de carbón, en cuyos alrededores se instalaron varios cientos de metros de carpas de plástico para acoger a los más de 20.000 asistentes a la cumbre. En un ejercicio de estupidez energética, no solo se había optado por un diseño ineficiente, sino que además para su calefacción se utilizó una gran cantidad de calefactores de gasóleo, con las emisiones que conlleva.
La zona pública que acompañaba la cumbre había sido integrada dentro de los recintos de forma que solo podían acceder las personas acreditadas. Una clara muestra de lo poco bienvenida que era la participación de los no elegidos, sin embargo, tiene un efecto positivo, al menos se evita someter al público a un bombardeo incesante de lavado de imagen de países y empresas. Afortunadamente lo reducido del espacio provocó que tampoco pudieran ponerse pabellones promocionando falsas soluciones como la energía nuclear o los biocombustibles, como venía siendo habitual. Salvo por ese gran puñado de naciones que “confunden” lo público con lo empresarial.
Este espíritu anti participativo parece que impregnó también a la delegación española, que durante los tres últimos días no recibió a los representantes de la sociedad civil justificándose en la ausencia de textos. Una falta de textos que no impidió a la ministra Ribera recibir diariamente a los medios de comunicación, e incluso ofrecer alguna entrevista.
Una gran distancia separaba las zonas de prensa y de las organizaciones sociales de los plenarios de la cumbre, con lo que transcurrir por los pasillos se hacía a veces complicado. La disposición de las salas era caótica, y la ausencia de espacio provocaba la reordenación de muchas reuniones internas. Una pérdida de tiempo que resume muy bien lo que ha hecho la Convención Marco de Naciones Unidas para el Cambio Climático durante estos tres años, perder el tiempo caminando sin un rumbo claro y sin encontrar la sala que andaba buscando, mantener la temperatura global en 1,5 ºC.
Esta pérdida del rumbo ya está llevando a la frustración de numerosas personas, que ven cada vez con más claridad cómo la necesaria y urgentísima respuesta global al cambio climático, si llega, ya será tarde. A pesar de las continuas falsas noticias que circulaban desde el viernes sobre su inmediato cierre, era evidente desde el inicio que se alargaría al sábado. Así, el último día la cumbre estaba casi desierta, ya que muchos representantes políticos, delegados y medios de comunicación habían abandonado el recinto. Muy inexperto en estas cumbres hay que ser para no ser consciente de que se alargaría, o bien, poco te tiene que importar.
Con todas estas, ya sabíamos a lo que íbamos, a ver cómo el manejo de los tiempos de las Naciones Unidas consigue llevar a todo el mundo al extremo del cansancio. De forma que cuando tienes el texto final de lo que más te alegras es de que el postureo ya haya terminado. Porque lo único que han conseguido hasta la fecha es convertir el Acuerdo de Paris en un ejercicio de postureo, en el que las palabras no son acompañadas con hechos. En esta, la gran esperanza era el informe del IPCC sobre 1,5ºC que si bien es indiscutible y un grito desgarrador que reclama que actuemos de forma urgente parece que genera problemas a muchas naciones que no quieren despertar de la pesadilla fósil.
Es obvia la pregunta de ¿para qué ir? La respuesta más evidente es que a pesar de conocer que difícilmente encontraremos una solución mínimamente satisfactoria, no podemos dejar conquistar los espacios que deberían ser la voz de quienes están amenazados. Además, lo menos que podemos hacer es evitar que su pasividad no les salga gratis, por ello, el penúltimo día numerosos colectivos bloquearon las escaleras de la cumbre, para recordarles que su inacción cuesta mucho sufrimiento.
Las verdaderas soluciones están ahí fuera, la mitigación en manos de aquellas personas que desde los movimientos locales paran gasoductos, grandes represas, megaproyectos de minería… La adaptación en manos de los cientos de redes de indígenas, mujeres y organizaciones que tejen un mundo mejor. Porque para evitar que lleguen más pérdidas y daños debemos de alzarnos para impulsar un cambio global que nos sitúe en un camino más ambicioso.
Javier Andaluz es coordinador clima y energía de Ecologistas en Acción.