“Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.”
Los versos pertenecen a La casada infiel, de Federico García Lorca. Un hombre andaluz, no gitano. Pese a este hecho, Lorca se ha convertido con el tiempo en uno de los intérpretes más famosos de la cultura calé a través de la poesía, el teatro, el verso. Arrancando y haciendo suyos elementos y creencias de la etnia gitana, Lorca alcanzó la gloria que unos cuantos tiros le robaron durante años. En el conocido viaje que daría lugar a “Poeta en Nueva York”, Lorca llegó a comparar a los gitanos españoles con los negros norteamericanos. Una raza oprimida y dejada de privilegios. Parece que el poeta no estaba demasiado errado en su comparativa.
Allí, en Nueva York, y a lo largo de toda Norteamérica, jóvenes de inquietudes artísticas también hacían suyos rasgos, símbolos y, sobre todo, estéticas negras. Kerouac, Gingsberg, y tantos otros artistas de la Beat Generation se lanzaban a la carretera a ritmo de músicas negras como el jazz y el blues, bailando danzas que ningún blanco respetable se arriesgaría a mostrar en su cuerpo. Y que, paradójicamente, hoy en día se encuentran muy de moda en las capitales españolas.
Bajando la Panamericana, llegando casi al límite del continente, en la Pampa argentina, eran esta vez los propios inmigrantes los que se robaban la identidad unos a otros. Los blancos ojeaban por la mirilla de la ventana las danzas de los negros, y tocaban con instrumentos de Alemania del Este, tonadillas italianas y mujeres de mal vivir de todos los continentes aquello que luego sería conocido como Tango (de nuevo, una palabra africana).
Lorca dio a conocer la cultura gitana al mundo. Kerouac, Ginsberg y compañía popularizaron el swing, un baile y una música de raíces afro. Los argentinos popularizaron el tango, un baile, de nuevo, parido de la fusión de culturas. Ni Lorca era gitano, ni Kerouac era negro. Y son tan solo algunos ejemplos de apropiacionismo cultural en el arte.
En España, en el año 2018, la catalana Rosalía ha saltado a la palestra utilizando símbolos que no le pertenecen por nacimiento ni por cultura étnica. Y lo ha “petado”. Literalmente. Hasta la Mala Rodríguez, rapera andaluza que sin duda podríamos contar entre los referentes musicales de Rosalía, ha criticado este apropiacionismo. No vamos a negar que es apropiacionismo. En el momento en el que vistes, hablas, actúas o incluyes en tu arte elementos que no son tuyos, te estás apropiando de ellos para generar un elemento artístico. También musical. Pero, ¿qué es “lo nuestro” a estas alturas?
Rosalía no niega esta apropiación. En ningún momento se ha declarado gitana. Sus amplios estudios de flamenco le permiten llevar a cabo una ejecución musical increíble. La estética barriobajera y trap podría resultar más propia (colaboraciones anteriores de la artista con C. Tangana o J. Balvin así lo atestiguan), ya que Barcelona es cuna y ciudad de referencia y Meca ibérica del trap hispano y latinoamericano. Otros elementos como los camiones con los que adorna sus videoclips nos remiten a La vida mancha (Urbizu, 2003) o Celos (Aranda, 1993). Las referencias son innumerables y quizás sea este – factor característico de la posmodernidad donde los haya – uno de los puntos del éxito de esta joven catalana.
Ahora se discute si esta compositora, cantante y artista es culpable de falta de ética y responsabilidad para con una etnia o una raza. Sin embargo, es difícil acusar al arte de ser o dejar de ser ético. Podemos hablar de arte responsable. O no. Picasso no parecía demasiado responsable cuando su leyenda negra dice que las galerías escondían sus obras nuevas cuando el malagueño las visitaba, no fuera que se inspirara demasiado. Tampoco el fotógrafo Joel Peter Witkin, utilizando cadáveres para poblar sus bodegones, o cuando compraba pájaros para matarlos y que formen parte de la composición. Responsabilidad tampoco se le puede atribuir a David Nebreda, fotografiando sus propios excrementos o sus automutilaciones provocadas por la esquizofrenia.
En el arte hay muchísimos ejemplos de falta de ética y responsabilidad, porque para eso es arte. El arte parte de la mirada al más allá de la realidad, de las cosas, las referencias, las culturas y hasta la propia vida. Pero ese es otro tema.
Volviendo a Rosalía, quizás lo que nos falla es el enfoque. Por supuesto, hay apropiación. Igual que la hay cuando la madrileña Beatriz Luengo (esta sí, de ascendencia gitana) se maquea al más puro estilo puertorriqueño para cantar que “se le antoja” (expresión madrileña donde las haya) entonando un reggeaton, género latino – otro pueblo oprimido a lo largo de la historia – y la propia Mala Rodríguez le hace los coros. O cuando Miley Cirus hace twerking, despojándolo de su significado original dentro del baile. O Shakira cantando el Waka Waka sin dar cuenta de su inspiración original (sic. Victor Lenore, Indies, hipsters y gafapastas: crónica de una dominación cultural).
Y es aquí cuando aparece lo verdaderamente preocupante de la apropiación; cuando no la ejerce el arte o la inspiración de una persona individual (como puede ser el caso de Rosalía, que simplemente mezcla sin reparos, complejos ni artificios lo gitano con lo trap, porque es algo que le inspira, le llama y le sirve de vehículo para su propio mensaje y arte); sino cuando lo ejerce una institución. Una empresa. Un mecanismo más grande que el individual que sí puede despojar, robar y desnudar a una etnia, pueblo o raza entera con su fuerza. En otros tiempos podríamos hablar del Imperio Británico robando los restos arqueológicos egipcios para mostrarlos en su museo de Londres. Ahora, de majors discográficas a las que les da igual el pasado étnico de una melodía o la pertenencia de ciertos pasos a la idiosincrasia de otra. Lo que importa son los beneficios económicos, no el arte. Y que esos beneficios se los lleven ellos, no el pueblo que les ha dado forma.
La perversión no está en Rosalía, sino en un sistema que nos muestra a Rosalía y nos esconde a las “verdaderas” Rosalía: gitanas que hacen trap desde el propio conocimiento de su etnia y su cultura. ¿Dónde están las Rosalía gitanas?, ¿por qué no las conocemos?, ¿por qué no interesan a las agencias discográficas, y en cambio sí interesa Rosalía? Se me ocurre que quizá sea porque ellas no dominan el lenguaje de las empresas discográficas, porque se encuentran alejadas de esa nueva élite intelectual que sí encumbra a la joven de Barcelona pero que se encuentra inaccesible para jóvenes de verdadera clase popular y verdadera etnia gitana. Pero es solo una teoría. De lo que sí podemos estar seguros es de que, más allá de la apropiación que todos cometemos día a día – al igual que caemos sin pretenderlo en el machismo y el racismo que ha marcado nuestra educación en nuestro país -, existe todo un universo de músicas (y artes) alternativas, reales y auténticas esperándonos. Solo tenemos que alejarnos de nuestros prejuicios para poder verlas.