Este relato comienza en Turquía. Allí todavía (cada vez menos) se considera a Kemal Atatürk como ‘el padre de la Turquía moderna’. De hecho, eso es lo que significa ‘Atatürk’: Padre de los turcos. En el trazo grueso de la Historia, Juan Carlos de Borbón puede percibirse de igual manera respecto de la España moderna. Dejando a un lado matices importantes, puntualizaciones e incógnitas, esta España deficitariamente democrática (pero democrática al fin y al cabo) no habría sido posible sin el concurso de Juan Carlos. El refrendo popular de la Constitución de 1978 y la reacción ante el enigmático golpe de Estado del 23F de 1981 hicieron que la figura del Rey quedara legitimada ante la ciudadanía, incluso ante muchos de los que se consideraban republicanos.
La palabra ‘rey’, etimológicamente, tiene que ver con ‘rectitud’. Desde la antigüedad se suponía (y ya es mucho suponer) que quien llegaba a ser rey era, ante todo, por su conducta ejemplar, ‘recta’. La legitimidad de Juan Carlos empezó a resquebrajarse en cuanto la ciudadanía comenzó a percibir que la conducta del Rey era de todo menos ‘recta’. Juan Carlos había dejado de ser un ejemplo. El discurso de abdicación del Rey, sin embargo, sí me parece en algunos pasajes, digno de alguien que se preocupa por su país. Viene a decir que los cambios necesarios no se acaban en que él deje el trono. Hay un aviso a navegantes (a la clase política, a los agentes sociales y empresariales) sobre la urgente necesidad de cambio en todas las esferas de la vida pública. El ya ‘exrey’ percibe esa urgencia. El PP no.
No voy a hablar, ya lo hace mucha gente y mejor que yo, sobre la legitimidad o no de la institución monárquica. A este respecto me limitaré a apuntar que en griego (la lengua del país que inventó la democracia), la palabra ‘república’ se dice precisamente ‘democracia’. El nombre oficial de Grecia es el de ‘República griega’, pero en la lengua helena se dice ‘Democracia griega’. República y democracia son sinónimos. Si no hay república no hay, estrictamente, una democracia. Hasta aquí el paréntesis sobre la legitimidad de la monarquía.
Asumido el hecho de que Felipe de Borbón será el nuevo Rey, examinemos su legitimidad. Su proclamación como monarca es legal (en el marco legal vigente). Además de legal es legítima, aunque muy débilmente legítima, por aquel referéndum de 1978 que aceptó la monarquía como forma de Estado. Subrayo lo de ‘débilmente legítima’ porque la mayoría de la población sobre la que reinará Felipe no votó esa Constitución. La legitimidad del Rey Felipe es tan débil como la legitimidad de la propia Carta Magna. Y la legitimidad de la Constitución es débil fundamentalmente porque, durante décadas, los dos grandes partidos no han hecho demasiado por cumplirla en lo que respecta a los derechos sociales.
La figura del Rey Felipe, sin embargo, no ha sido legitimada por la ciudadanía, porque él no ha traído la democracia a España y porque tampoco ha frenado un golpe de Estado. Felipe de Borbón no es un padre de la patria. Más allá de lo que establezca un mecanismo legal aprobado hace 36 años ¿qué legitimidad tiene el Rey Felipe? ¿Que está muy bien preparado? ¿Que, atendiendo a lo que sabemos oficialmente de él, todavía no ha tenido un comportamiento ‘no recto’?
¿Cómo podría reeditar el Rey Felipe la legitimación ciudadana que logró, y comenzó a perder, el Rey Juan Carlos? Yo sólo veo dos opciones que deberían darse simultáneamente. Una, que sea él el que decida abrir el melón de la reforma constitucional (o de un nuevo proceso constituyente) y, dos, que en esa nueva Constitución se establezca el automatismo de que todo cambio en la Jefatura del Estado deba ser sometido a referéndum con una doble pregunta. Una sobre la forma de Estado (monarquía o república) y otra sobre la figura del pretendiente al trono.
Hay quien dirá que contraviene las esencias de la institución monárquica que la ciudadanía pueda votar a cada nuevo Rey. Dirán que la institución monárquica es esencialmente hereditaria, cuestión de sangre. Puestos a entrar en ese discurso, entonces también contraviene las esencias de la institución monárquica que Felipe se haya casado con una civil. Es paradójico que el nuevo Rey vaya a poder disfrutar de un privilegio de cualquier ciudadano (poder elegir con quién se casa) y, también, de los privilegios de la monarquía: heredar un trono. En aras del respeto a la institución monárquica, o bien debería haber renunciado al trono por amor a Letizia, o bien debería haberse casado con alguien de sangre real. Una vez violentado el carácter consanguíneo de la institución monárquica, ¿por qué no violentar también su carácter hereditario, máxime cuando ello significa más democracia?
El hecho de que las sucesiones en la jefatura del Estado fueran legitimadas en referéndum (y consultada la ciudadanía en cada ocasión por la forma de Estado ideal, monarquía o república) también tendría el efecto beneficioso de que los herederos se esforzarían al máximo en mantener una conducta transparente y ejemplar. Tendrían que vivir en una permanente campaña electoral. No merecemos menos.