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Relatos de viajeras solitarias: “Todos querían seducirme” (V)

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Relatos de viajeras solitarias: “Todos querían seducirme” (V)

‘La Marea’ publica en su dossier ‘A mi bola’ las experiencias de varias mujeres que han viajado solas. Ana cuenta su periplo por la Patagonia, la primera vez que se planteó que el acoso sexual tenía que ser tenido en cuenta.

Ana Claudia Rodríguez
21 agosto 2016 Una lectura de 3 minutos
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Este relato está incluido en el dossier ‘A mi bola’, de #LaMarea40

El día anterior a viajar desde Barcelona a La Patagonia me topé en la calle con una conocida que me dijo: “¡Uy, ten cuidado! Te pueden secuestrar y violar”. En aquel momento a mí se me congeló la sonrisa, pero aún pude replicar: “¿Estuviste en Argentina?”. No. Hasta ese día, mi preparación para descubrir sola el Sur del mundo había incluido un sutil sistema defensivo: cada vez que detectaba cualquier forma de pesimismo, zanjaba sin más la conversación. Ojos que no ven corazón que no siente, pensaba. Pero tengo que reconocer que aquel encuentro en las vísperas de mi viaje incluyó una nueva perspectiva que me intranquilizó. No solo debía preocuparme por mantener a salvo mis bolsillos, sino también lo que tenía entre ambos. El abuso sexual era un nuevo capítulo a tener en cuenta.

Por entonces yo tenía 32 años, la edad perfecta para ser presa fácil de un amplio rango de conquistadores. Y por mi constitución (no llego a 1,60 m), era de suponer que mis tácticas para hacer frente al supuesto peligro debían ser de cualquier tipo menos físicas. Debía agudizar la imaginación. Al principio del viaje todo discurrió sin tensiones: al salir de Buenos Aires rumbo a mi primer destino patagónico me alivié de esquivar la capital, de la que todo el mundo me hablaba como si del infierno de dante se tratara. Inseguridad y más inseguridad. Había comprado un billete de bus a Puerto Madryn en una butaca cómoda (en la taquilla lo pedí suprimiendo las zetas y las cés, en un intento ridículo de camuflar mi acento hispano-europeo) así que respiré contenta con la perspectiva de conocer un nuevo lugar lleno de especies inofensivas. Pingüinos y elefantes marinos.

Mil cuatrocientos kilómetros más tarde llegaba por fin. Estaba algo preocupada porque recordaba por otros viajes (Cuba o Senegal) lo que significaba llegar a una estación de autobuses. Decenas de personas llamando tu atención con insistencia. ¿Habitación? ¿Taxi? ¿Excursión? Pero conseguí llegar sin problemas hasta el albergue que marcaba mi guía, después de sonreír amable unas cuantas veces (“no, grasias”). Creo que no fui consciente del todo, pero ese hostel fue importante porque me sirvió de baremo. A partir de allí pude entender que la Patagonia era un destino caro que atraía sobre todo a visitantes extranjeros, que las infraestructuras estaban muy bien preparadas y que el coco era mucho más pequeño de lo que creíamos en la otra parte del mundo. Por eso seguramente fui ganando confianza. ¿Y si sigo en autostop?

Lo primero es anular el pensamiento negativo. El camino que está tomando no es un desvío. El mate que me está ofreciendo no tiene droga. Los ojos están bien abiertos para descifrar si ese hombre puede ser tu padre o un violador en serie. Y son esos cinco minutos donde entendí que debía poner los límites. O al menos intentarlo.

—Si me sigues mirando así, abro la puerta y me tiro— le dije a un conductor chileno que me llevaba de El Bolsón a Los Alerces. No paraba de mirar mis pechos. Mientras se lo decía yo estaba muy seria y hablaba lenta. Él pareció sorprenderse ante el mensaje tan directo. Y eso ayudó a quebrar la tensión.

—¿Listo? —le dije. —¿Podemos seguir?

Yo fingía estar muy segura de mí misma, pero de forma sutil recurría a miles de argumentos que desanimaran a mi Jack El Destripador. Que me estaban esperando en destino, que era periodista y estaba haciendo un trabajo para una revista (no era cierto) o, de algún modo, resaltaba mi procedencia europea. Quería creer que España era vista no solo con fascinación sino también con cierto temor. Ya sé: tonterías. En otra ocasión un camionero me contaba chistes y para celebrar las gracias me daba toquecitos en el brazo, como de complicidad. “No me toques. No quiero que me toques”, le dije como un cuchillo antes de que la sangre llegara al río. En los dos meses de viaje sentí que todos los hombres querían seducirme, ya fuese en la barra de un bar o sola con el otro en medio de una llanura infinita. Pero salvo contadísimas ocasiones, me sentí siempre muy segura. Descubrí los clásicos (me conocí más, fui feliz sin depender de nadie, y caminé entera con mi propio paso), pero, sobre todo, perdí el miedo a explorar el mundo de la única forma que hoy veo posible: tal y como me lo piden las entrañas.

Ana Claudia Rodríguez, 38 años, es periodista. 

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