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Relatos de viajeras solitarias: El día que jugué a la rupia con una niña (IV)

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Relatos de viajeras solitarias: El día que jugué a la rupia con una niña (IV)

‘La Marea’ publica en su dossier ‘A mi bola’ las experiencias de varias mujeres que han viajado solas. Con las miradas de los hombres encima, pero tranquila: así fue la llegada de Caridad Riol a Varanasi, en la India.

Caridad Riol
14 agosto 2016 Una lectura de 4 minutos
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Este relato está incluido en el dossier ‘A mi bola’, de #LaMarea40

El viaje fue duro. Con el movimiento del tren fue imposible dormir del tirón. De vez en cuando podía concentrarme en descansar sin que las voces de las familias y las miradas intrusivas de los hombres me enturbiaran. Cuando conseguí cerrar los ojos, el grito de un revisor anunciando que había llegado a Benarés me despertó. Me puse las botas y recogí mi saco de dormir. Al bajar de la litera me choqué con dos niños pequeños que recogían las botellas de plástico vacías, iban descalzos y con la ropa rasgada. En mi afán por ayudarles casi pierdo la parada. La estación de Benarés era menos caótica que la de Nueva Delhi; aun así, en la salida, tuve que lidiar con decenas de conductores de rickshaws; 200 rupias, 150, 100… y con la ayuda de unas chicas indias conseguí fijar un precio razonable y sentirme más segura.

Varanasi, como aquí lo llaman, es la tercera ciudad más antigua del mundo. Se calcula que tiene unos 4.000 años de existencia. Los hinduistas la consideran una de las principales ciudades de peregrinación y dicen que todo aquel que muera aquí, queda liberado de todo ciclo de reencarnación. Tras llegar a mi destino, me adentré en las estrechas calles del zoco, donde los vendedores esperan a los viajeros, las vacas deambulan entre las personas, los peregrinos llevan flores a los templos y los moribundos caminan hasta el final de las calles, para acudir al río Ganges. Mi mochila pesaba bastante y estaba cansada del viaje, así que decidí que lo primero que tenía que hacer era descargar mi equipaje y lavarme la cara.

Los indios, de vez en cuando te preguntaban: de dónde eras, qué hacías aquí, a veces, te seguían… Serpenteando las calles, con la ayuda de un mapa, llegué a un pequeño hostal con un patio interior. Mientras esperaba a que me dieran mi habitación, me senté en una de las mesas del patio y dejé que el sol me diera de lleno en la cara. Los cánticos en honor al dios Shiva se escuchaban por toda la ciudad. Dejé mis cosas y caminé cuesta abajo. Llegué a una calle principal abarrotada de movimiento, todo el mundo iba con prisa, como si llegaran tarde a algún sitio. Paré a comprar algo de fruta y una botella de agua, pero la numerosa mezcla de puestos andantes, personas, animales, coches y motos hacían imposible mantenerse quieto. Unos pasos más adelante se encontraba el Ganges. Para los hindúes, este río personifica a Ganga, diosa de la purificación. El mito dice que en un inicio fluía sólo del cielo. A pesar de estar muy contaminada, es el agua más sagrada del mundo, capaz de limpiar los pecados del alma de los devotos.

El río está dividido en gaths, que significa conjunto de escaleras. Benarés se compone de unos 100 y todos conducen al Ganges. En la orilla multitud de familias se lavan, las madres enjabonan a sus hijos, muchos me miraban y me animaban a que me bañara con ellos. Contraté a un barquero que me llevara por el río y antes de subirme me preguntó por la posibilidad de que sus dos hijas de 8 y 11 años subieran, ya que no tenía con quién dejarlas. Me pareció buena idea tener compañía femenina. La niña más pequeña llevaba en brazos un perrito. Su hermana mayor no dejaba de mirar los anillos que llevaba puesto en mis manos. Durante el paseo me llamó la atención la mezcla de los coloridos edificios y la neblina del humo que provenía de la quema de los muertos del día anterior. El hombre me contó que quemaban 32.000 cuerpos al día.

En mitad del paseo una de las niñas se sentó a mi lado y me enseñó una rupia. Me dejó que la cogiera para que observara su tesoro. Para entretenernos, escondí en una de mis manos la moneda y ella tenía que adivinar dónde se encontraba. Cada vez que acertaba, la pequeña se reía, así que estuvimos jugando un buen rato. Una de la veces, la moneda se me resbaló al río y desapareció entre el agua. Por miedo a que llorara, cogí mi bolso a toda velocidad para sacar otra pero me detuvo y me enseñó el tapón de una botella.

Me insinuó que con esto podíamos continuar el juego, que era lo que importaba, jugar. El paseo había terminado, el sol se estaba poniendo, pagué al barquero, me despedí de las niñas y volví a mi hostal a descansar. Dicen que el viajero puede abandonar Benarés, pero que Benarés nunca abandona al viajero. Y así fue.

Caridad Riol, 27 años, es guionista y fotógrafa.

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