Tal y como vimos cuando se produjo la invasión de la Federación de Rusia a Ucrania, con el estallido de la última guerra entre Israel y Palestina el mundo occidental ha vuelto a dejar claro qué se puede opinar sobre los conflictos internacionales. Si en los primeros meses después de febrero de 2022 una oleada de rusofobia recorrió el planeta, ahora asistimos a un nuevo episodio de censura que pretende acallar las voces que están denunciando los crímenes de guerra del Estado de Israel en la Franja de Gaza.
El hecho de que Rusia agrediera a Ucrania fue utilizado, tanto por Estados Unidos de América (EEUU) como por la Unión Europea (UE), para justificar toda defensa al pueblo ucraniano, incluyendo el envío de armas. Pero también sirvió para amparar acciones que suponían un boicot a la cultura e identidad rusas. Además del proceso de “desrusificación” iniciado por las autoridades ucranianas, en Europa, entre otras cosas, se cancelaron conciertos de música de compositores rusos, en algunas universidades se suspendió la enseñanza de grandes clásicos de la literatura universal como Dostoievski o se suspendieron actuaciones del Ballet Bolshoi. Que algunos de esos compositores hubieran nacido en Ucrania, poco importaba. Tampoco preocupaba culpar a autores nacidos muchas décadas antes del propio Putin de las acciones del Estado ruso en el siglo XXI. Pronto, la caza de brujas se extendió también a artistas, académicos o deportistas rusos contemporáneos. En el delirio colectivo, la Federación Internacional Felina llegó a excluir a los gatos de raza criados en Rusia de los concursos de belleza gatuna y algunos gallardos restauradores hispanos se animaron a retirar la ensaladilla rusa de sus menús.
Lo absurdo de muchas de estas iniciativas, a las que se añadieron no permitir a las selecciones deportivas rusas participar en el Mundial de Fútbol de Catar ni en los Juegos Paralímpicos, o forzar a los tenistas rusos a jugar bajo una bandera pintada de negro en los torneos, no resta importancia a la gravedad e injusticia que supone estigmatizar a todo un conjunto de ciudadanos por el simple hecho de haber nacido en un territorio que ha agredido a otro. Si las guerras dejan escenarios de confrontación que hacen la convivencia entre distintos grupos nacionales todavía más difícil de lo que era antes, azuzar este tipo de reacciones en otros países consigue llevar la polarización política a terceras sociedades, persiguiendo a ciudadanos que puedan respaldar una lectura de los asuntos internacionales distinta a la impuesta por los instrumentos de propaganda bélica occidental. Esto es, precisamente, lo que estamos presenciando en estos primeros días de guerra entre Israel y Palestina.
Lo paradójico e incoherente del relato estadounidense y europeo se demuestra por el mayúsculo contraste entre la respuesta dada a la guerra en Ucrania y a la guerra en Palestina. El pueblo ucraniano, víctima de los ataques rusos, tenía derecho a defenderse. Europa debía ayudarlo por una cuestión de principios, nos decían. Sin embargo, maravillas de la geopolítica, si el pueblo agredido es el palestino, el discurso de la ayuda y los principios brilla por su ausencia. El ataque de Hamás ha permitido que el Estado de Israel, de hecho, pase de verdugo del pueblo palestino a víctima, con carta blanca para seguir perpetrando todo tipo de crímenes de guerra. Israel alega su “derecho a la defensa” por el ataque del 7 de octubre, aunque este derecho implique de facto bombardear, desplazar o castigar sin agua ni electricidad ni comida a la población civil, en lo que ya muchos consideran la crónica de un genocidio anunciado que, para vergüenza de la humanidad, se retransmitirá en directo con el beneplácito o el silencio cobarde de las democracias occidentales.
Propaganda y persecución al disidente
La gravedad de estos crímenes no debería hacernos olvidar que, para que en esas democracias occidentales se pueda avalar el régimen de apartheid israelí y sus prácticas de limpieza étnica contra el pueblo de Gaza, se precisa bombardear también a las sociedades con otra arma letal, por su poder manipulador, la propaganda. Como en la neolengua orwelliana, la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y el genocidio del colonizador es derecho a la defensa. Y todo aquel que ose cuestionar esta verdad, que seguramente estaba escrita en las tablas de Moisés, es sospechoso de terrorismo.
En los últimos días estamos observando el estrechamiento, cuando no la conculcación, de la libertad de expresión en distintos ámbitos sociales y laborales. Un fenómeno que recorre, curiosamente, aquellos países que se precian de haberse fundado en los más altos principios liberales, como son los derechos civiles y políticos que amparan la libertad de expresión y opinión. Sin embargo, para sorpresa de nadie, la libertad de expresión acaba cuando se trata de proferir opiniones que cuestionan la hipocresía de Occidente, sus valores de quita y pon o, directamente, los crímenes que avala con sus acciones u omisiones. Denunciar los crímenes de guerra de Rusia está permitido; denunciar los crímenes de guerra de Israel, lleva al ostracismo general.
Asistimos, de nuevo, a una persecución a toda disidencia del relato oficial. Las falsas e instrumentales acusaciones de antisemitismo tratan de acallar a quienes alzan la voz por Palestina, y se usan incluso contra israelíes no sionistas. Una reacción que se explica, también, ante la culpa de Europa por su connivencia con el Holocausto judío pero que hoy sirve como burdo chantaje para tapar la boca a quienes señalan los crímenes de guerra que Israel lleva realizando décadas en la Franja de Gaza y también en Cisjordania.
Las noticias se suceden: un piloto de Air Canadá es despedido tras ser denunciando en X/Twitter por subir a sus redes sociales mensajes de condena a Israel y de apoyo a Palestina, un histórico dibujante es echado de The Guardian acusado de antisemitismo por una viñeta crítica con Netanyahu, un diputado alemán pide la expulsión del país del futbolista Noussir Mazraoui por defender a Palestina, un profesor de Stanford pierde su trabajo por denunciar el colonialismo del Estado de Israel, mientras la mayoría de las autoridades universitarias de EEUU y Canadá se posicionan del lado del Estado de Israel y amonestan a estudiantes o trabajadores que hacen declaraciones de apoyo al pueblo palestino. El clima de paroxismo ya se ha cobrado una víctima inocente en EEUU, un niño palestino asesinado en Chicago por un vecino que, probablemente, vivía convencido de que todos los palestinos son terroristas que merecen ser masacrados.
Los castigos individuales van de la mano de acciones con un alcance mayor, imprescindibles para equiparar la defensa de Palestina a la defensa del terrorismo y perseguir a las voces disidentes: el silenciamiento a los medios de comunicación que rompen la hegemonía del relato occidental. Por eso, en marzo de 2022, la UE prohibió y bloqueó en territorio europeo la difusión de los medios estatales rusos, RT y Sputnik, argumentando su supuesta manipulación y desinformación, para evitar que las sociedades europeas puedan tener la versión del Gobierno de Rusia en ese conflicto. No es casual tampoco que en estos días Israel haya anunciado que va a expulsar al personal del canal catarí Al Jazeera de su territorio y su Ejército ya haya asesinado a más de 10 periodistas en los pocos días que van de conflicto. El frente mediático es fundamental para ganar la guerra. Controlándolo se evita nuevamente que otros den su versión de la contienda y, sobre todo, que el mundo pueda conocer los crímenes de guerra de los socios de Occidente. Para acabar de dejar claro de qué lado puede y debe estar la ciudadanía europea, en estos días se han prohibido las manifestaciones a favor de Palestina en Francia o Berlín, y el Gobierno de Reino Unido ha anunciado que valora convertir en delito el enarbolar banderas palestinas en las protestas.
Aun a riesgo de ser señalados, nuestra conciencia nos obliga a alzar la voz: esta persecución selectiva, este silenciamiento a las voces disidentes, este vergonzoso doble rasero que denuncia crímenes de guerra sólo en función del Estado que los lleva a cabo, en definitiva, esta complaciente hipocresía del mundo occidental, ¿continuarán incluso ahora? ¿Incluso después de las más de 500 víctimas del hospital Al-Ahli? Me temo que la respuesta es un desolador sí.