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El ruido y la furia

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Opinión

El ruido y la furia

"Quizá puedan combinarse ambas necesidades: la de guardar silencio y la de alzar la voz. La clave probablemente esté en el cuándo y en el porqué [...] Aunque confieso que muchas veces me dan ganas de ponerme a dar gritos", reflexiona el autor.

Foto: Pixabay
José Ovejero
22 febrero 2022 Una lectura de 4 minutos
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El que calla, otorga. El silencio es cómplice. Alzar la voz contra las injusticias. En la esfera política y de la defensa de los derechos hay una larga tradición de contradecir la máxima de que el silencio es oro, que, según una página del Instituto Cervantes, es una «expresión en desuso». En boca cerrada no entran moscas, otro refrán, quizá también en desuso, que me decían de niño, hoy parece un elogio de la prudencia excesiva o de la cobardía. «Me he arrepentido muchas veces de haber hablado; jamás de haber callado», dijo Jenócrates, un discípulo de Platón al que no he leído –he encontrado la cita por ahí–. Y es justo lo contrario de lo que me pasa a mí: me arrepiento mucho más de las veces que he callado.

Conminar al silencio nos parece autoritario, una manera de reprimir reinvindicaciones y denuncias imprescindibles, una herramienta del poder, que nos quiere calladas y callados. Sin embargo, al mismo tiempo, tenemos la sensación de que el ruido nos aturde, desde los titulares de los periódicos, que se renuevan cada pocas horas en su versión digital, hasta el vocerío de las redes, esa competición constante para ver quién grita más fuerte. 

¿Cómo podemos hablar sin pasar a formar parte del ruido? ¿Pudiera ser incluso que nuestra voz no aporte sino enmarañe, convertida en una nota más de la cacofonía que acaba ocultando la realidad? Tuve un jefe cuya manera de acallar a los sindicatos no era escamotearles información, sino inundarlos con ella, también con grandes cantidades de información inútil. Quizá nos hemos dejado seducir para formar parte del exceso de información, del palabrerío contraproducente.

Porque resulta que hablar, añadir continuamente palabras al guirigay, es también una forma de ocultación de lo que importa: nos aturde, difumina, desdibuja, sirve a intereses que no son los nuestros. Asistimos a esa celebración del ruido y la furia todos los días: con el griterío en el Parlamento sobre el voto de un inútil para que dejemos de escuchar –y de pensar– lo que significan los cambios conseguidos con la reforma laboral; nos inunda el vocerío sobre la carne y las macrogranjas de forma que nos cuesta enterarnos bien de lo que propone cada uno –y de los intereses que a menudo se defienden calladamente, en secreto–; asistimos a la bronca histriónica entre dos facciones igualmente corruptas y luego nos sentamos al ordenador o al móvil y amplificamos el ruido en las redes, participando en una trifulca que no nos conviene, también con los defensores de uno y otro bando, como si no fuesen, en realidad, el mismo. Si hay vida inteligente en otra galaxia escuchando nuestras señales, oirán el rasgarse de vestiduras, las vulgaridades de los ejércitos de troles y las respuestas escandalizadas de ciudadanos y ciudadanas. Seguro que les cuesta descodificar el estruendo.

Pero no podemos callarnos frente al auge de la extrema derecha, escucho o leo, por ejemplo. Y es verdad, claro que sí; la pregunta es si lanzar interjecciones y condenas sirve de algo más que para amplificar su importancia. Criticamos a la televisión por dar audiencia a una falangista antisemita pero luego lo hacemos también a fuerza de tuits. Y la prensa participa en esta ceremonia de la confusión, porque si antes tenían que vender periódicos todos los días, y necesitaban un titular atractivo cada mañana, ahora tienen que conseguir clicks cada minuto y para ello necesitan causar sensación, respuestas, escándalo, horror, ruido de cornetas y de sables a cada momento. 

Es difícil escapar a la impresión de que la batalla por la verdad no se está ganando en ninguna de las frecuencias; porque si alguien dice un disparate es más probable que salga en la prensa que si dice algo sensato. Porque la mejor manera de atraer los focos y garantizarte la atención es mostrar un adoquín o una impresora en un parlamento o un gráfico falsificado en la televisión. Y aunque sepamos que es un truco, picamos, y al día siguiente comentamos, criticamos, gastamos el aliento hablando de lo que no importa. Por eso, seguro que lo habéis intuido, me pregunto también si tienen utilidad artículos de opinión como este. Si de verdad sirven para pensar y crear comunidad o solo para reforzar los muros de sonido entre los que nos movemos. 

No tengo respuesta. Por ahora, mi única contribución al silencio necesario es la de huir del gatillo fácil de las redes, reducir mis exabruptos y todas esas frases que en el fondo, salvo alivio para mí, no me aportan gran cosa. Callar cada vez más y también dejar de leer lo que no me enriquece. No participar en debates inútiles. 

Si seguís mis artículos ya habréis notado que tengo días así, de desaliento, porque a menudo me parece que no encontramos el camino, y que los sinvergüenzas que crean las estrategias para conquistar el poder a toda costa –literalmente, caiga quien caiga– son los únicos que saben lo que sucede y por qué, cuándo generar ruido y cómo usar el silencio, y nos utilizan de cómplices involuntarios. 

Quizá puedan combinarse ambas necesidades: la de guardar silencio y la de alzar la voz. La clave probablemente esté en el cuándo y en el porqué. Por eso me parecen fundamentales las investigaciones que se publican en La Marea y en otros medios que trabajan despacio y en profundidad, aunque hacerlo así signifique que su voz se escucha muy bajita en medio de la barahúnda. Por eso busco maneras de canalizar mi descontento y mi rabia que no me lleven a contribuir al barullo. 

Dejo aquí este artículo sin conclusión satisfactoria: me callo por hoy, aunque confieso que muchas veces me dan ganas de ponerme a dar gritos.

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Comentarios
  1. José Ovejero dice:
    22/02/2022 a las 16:00

    Muchas gracias, P. González

    Responder
  2. P. González dice:
    22/02/2022 a las 13:21

    Sabia reflexión, Sr. Ovejero.
    Aunque la línea que separa lo uno de lo otro es muy tenue, creo que usted (y otras gentes) no la traspasa.
    Y sus opiniones, aparte de ampliarnos el campo de observación de los hechos y, a la vez, nos animan a muchos a mirarnos en el espejo de este dificil equilibrio.
    Saludos.

    Responder

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