“Cualquier noche van a venir y nos van a cortar la cabeza a todos. Están ya entre nosotros, en esas chabolas de refugiados. Algunos vienen ocultos entre ellos cuando huyen, otros han nacido aquí. Nos odian porque no tienen nada, porque son pobres y porque saben que no tienen posibilidad de dejar de serlo”. Lo dice mirando por la ventana a las centenares de casuchas que parecen agarrarse con las puntas de los tablones a las colinas enmarcadas en el mar del golfo de Mozambique, donde se libró la batalla de Madagascar, una de las más largas y determinantes de la II Guerra Mundial. María, un pseudónimo para preservar su seguridad, es cristiana, y desde hace meses le cuesta conciliar el sueño por el miedo. Se siente cada vez cercada por el enemigo, pero habla de ellos sin rencor. Entiende sus razones para haber acabado abducidos por el odio. Pero entender no serena cuando lo que está en juego es la propia vida. “Antes de atacar y sitiar Mocimboa da Praia en 2017 avisaron. Y cumplieron. Con Palma llevaban semanas anunciando que terminarían tomándola. Y en Pemba ya han dicho que entrarán en breve. Pero, ¿a dónde vamos a ir?”.
María vivió unos años en Europa, así que habla algo de inglés y trabaja con una ONG atendiendo a las decenas de miles de refugiados que llevan años llegando a pie y en barcaza a Pemba. La inmensa mayoría son musulmanes y huyen de los yihadistas que, desde 2017, son cada vez más fuertes en Cabo Delgado, la región más pobre de Mozambique, uno de los diez países más míseros del mundo. En el momento de nuestro encuentro, en abril, hace apenas un par de semanas de que el grupo yihadista Al Shabab, la filial del Estado Islámico en África Central (ISCA, por sus siglas en inglés) han cometido uno de los ataques terroristas más mortífero de los últimos años en África: más de 2.000 personas asesinadas según los datos más comedidos, los de ACNUR, la Agencia de la ONU para los refugiados.
El 24 de marzo, centenares de hombres con el rostro cubierto tomaban la ciudad de Palma, de unos 75.000 habitantes, y, durante días, dejaron sus calles regadas de cadáveres decapitados, casas quemadas y comercios y bancos saqueados. El Ejército mozambiqueño, con el apoyo logístico de varios países, tardó casi dos semanas en recuperar su control, un periodo en el que las Naciones Unidas estima que unas 50.000 personas se vieron forzadas a huir: muchas tuvieron que pasar días escondidas en la selva, sin comida ni agua apenas, mientras otras decenas de miles conseguían subirse a barcazas de pesca y emprender una peligrosa travesía. Las imágenes televisivas de los huidos desembarcando en las playas de Pemba, a 350 kilómetros al sur, abrieron la sección de Internacional de los informativos de todo el mundo.
El Estado Islámico se ha convertido en la representación icónica del mal en el siglo XXI y aunque el yihadismo lleva años expandiéndose y actuando en la región africana del Sahel, solo conseguía atraer la atención mediática puntualmente, cuando atacaban hoteles donde se hospedaban extranjeros blancos o cuando la suma de las víctimas alcanzaban las tres cifras. El caso más emblemático fue cuando Boko Haram secuestró a casi 300 niñas en 2014 para convertirlas en esclavas sexuales. De eso hace siete años.
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