El 27 de mayo se estrenaba el esperadísimo regreso de la mítica serie Friends, un único capítulo en el que los protagonistas originales se reencontraban 17 años después, para el deleite de los millones de fans nostálgicos que ansiaban ver de nuevo reunidos a los famosos seis amigos neoyorquinos.
Durante las semanas previas al estreno, varias imágenes y trailers se fueron filtrando poco a poco, y las redes sociales se llenaron de comentarios sobre el aspecto de sus protagonistas. Su figura, su peso, su pelo, las cirugías a las que se habían sometido, su ropa… Todo fue objeto de análisis, encuadrando así este nuevo capítulo en el subgénero cinematográfico conocido como «a ver cómo están», en el que lo importante no es la obra fílmica en sí, sino comprobar que sus protagonistas han envejecido y decir: «¡Mira qué viejo/a está!» o, por contra, «¡Está igual!».
Pero este subgénero, en el que el envejecimiento es sometido a juicio, no es algo nuevo, sino que es frecuentemente utilizado por las productoras, que ven en él una oportunidad por su escaso coste, su baja exigencia artística y su alta rentabilidad. Sin ir más lejos, Netflix ha anunciado hace unos días que prepara una película con Lindsay Lohan, cuyo argumento gira en torno a una rica heredera que sufre un accidente de esquí que le provoca amnesia. La trama, bastante manida, es un simple pretexto para poner de nuevo en pantalla a Lohan, juguete roto de Hollywood, exniña Disney cuya meteórica carrera, que la encumbró en la adolescencia, se convirtió en poco tiempo en una pesadilla.
La sobreexposición de una menor, la mala gestión de una fama prematura, los conflictos familiares, los excesos con las drogas alcohol y las numerosas intervenciones estéticas hicieron mella en la actriz, tanto a nivel físico como psicológico, condenándola al ostracismo. Tras varios años fuera de la primera línea cinematográfica, se da el caldo de cultivo perfecto para que los espectadores se asomen a esta nueva propuesta de Netflix con la simple intención de evaluar el aspecto de su protagonista, juicio en el que solo caben dos veredictos: «Pues no está tan mal» o «Pobre chica, cómo está…», sin importar la calidad cinematográfica del producto, asumida de antemano como mala.
Esto ocurre con frecuencia en las películas de sobremesa que Antena 3 o La Sexta emiten los fines de semana, films convertidos en una suerte de cementerios de elefantes en los que antiguas estrellas de series míticas de los 90 encuentran una segunda vida actoral. De esta forma, entre siesta y siesta, reconocer al actor o la actriz de turno se convierte en un aliciente: «¿Ese no es el que hacía de Steve Urkel?», «¿Esa no salía en Sensación de vivir?», «¿Pero esa no era una de los Vigilantes de la playa? Qué vieja está, por dios».
Así, el subgénero cinematográfico «a ver cómo están» se convierte en algo interactivo, en el que los espectadores evaluamos sin piedad, a modo de jurado de talent show, la vejez de sus protagonistas, como si los actores y, sobre todo, las actrices no tuviesen el mismo derecho que el resto de la gente a cumplir años.
Si el grado de envejecimiento es alto, nos ensañamos, principalmente con las mujeres, como si ello nos restase años a nosotros, con la triste alegría que, de alguna forma, nos proporciona ver que ellos también son humanos, un confort provocado por el deterioro ajeno. En cambio, si su grado de conservación es óptimo, lo mencionamos como un tremendo logro, como si no fuese una cuestión genética o de capacidad adquisitiva, sino un mérito personal que esa actriz o actor alcanzaron por ser seres excepcionales. Esto es, la meritocracia de la conservación.