El Gobierno de Nueva Zelanda, presidido por Jacinda Ardern, ha decidido llevar la contraria a 40 años de consenso económico mundial: pagarán más quienes más tienen, pagarán más quienes tienen dinero de sobra. En resumen, subirá los impuestos a los ricos. La noticia (que, por infrecuente, podría ser calificada de inaudita) saltó ayer, cuando la primera ministra neozelandesa anunció un paquete de medidas destinado a relanzar la economía tras los daños producidos por la COVID-19. Y no se quedó ahí: decidida a actuar contra la desigualdad, subirá también el sueldo mínimo.
Esta última medida es más limitada. Los sueldos apenas se incrementarán en unos pocos céntimos a la hora, pero es síntoma de un cambio de rumbo. El salario por hora, hasta ayer, era de 18,90 dólares neozelandeses (11,27 euros) y pasa a 20 dólares (11,92 euros). Aunque escaso, este aumento responde en parte a una vieja petición de los sindicatos. La medida afectará a 175.000 trabajadores y trabajadoras del país (que tiene unos 5 millones de habitantes), los más vulnerables a causa de la crisis pandémica. Nueva Zelanda, en cualquier caso, ha sido uno de los países que mejor han controlado la expansión de la COVID-19: hasta la fecha cuenta solo con 28 víctimas mortales.
En el otro extremo de la escala social, el porcentaje de población que sufrirá un aumento de la presión fiscal es del 2%. Corresponde a los neozelandeses que ganen más de 180.000 dólares al año (al cambio, unos 107.000 euros). La tasa para estas personas se situará en el 39%. El gobierno de Ardern prevé aumentar en 550 millones las arcas públicas gracias a esta medida. «Y hay muchas más cosas que hacer», añadió Ardern. Entre ellas, «construir más casas, mejorar nuestro sistema público de salud, e invertir en educación, formación y oportunidades de trabajo».
Aunque la percepción de Nueva Zelanda, desde fuera, sea el de un apacible paraíso verde lleno de ovejitas en el que prácticamente no existe el paro, lo cierto es que tiene importantes bolsas de pobreza y exclusión, especialmente entre su población autóctona (un drama que comparte con sus vecinos australianos). La desigualdad, históricamente, ha ido de la mano de la división entre kiwis (colonizadores blancos) y maoríes (indígenas).
El país, y particularmente su capital, Auckland, vive una profunda crisis de vivienda provocada por la especulación. Los peor parados son los miembros de las minorías racializadas. En 2013, el 28,2% de los maoríes eran propietarios de sus casas frente al 56,8% de los ciudadanos de origen europeo. Auckland es uno de los lugares donde es más caro comprar una vivienda: el precio supera en 11 veces el salario medio. Según informaba la web Stuff, el número de personas que solicitan una vivienda pública crece mes tras mes. En la actualidad hay más de 22.800 familias inscritas y esperando su concesión. Ardern, tras ser reelegida como primer ministra el pasado octubre, ha reiterado su compromiso de afrontar estos retos sociales.
Críticas esperadas
A juzgar por la trayectoria de Ardern al frente del Gobierno neozelandés, es de esperar que estas medidas económicas le acarreen una buena cantidad de críticas por parte de los «defensores de la libertad». El año pasado, sin ir más lejos, se publicó en las redes sociales un vídeo trucado en el que se daba a entender que la líder del Partido Laborista encerraría en «campos» a quienes se negasen a hacerse una PCR. El vídeo manipulado se hizo viral gracias a la inestimable colaboración de Fox News en su difusión.
Sin llegar a ese nivel de inmoralidad, aunque tampoco demasiado lejos, la oposición neozelandesa ha avisado de la ruina a la que se enfrenta el país por la subida de 65 céntimos de euro en el salario mínimo por hora. Más o menos unos 104 euros al mes. Scott Simpson, portavoz del conservador Partido Nacional, llegó a hablar de «vandalismo económico».