Invitación al llanto. Esto es un llanto,
ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
PEDRO SALINAS
A veces, reivindico mi derecho a llorar por encima de todas las cosas. Porque es invierno, ha nevado y nadie ha limpiado unas calles cuya superficie resbaladiza me impide salir a pasear; porque mi familia está ausente, hace meses que no los veo y, entre ellos, tampoco se ven al vivir en diferentes comunidades autónomas; por una pandemia que se eterniza o por un pájaro que se ha caído del nido; por los plásticos que surcan los mares. Sobran razones –grandes y pequeñas– que den lugar al desembocar de las lágrimas sobre la piel del rostro; ya sean las circunstancias históricas, o esa biografía que, sobre las anteriores, se topa con problemas más o menos resolubles, ejercitar el poder que los ojos detentan en su abertura a la vulnerabilidad debería ser un ritual consagrado y respetado por todos.
Sin embargo, el estigma perdura en una sociedad donde es cada vez más difícil expresar sentimientos en principio disruptivos de la urdimbre económica y sus bien lubricados motores. No se llora, como tampoco las normas del decoro permiten transformar esa energía en rabia contra las injusticias; la queja social está mal vista y predominan en el universo virtual la sonrisa de Instagram y el muro falaz donde convertirnos en postales edulcoradas.
En Estados Unidos, país líder en psicología positiva, nos bombardean constantemente con publicidad sobre aplicaciones que monitorizan la felicidad y la promueven como receta autocumplida en que transmutar nuestras frustraciones: así dejaremos de ser tóxicos –la vida como el vertido de un petrolero–, nos presentaremos más colaborativos y afables, menos inquisitivos, más palurdos ante la mirada ajena que también está sufriendo. Prueba del paso adelante hacia esa quimera que multiplica la insatisfacción en cuestionamientos imposibles –¿por qué estoy tan triste? ¿seré incapaz de gozar de una vida plena? – ayer me llegó un correo invitándome a participar en un taller de resiliencia.
Se trataba de un recordatorio. Nos habían estado ya atosigando con cursos parecidos y este, al menos, había circulado otras tres veces sin que yo le hubiera prestado demasiada atención. La última vino con signo de exclamación y mayúsculas intrusivas, subrayados y colores chillones que impedían girar la cara como quien oye llover, y una oferta insoslayable que actuaba de gancho: “Aprenderás técnicas para expresar gratitud”, como si no supiese, junto al llanto en que se condensan las pérdidas, nombrar aquello que me salva: mi pareja, los mensajes solidarios de amigos que me escriben desde varias partes del mundo, todo ello reticente a las fórmulas impartidas por los adalides del terraplanismo psicológico –es decir, quienes consideran al ser humano responsable individual de sus propias penas y alegrías. Con una cantidad no desdeñable de desprecio le di a “eliminar”, rechazando de nuevo la imposición de fingir que todo va bien cuando el mundo se cae a pedazos. Eso sí que me hizo feliz y no las directrices conducentes al disfraz perpetuo de quienes están pasando, legítimamente, por un trance durísimo.
No lloro a menudo. Con los años, he desarrollado la capacidad de volcar la ira, las distintas nociones de desigualdad que nos atenazan, el miedo y la incertidumbre en la escritura, que se desempeña como lagrimal seco y racional ante la desgracia. Sin embargo, las pocas veces que lo hago constato cómo el mecanismo natural para el que fuimos dotados cumple una valiosa función. Hay lágrimas que nos protegen del gas mostaza, otras segregadas por el duelo que lo alivian, y otras procedentes del dolor físico que lo atenúan.
Es una lástima que no contemos con un amplio vocabulario que las distinga como hacemos con las nubes –cúmulos, nimbos, estratos– pero, a la luz de un microscopio, la composición química de cada una es diferente según el motivo que las desencadena. Reconocer estos motivos, situarlos en su escala socio-económica, comprenderlos y aprender a ponerles remedio debería llenar los cursillos emitidos por expertos y conformar la conversación que nos agrupe en colectividad en lugar de aislarnos.
Nadie se recupera de una enfermedad por sí mismo; no somos héroes en plena lucha por la supervivencia ni maquinarias infalibles dedicadas a protagonizar estimulantes anuncios de pasta dentífrica; en una época donde nuestros derechos están siendo fuertemente minados, lo último que debería fomentarse es la alegría robotizada de los cuerpos que sufren.
A veces, reivindico mi derecho a llorar o a gritar muy alto, desgañitándome al tiempo que los dos fenómenos se funden e interactúo con lo que nos rodea. Y si alguien se acerca y escucha, llora conmigo y escucho, si en la conjunción de nuestras soledades nace un espejo, entonces sí, el taller se pone en marcha como el cortocircuito que destruye la cadena de montaje, la interroga e invalida, mientras durante el proceso construye el vínculo que nos está faltando.