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‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 27.

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‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 27.

Vigesimoséptima entrega de la serie distópica de Alejandro Gaita 'Las tres revoluciones que viví'.

Uppsala, marzo de 2100. WIKIPEDIA / Licencia CC0
Alejandro Gaita
15 junio 2020 Una lectura de 3 minutos
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Voy a anotar lo que estoy pensando, porque ya volvió Rosario, luego lo quiero comentar con elle, y no quiero que se me olviden los detalles.

No entiendo a las nórdicas ni a su inclusivismo forzado. Se les nota que, sabiéndoles mal, me desprecian por ser del Sur, por ser morena, bajita, con la piel estropeadísima del sol y el cuerpo envejecido por la pobreza. Me he de recitar cada día aquel poema de Bety Cariño que aprendí en NTec hace cuarenta años «Aquí no más vergüenza por la piel…». Pero a la vez les parezco un icono del feminismo y la autosuperación, y me quieren subir a un pedestal para fortalecer su revolución anarcafeminista.

Me estuvieron explicando, muy emocionadas, la historia antigua de su movimiento. Desde Anna Margareta von Bragner y Hedvig Charlotta Nordenflycht en el siglo XVIII hasta el Día Sin Mujeres, el 24 octubre 1975 en la vecina Islandia. Planean aprovechar el 125 aniversario del Día Sin Mujeres para arrancar algo más ambicioso, me contaron. Una revolución dentro de la revolución. Ellas piensan que no tiene nada que ver, pero yo veo que es lo mismo que lo que salió de aquella interasamblea en Chiapas hace 40 años, cuando decidieron hacer una sociedad sostenible de verdad, cerrar todos los ciclos salvo el de las energías renovables. Supongo que todas las revoluciones son parecidas pero todas son únicas.

Como curiosidad, me mencionaron los episodios de pastelazos a Göran Hägglund y a Jimmie Åkesson, a principios de los 2000, y otros que hubo por esa época a otros políticos suecos, que según ellas conectan muy bien el momento de mi vida el que según ellas me radicalicé y en cambio a mí no me parece que tenga nada que ver. Lo mío no fue una protesta simbólica por el fascismo ni una lucha por mis derechos políticos, sino una operación mediática para ayudar a sacar del tablero a una persona peligrosa para el futuro del planeta, que es como decir para mi propio futuro. Una acción individualista, que era como yo me sentía por aquel entonces.

Y me reivindicaron largamente la figura de Annemarie Götze, también relacionándola con mis vivencias. Yo creo que la historia de Götzese parece más a la de Rosario, pero ellas de Rosario no quieren saber nada, al menos no para esta revolución. Parece que hace ya doscientos años Annemarie llegó con 10 años a Barcelona, donde estudió en un colegio alemán y vivió la tensión anarquista-comunista de la época. Está claro que no era ni una niña normal ni un tiempo normal, porque algo después fue la coordinadora de los Deutsche Anarchosyndicalisten im Ausland. Participó de la victoria de la CNT, y de la colaboración con otras tradiciones revolucionarias. Repetía la frase «para ganar una revolución, la gente ha de poder comer pan al día siguiente», que también tienen en cuenta mis compañeras para el cambio social que están preparado. Me han enseñado una fotografía de Annemarie con su mamá y con Emma Goldman, me han explicado que asistió al funeral de Durruti. Me han contado los episodios horribles de las checas de Barcelona, y la persecución que sufrió Annemarie como anarquista por parte de los comunistas alemanes. Su relación con Mujeres Libres, sus idas y vueltas en París, en Suecia, los grupos anarquistas de distintas nacionalidades en los que participó. 

Me cuentan mucho, pero me escuchan poco. Si les platico del xWaychinel Lum-K’inal nunca lo ven como lecciones de filosofía, sino como antropología, como curiosidad.

Yo no soy Annemarie Götze, y menos para la gente de aquí. Annemarie era alemana, primero, y sueca, después, mientras que yo soy una chicana. Ella era extranjera, yo soy una inmigrante. No sé si no se dan cuenta de cómo nos afecta o si hacen como que no se dan cuenta, pero así es como nos ven aquí. Y no es el abierto menosprecio de la cultura fascista que vi en España, donde a los niños en la escuela les enseñaban el sistema de razas y cómo los españoles eran una raza de conquistadores y hombres de letras mientras que las indias, como las moras y las negras, no valen más que para trabajar. Pero, igual que el patriarcado, el racismo hunde sus raices en la historia de esta cultura, y no creo que dejen nunca de verme como una excepción llamativa.

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