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El entusiasmo

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Análisis

El entusiasmo

"Nacemos conscientes de las pocas certezas que hay. Solo que preferimos rebelarnos contra ellas por el gusto de creernos a salvo de lo predecible", escribe la autora de este relato.

“El caminante nocturno”, (1923-24), autorretrato de Munch en sus últimos años de vida. (Edvard Munch/The Munch Museum, Oslo)
Patricia Simón
26 enero 2020 Una lectura de 5 minutos
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Ya habían muerto todos. Eran pocos: un padre, una madre, un tío al que apenas vio en los últimos años, algunos pocos amigos. Nunca hubo hijos, seguía sin echarlos de menos. En las semanas siguientes del entierro de su padre pensaba que una vez pasado el duelo, todo volvería a su cauce. Se sentía bien yendo ligero de equipaje, siempre le había parecido una ventaja. Pero ahora que se suponía que era más libre que nunca se preguntaba en qué momento había perdido también el entusiasmo. Mantenía sus rutinas, por disciplina, por higiene mental. Sin embargo, cuando acudía a un concierto, al cine o a conferencias ya no atendía a lo que ocurría en el escenario, a la película ni al conferenciante, sino al público. Miraba a esas personas con actitud de esponja y se preguntaba qué esperaban encontrar en esas notas, en esa historia, en ese conocimiento, qué iba a cambiar en sus vidas saber qué ocurrió, por ejemplo, en la Guerra Civil Española que no supieran ya, que no llevase pasando toda la historia de la humanidad. Los observaba y no podía evitar percibir el sabor del cinismo: él era como el resto, pero al menos se sabía a salvo de la ilusión de creer que estaba ahí para sentir o aprender: estaban ahí buscando otras vidas, en las que ellos fueran protagonistas, de la canción, de la conferencia, incluso del patético éxodo. Pero él ya ni siquiera aspiraba a imaginarse como protagonista de nada: en un momento determinado de su vida lo había sido. Había escrito sobre vivencias lejanas y cercanas, había sido entrevistado por jóvenes y mayores que lo miraban con admiración, había visto en directo lo que otros solo leen en los clásicos, él mismo había sido la mejor y la peor versión del ser humano, había sostenido públicamente que era devoto de la Ilustración, que la espiritualidad estaba en la fe en la razón, había sabido refugiarse en la belleza del arte y de los cuerpos cuando la desidia y la abulia le acechaban, y se había sentido a salvo de sí mismo, de las trampas que le tendía en forma de preguntas su mente, de desistir y aceptar que sí, que a lo mejor, algún día querría morirse, al contrario de como había defendido siempre. 

Desde hacía un tiempo había perdido el interés por las noticias, que antes engullía bulímicamente. Ya no quería ser vanguardia. Ni retaguardia. Todo le sonaba tan conocido como lejano. El antes cazador de conversaciones ajenas, de las que tomaba notas mentales para luego dar forma a sus cuentos y relatos breves, había perdido la curiosidad. Una noche, hace muchos años, cuando él aún se disfraza de rey de la noche, una camarera de larga melena blanca le había dicho: “Empiezas a aceptar que hay que morirse cuando dejas de intentar entender lo que ocurre a tu alrededor”. Podía ser algo gañán, pero no tonto. Le dio la razón asintiendo con la cabeza: nacemos conscientes de las pocas certezas que hay. Solo que preferimos rebelarnos contra ellas por el gusto de creernos a salvo de lo predecible. 

La noria de excitación emocional e intelectual en la que había vivido gran parte de su vida se había ido ralentizando poco a poco. Algunos considerarían que era un síntoma de maduración. Él sabía que era la transición natural para que la partida fuese menos dolorosa. Pero no lo era, todo lo contrario: cuando aún se le erizaba la piel escuchando alguna composición, leyendo un poema o el pasaje de una novela recordaba lo que significaba sentirse vivo, y le frustraba no ser capaz de identificar el momento exacto en el que perdió la pulsión, el ímpetu, el arrebato. 

“El caminante nocturno”, (1923-24), autorretrato de Munch en sus últimos años de vida. (Edvard Munch/The Munch Museum, Oslo)

Un día, al pasar junto a la librería de su salón leyó el título de un viejo libro: Yo también sobreviví, de Eva Moria, una escritora con la que había compartido conferencias y un intermitente romance. “Estoy en un momento en que solo quiero leer cosas bellas”, le había dicho ella, hace muchos años, por teléfono un día en el que ambos compartieron por primera vez el abatimiento que empezaba a provocarles el mirar sólo al lado oscuro de la humanidad. Eran tiempos de crispación, de polarización, de dictadura de unos algoritmos que retroalimentaban las redes sociales con los intereses y opiniones de sus usuarios. Era como vivir en un perpetuo Armageddon. Objetivamente, nunca había habido tasas de mortalidad infantil tan bajas, de alfabetización más altas, más regímenes mínimamente democráticos, mayor acceso a vacunas y antibióticos… Obvio que quedaba mucho por hacer, que la reducción de la pobreza se había estancado, que todo el planeta vivía un retroceso ideológico hacia ideas involucionistas…. Y aún así, la sensación de abatimiento y de impotencia no se correspondía con la de su memoria reciente: hubo tiempos peores en los que se creía en que vendrían tiempos mejores. El fin de la Historia se había incrustrado debajo de la piel. 

“Solo quiero leer cosas bellas”, le había dicho Eva, y ahora creía verla tanteando entre los libros de su estantería como quien bracea entre el oleaje hasta asirse a un flotador de rescate. Se preguntaba si finalmente ella se habría salvado, si le habría ayudado a salvarse tener un hijo o le habría bastado con dejarse acunar de vez en cuando por el lado luminoso. Se preguntaba si él se habría sido capaz de salvarse, si no se había dejado seducir por la épica de una supuesta entrega, si en realidad no era este estado de frágil vacuidad al que llevaba aspirando toda su vida. Se preguntaba cuándo desistió también de buscar el estímulo en la noche, en las sobremesas, en la caza en los bares. Se pregunta si no es, al fin y al cabo, la vejez la encarnación misma del fin de la Historia, esa desconexión paulatina en la que los cada vez más escasos centelleos de relámpago terminan por alumbrar más las ausencias que las escasas compañías, las dudas que las certezas, para terminar de admitir de una vez por todas que nuestro tiempo para el entusiasmo se ha acabado. Que el tedio le estaba matando.

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