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El autoritarismo trumpista apuesta de lleno por la censura (y la élite empresarial le echa una mano)

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Internacional

El autoritarismo trumpista apuesta de lleno por la censura (y la élite empresarial le echa una mano)

"Saltan a la vista los paralelos con las campañas anticomunistas de los años 50, desde la instrumentalización del FBI hasta los interrogatorios públicos y los despidos por motivos políticos", analiza Sebastiaan Faber.

El vicepresidente Vance y el subjefe de gabinete de la Casa Blanca, Stephen Miller, en los monitores de la sala de prensa como presentadores invitados del 'podcast' de Charlie Kirk. REUTERS
Sebastiaan Faber
20 septiembre 2025 Una lectura de 9 minutos
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El vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, es bastante más elocuente que su jefe, Donald Trump. Pero comparte un problema con él: no sabe disimular. El pasado lunes, cuando Vance finalizaba el podcast de Charlie Kirk –que el vicepresidente decidió presentar personalmente, desde su despacho en la Casa Blanca, para rendir homenaje al influencer ultraderechista asesinado cuatro días antes– fue incapaz de ocultar cuánto placer le producía denunciar a los medios que, en su opinión, habían sido injustos con su gran amigo Charlie. 

En su intervención, Vance puso en la diana a The Nation, una revista progresista de largo abolengo que, el día después del asesinato, había sacado una pieza de la periodista Elizabeth Spiers que recordaba las muchísimas afirmaciones racistas, homófobas, tránsfobas y chovinistas que había hecho Kirk a lo largo de los años, aprovechando una presencia pública ampliamente financiada por millonarios de derechas. (“El legado de Charlie Kirk no merece ningún duelo”, rezaba el titular.) 

Para Vance, esto suponía una irrespetuosidad inaceptable que, además, demostraba la existencia de una oscura y poderosa red de fundaciones que fomentan el mismo extremismo izquierdista que, dijo, era responsable de la muerte de Kirk: “Tenemos que hablar”, dijo Vance, “de este movimiento increíblemente destructivo de extremismo izquierdista que ha crecido estos últimos años y que, creo, ha sido parte de la razón por la que Charlie fue matado por la bala de un asesino”. (El día después, Vance salió en Fox para sugerir, siempre sin prueba alguna, que esas mismas redes incluso habían financiado el asesinato de Kirk.)

Lo que despertó la cólera de Vance contra The Nation fue un pasaje en particular en que Spiers citaba a Kirk diciendo: “Las mujeres negras no tienen el poder de procesamiento cerebral como para ser tomadas en serio. Tienen que robarle una plaza a una persona blanca”. Vance se indignó porque, dijo, la periodista (operando de forma “desalmada y malvada”) había citado mal a Kirk. Este había argumentado que mujeres como Michele Obama o Ketanji Brown Jackson, la única jueza negra en la Corte Suprema, al defender las políticas de discriminación positiva diseñadas para superar un racismo institucional persistente, en realidad admitían que no eran tan inteligentes como una persona blanca. Kirk, para Vance, no era racista porque no había hablado en términos generales de personas negras como grupo, sino que había atacado a un puñado de mujeres negras en concreto. 

Aunque The Nation no tardó en corregir la cita, el episodio solo sirvió para reforzar el argumento de Spiers. No solo porque en el texto corregido Kirk sale igual de racista y malintencionado, sino porque la repentina quisquillosidad de Vance –que quiso convertirse en defensor de la deontología periodística– dejaba su mala fe al descubierto.

El problema no solo era que las ristras de acusaciones que soltaban Vance y sus invitados entre sus empalagosas elegías a Kirk —el podcast duró más de dos horas— estaban plagadas de mentiras y rompían con todo decoro. Un problema mayor era que, al dejar que su duelo e indignación se convirtieran en un deseo de prohibición y castigo, formulaban amenazas que eran directamente anticonstitucionales. A fin de cuentas, la Primera Enmienda de la Constitución le prohíbe al gobierno “limitar la libertad de expresión”, y la jurisprudencia de la Corte Suprema deja claro que incluso las expresiones de odio están plenamente protegidas.

Un guion preparado desde hacía tiempo

Pero la hipocresía de Vance y compañía iba más lejos. Nadie dudó que lo que presentaban como una reacción al asesinato de Kirk era un guion que tenían preparado desde hace tiempo. El asesinato les proporcionó la excusa perfecta para acelerar sus planes. “Vamos a por la red de ONG que fomenta, facilita y practica la violencia”, dijo Vance.

Stephen Miller, un senior policy advisor que disimula aún peor que Vance, se deleitó en jurar venganza. “Es un vasto movimiento terrorista doméstico”, espetó. “Y prometo, con Dios como testigo, que usaremos todos los recursos de los que disponemos en los departamentos de Justicia y Seguridad Patria, y en todo este gobierno, para identificar, intervenir, desmantelar y destruir estas redes para que Estados Unidos vuelva a ser un lugar seguro para el pueblo estadounidense. Esto se hará, y lo haremos en nombre de Charlie”.

Lo más probable es que las amenazas legales de Miller, Vance y Trump tengan poco recorrido legislativo o judicial. La libertad de expresión tiene mucho apoyo en la judicatura norteamericana, en particular entre las y los jueces conservadores. La ley sí prohíbe las incitaciones al terrorismo, pero es muy poco plausible que un tribunal acepte que lo sea una crítica a un personaje público.

Es verdad que Trump anunció el miércoles que designará a “Antifa” como organización terrorista; pero no existe ninguna organización que se llame así. E incluso si existiera, la ley solo permitiría designarla como terrorista si fuera extranjera. Por otra parte, poner la diana en las ONG progresistas –por ejemplo, intentando quitarles su designación fiscal como organizaciones sin afán de lucro– tampoco llevará demasiado lejos porque hay reglas y jurisprudencia que impiden instrumentalizar la agencia tributaria políticamente.

Todo esto lo sabe Vance mejor que nadie; por algo estudió Derecho en Yale. Lo que ocurre es que, en un país tan profundamente capitalista como Estados Unidos, hay formas más eficaces de imponer la censura que por vía legal. El propio Vance lo dejó claro cuando invitó a todos sus oyentes a vigilar a sus conciudadanos y reportar cualquier forma de ofensa a Kirk. “Cuando vean a alguien celebrando el asesinato de Charlie, ¡envíenlos al infierno! Llamen a sus empleadores. […] San Pablo nos dice en Efesios que nos pongamos toda la armadura de Dios. ¡Pues pongámonos todos esa armadura y comprometámonos con la causa por la que Charlie dio su vida, para reconstruir los Estados Unidos de América!”. 

Campañas de denuncia y desprestigio

Los efectos de esta llamada a la lucha han sido inmediatos. Las campañas de denuncia, en línea y en persona, han sido brutales. Más de cien de profesores, funcionarios, abogados, periodistas y otros han sido denunciados por sus comentarios sobre el asesinato de Kirk y muchos han sido despedidos. El colmo, hasta ahora, de este proceso de depuración fue la controvertida “suspensión” del programa late-night de Jimmy Kimmel el miércoles, solo porque el cómico afirmó algo obvio: a saber, que los republicanos hacen todo lo posible por negar que el presunto asesino de Kirk (un joven blanco de una familia conservadora criado en la gun culture del Utah rural) sea “uno de los suyos” y están aprovechando el asesinato para reforzar su demonización de la izquierda. Irónicamente, el histérico acto de censura acabó por darle la razón al cómico. 

El motivo por el cual la cadena ABC, que es propiedad de Disney, decidió obedecer a las exigencias de MAGA y sacrificar a Kimmel, es sencillo: responde a sus intereses comerciales. Nexstar, la compañía que opera cientos de las sucursales locales de ABC, espera fusionarse con otra gran operadora similar, un proceso para el cual necesita la aprobación de una comisión reguladora del gobierno federal (la FCC). Fueron los ejecutivos de Nexstar los que primero decidieron cancelar a Kimmel, después de que el funcionario encargado de la FCC, un fiel trumpista, amenazara públicamente con intervenir.

He aquí el talón de Aquiles de la democracia norteamericana: la mayor parte de su esfera pública está en manos de grandes corporaciones diversificadas con muchos hierros en el fuego, cuyo éxito comercial y planes estratégicos dependen del beneplácito del gobierno. A Trump esto le proporciona un enorme poder de chantaje.

Lo mismo sucede con las grandes universidades, sean públicas o privadas: todas dependen no solo de la financiación del gobierno, sino también de sus regulaciones. Y dado que lo primero que hizo Trump al llegar a la Casa Blanca fue someter las instituciones del Estado y los cuerpos funcionariales –incluso los que se supone que sean independientes– a procesos de depuración en clave de lealtad personal, las empresas e instituciones que dependen de alguna forma del gobierno están plenamente expuestos a este tipo de coacción. 

Y por si la presión regulatoria no bastara, están las campañas de desprestigio y las teorías de la conspiración, fáciles de desatar, pero muy difíciles de controlar, como ha podido comprobar el propio Trump con respeto al caso Epstein. Si algo han asimilado empresas e instituciones durante las últimas décadas –en la que han ganado poder e influencia no solo las redes sociales sino también los equipos legales internos– es la necesidad de subordinar cualquier tipo de consideración moral o cívica al deseo de controlar todo riesgo a corto plazo y hacer lo posible por evitar el daño reputacional. Que esta sea una conducta interpretable como cobardía, con sus correspondientes daños de reputación a largo plazo, no le suele preocupar demasiado a una clase de ejecutivos acostumbrados a saltar de una posición a otra.

Las campañas de acoso a las que incitó el vicepresidente Vance –campañas que se ensañan con organizaciones e individuos– son tanto más insidiosas cuanto se han venido intensificando los sistemas de vigilancia. El caso de Oklahoma es ilustrativo. Días después del asesinato de Kirk, la máxima autoridad educativa del Estado (state superintendent) obligó a todas las escuelas a honrar al ultraderechista el lunes 15 de septiembre con la bandera a media asta y un minuto de silencio.

Dos días después, envió una carta indignada en que constató que no todas las escuelas le habían obedecido: “Durante esta semana hemos recibido, a través de nuestro software Awareity, un total de 224 informes de comentarios difamatorios, 30 informes de no observación del momento de silencio y 3 informes de escuelas que se negaron a colgar la bandera a media asta”.

El software al que se refiere es una aplicación comercial diseñada para evitar tiroteos en las escuelas: invita a cualquier persona a subir informes y alertas anónimos para que los encargados de la seguridad puedan “unir los puntos” (según explica la empresa) e intervenir a tiempo. Los puntos se están uniendo, en efecto: se ve que hay solo un pequeño paso de la alerta al chivatazo. Así, un sistema diseñado para proteger a los alumnos de una muerte violenta se convierte en un sistema para protegerles de ideas progresistas, para obligarles a rendir homenaje a un ultraderechista –y para sancionar o despedir a las y los profesores–. 

Mientras tanto, la izquierda –demonizada como radical, subversiva, extremista y terrorista– acaba excluida de la familia nacional. Al final del podcast, J.D. Vance hizo una llamada a la unidad. Pero agregó un apunte importante: “A la unidad, la unidad real, solo se puede llegar después de escalar la montaña de la Verdad. Y hay verdades difíciles que tenemos que afrontar en este país. […] Las personas izquierdistas tienden mucho más a defender y celebrar la violencia política. […] Y esta violencia no sale de la nada. […] Es una pirámide […] con una base de donantes, activistas, periodistas, influencers y, claro, políticos. […] No hay unidad posible con alguien que miente sobre lo que dijo Charlie Kirk con el fin de excusar su asesinato […], con personas que celebran su asesinato o con la gente que financia estos artículos o les pagan los salarios a estos simpatizantes del terrorismo”.

En la nueva apuesta por la censura del régimen trumpista, saltan a la vista los paralelos con las campañas anticomunistas de los años 50, desde la instrumentalización del FBI (con Kash Patel como el nuevo J. Edgar Hoover) hasta los interrogatorios públicos y los despidos por motivos políticos. “Estamos viviendo el mayor ataque a la libertad de expresión desde la época de McCarthy”, señaló el periodista Jeet Heer.

Pero agregó un matiz importante: esta vez, el ataque de parte del gobierno “cuenta con mucho menos apoyo popular que la segunda Red Scare. Se está llevando a cabo en nombre de una facción minoritaria que está dirigida por el presidente menos popular de la historia moderna”. En otras palabras, “Organizarse contra esto tiene posibilidades de éxito”.

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