La forma elegida para contar una historia es también ideología. Puede escribirse desde el yo, enfatizando la subjetividad y la psicología del protagonista, lo que piensa, lo que sufre. Es lo que hace la novela burguesa desde hace 250 años. Más difícil es escribir desde el nosotros. No hay muchos escritores que elijan esta modalidad, pero en España tenemos ilustres ejemplos en Marta Sanz, Belén Gopegui o Isaac Rosa.
Rosa (Sevilla, 1974) acaba de publicar una novela, Feliz final (editada por Seix Barral), que ha conmocionado ya a miles de lectores y ha encandilado a la crítica. Y está escrita desde el nosotros. Desde el nosotros dos. Porque lo que cuenta es la historia de una separación, la de Ángela y Antonio, y lo hace a dos voces, dejando además que el contexto social (crisis, precariedad, desencanto) se filtre entre las ruinas de ese proyecto de pareja fracasado. “Durante meses, cada vez que alguien me preguntaba en qué estaba trabajando, yo decía medio en broma que estaba escribiendo sobre ‘amar en tiempos revueltos’, como la telenovela”, explica Rosa.
El primer sorprendido de la buena acogida de su libro es el propio autor: “Es la primera vez, después de siete novelas, que lectores y lectoras me han dicho que han llorado con un libro mío. Eso es algo impresionante para un escritor”. Su sombría temática, lejos de espantar a quien se acerca a Feliz final, ha logrado conectar con esa desazón personal, amorosa y profesional tan actual y que tanto cuesta explicar con palabras. ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Cuando Rosa le daba vueltas a la novela y exponía estos interrogantes en una reunión de amigos o incluso en un acto público, aquello se convertía automáticamente “en un coloquio, casi en una terapia sobre el amor y el desamor en el que todo el mundo tenía ganas de contar cosas”.
La potencia y verosimilitud con la que Rosa narra el drama de Ángela y Antonio ha hecho que muchos se pregunten sobre un posible disfraz del autor, emboscado detrás del personaje masculino. “No, no soy yo”, desmiente el novelista. “Por supuesto, hay mucho de mis propias vivencias, pero yo no quería hacer autoficción. No me gusta el tipo de pacto que esa forma de narrar, que hoy es casi un género en sí misma, propone al lector. En la autoficción el autor se desentiende de su propia responsabilidad y de las cosas que narra escudándose en que lo que escribe sucedió así. Se limita a recoger unos hechos, ya sean de su vida, de su familia o de su entorno, y los presenta como reales cuando no dejan de ser una ficción. Hasta lo más autobiográfico, hasta unas memorias, no dejan de ser una reelaboración que tiene mucho de ficción”. Así pues, el autor no niega que el punto de partida fueron su “desconcierto” y su “malestar”, pero le ha dado forma creando una especie de collage con materiales propios y ajenos. “Durante la escritura tuve un montón de interlocutores. A partir de un cuestionario que yo envié a los más cercanos y que luego fue rebotando hasta llegar a gente que yo ni conocía, estos interlocutores fueron compartiendo conmigo vivencias y reflexiones de sus historiales amorosos”. El resultado es una novela durísima pero conmovedora.
Lo que cuenta en ella, al fin y al cabo, es algo bastante común: el fracaso en nuestras expectativas de felicidad. Por eso ha emocionado a tanta gente, porque es algo que está en la calle. “Y en nuestras parejas y en nuestros hogares”, añade. A su juicio, estamos atrapados por una idea ilusoria y mercantilista de la felicidad. “La idea de felicidad no como derecho sino como obligación”, explica. Ese tipo de felicidad que “pasa por la realización personal”.
Autores como Eva Illouz o Edgar Cabanas llevan años reflexionando en sus ensayos sobre eso que ellos llaman “la tiranía de la felicidad”, sobre cómo la industria de la felicidad ha tomado el control de nuestras vidas, sobre la mercantilización de las emociones. Desde la ficción, Rosa habla de las mismas cosas. “La felicidad es una exigencia, una carga que ponemos sobre las expectativas de una relación de pareja. Todo lo que habíamos visto en el cine, en las novelas, en las canciones, toda esa mitología que formaba parte de nuestra educación sentimental, ha pasado a manos de la industria de la felicidad, de la autoyuda, del coaching, de las terapias emocionales de saldo. Al final, todo pasa por convertir la felicidad en un proyecto individualista cuando yo creo que debe ser un proyecto colectivo”.
En Feliz final, Isaac Rosa otorga las mejores frases y el mayor sentido común a su protagonista femenina, Ángela. En cambio Antonio, el hombre, “se ha convertido en lo que quieren que nos convirtamos todos, en un emprendedor. En un emprendedor de su carrera como periodista y como escritor. En un emprendedor que busca ideas geniales para sus artículos o para escribir un best seller. Pero eso termina llevándolo también a su vida y acaba convirtiéndose en un emprendedor emocional, en alguien que está permanentemente gestionando sus recursos emocionales y que se comporta, no sólo en su relación amorosa sino con su familia, como una especie de jefe de recursos humanos”.
El autor subraya, además, el maligno cambio de papeles que se ha producido entre la vida familiar y la vida profesional: “Las empresas quieren hacerse más familiares y utilizan el lenguaje, los valores y los elementos emocionales de la familia. Y con las parejas y las familias ocurre al contrario: se están convirtiendo en empresas que funcionan precisamente con esos criterios de eficiencia, de gestión, de cálculo de beneficios y pérdidas”. En la época del precariado, el tiempo dedicado al trabajo coloniza nuestro espacio familiar. Y Antonio, inadvertidamente, cae en la trampa. Así se lo echa en cara su compañera:
Tus horarios, tus famosos horarios tayloristas que te dibujabas en cuadrículas distribuyendo las tareas en intervalos ajustados al minuto: horas de trabajo, de ocio, aseo, comidas, obligaciones domésticas y familiares, deporte, sueño, todo acotado y programado. Tu fabulosa gestión del tiempo que pretendías extender a toda la familia.
Feliz final es también, en palabras de su autor, “una reflexión de fondo sobre el tiempo. Nuestra relación con el tiempo de vida hoy, más allá de lo amoroso, es conflictiva, y yo quería que el tiempo fuera también un elemento conflictivo en la novela. Vivimos en un presente interminable pero a la vez movedizo, inasible, que se nos escapa de las manos, esa sensación de que el tiempo está fuera de control, nuestro propio tiempo de vida. Que no tenemos pasado y que, por supuesto, tampoco tenemos futuro”. Porque el futuro se ha convertido en otro territorio mítico. “Hemos sido educados en unas expectativas que, de repente, se derrumban. El relato de nuestra vida hablaba de generaciones que siempre iban a vivir mejor que la de sus padres. Siempre íbamos a tener más: más prosperidad, más democracia, más tecnología, más bienestar… Y de pronto el futuro pasa de ser un lugar en el que todo es posible y en el que todo iba a ser crecimiento a ser un lugar oscuro, un lugar a evitar. Eso hace que el futuro pase a ser, de alguna forma, un pasado, es decir, que pasemos a ser una generación nostálgica. Lo que queremos es el pasado, queremos volver atrás, volver al momento anterior a que todo esto se derrumbara y en el que todo parecía posible. Uno de los problemas de esta insatisfacción en la que vivimos, de esta ansiedad, de esta permanente decepción, tiene que ver también con eso, con la nostalgia”. Y la deriva reaccionaria que vive Occidente es el lado más peligroso de esa nostalgia. “Vivimos en un tiempo en el que hemos perdido elementos de seguridad y de certeza en todo. Eso genera una forma de estar en el mundo marcada por la ansiedad, por el miedo, por la decepción y hace que, inevitablemente, busquemos seguridad. Lo que ocurre es que nos equivocamos muchas veces en esa búsqueda y, llevados por ese miedo, acabamos tomando malas decisiones”.
Isaac Rosa maneja el tiempo de su novela de forma singular. En ella, el discurso de los amantes es lineal, pero lo narrado va hacia atrás: desde la inevitable separación hasta el día que se conocieron y nació el amor. “No se trata de un juego ni de un experimento. Eso se acabaría enseguida y daría apenas para un cuento”, explica. Ese rebobinado emocional tiene que ver con una metáfora que recorre todo el libro: el de la excavación arqueológica. “Es como quien levanta una piedra o abre una fosa. Lo primero que encuentra es lo más inmediato. Para llegar al origen tienes que ir levantando capa a capa, como si fueran estratos, y tienes que ir apartando lo que se ha ido acumulando a lo largo de los años, lo que se ha ido amalgamando y que cuesta separar”. Así explican Ángela y Antonio su amor y se explican a sí mismos. Pero explicar el amor es siempre complicado, porque se puede caer fácilmente en lo cursi. “Eso ha sido lo más difícil para mí —admite Rosa—. No tanto el fondo de la historia ni el análisis social o político, ni siquiera la construcción de las voces de los personajes… Lo más difícil estaba en la escritura, en el lenguaje”.
El ritmo utilizado suena a veces a prosa poética, aunque el escritor no es hoy un gran lector de poesía. “Diría que lo he sido más que lo soy. Me gusta mucho la poesía pero no me he sentido nunca capaz de escribirla”. Lo que sí se percibe, sin embargo, es un admirable cuidado formal. Y una ausencia total de sensiblería. “Tenía muy presente eso que explicaba Roland Barthes en ‘Fragmentos de un discurso amoroso’ del embrollo lingüístico que supone poner palabras al sentimiento. Él decía que ante algo así, ante lo excepcional del amor pero también ante lo pequeño que muchas veces es el amor, el lenguaje acaba siendo demasiado y a la vez demasiado poco. Se nos pasa o se nos queda corto. Eso le ocurre a cualquier novelista que quiera escribir de amor pero le ocurre también a cualquier enamorado que quiera nombrar lo que siente. El lenguaje parece unas veces demasiado para tan poca cosa y otras se queda corto para un sentimiento tan inmenso”.