Un momento para respirar
Yo también he amado a un (ex)fascista
La derecha, según escribe José Ovejero en su diario, «desmantela los servicios públicos, genera un daño terrible a la gente y luego crea un chivo expiatorio sobre el que descargar las culpas». El señuelo elegido estos días son los pirómanos.
25 de agosto
He soñado que una mujer desconocida quería sortear un millón de euros entre una joven –a la que tampoco conozco ni en el sueño ni fuera de él– y yo. Con gran sentido práctico, propongo a la joven que, gane quien gane, nos repartamos el millón. Le digo que tendremos que pagar impuestos, porque se trata de una donación, pero le insisto en que no se lo digamos a la donante no sea que no quiera que parte de su dinero se lo quede el Estado y cancele el sorteo.
Por desgracia, despierto justo cuando más tarde estoy dando mi número de cuenta a la desconocida para que me transfiera el medio millón.
Cuando vivía en Alemania hice sicoterapia y no sé si como resultado de ella hubo una transformación en mis sueños. Durante mis pesadillas violentas, que eran muy frecuentes, dejé de ser la víctima para convertirme en el agresor. Nunca he sabido qué conclusión extraer de ese cambio, pero desde luego me despertaba de mi onirismo gore mucho más tranquilo.
Hoy rara vez tengo pesadillas. Y tampoco sé interpretar que mis sueños se hayan vuelto más apacibles. (Sin embargo, anoche acuchillé a varias personas con un cúter. Diré en mi defensa que ellas me atacaron primero).
En algún sitio he escrito que no hay nada más aburrido que los sueños que no has soñado tú mismo. Incluso cuando me los encuentro en las novelas suelo saltármelos porque tengo la impresión de que no me aportan nada. Uno de los mandamientos de la buena escritura que suelo transmitir en mis talleres a quien quiera escucharme es: no abuses de los sueños para dar intensidad u originalidad a tu escritura; si no las consigues con tus personajes despiertos, tampoco las vas a conseguir con ellos dormidos.
Feijóo propone crear un registro de pirómanos y obligarles a llevar pulseras telemáticas para que estén localizados. Aplica el mecanismo habitual de la derecha: desmantela los servicios públicos, genera un daño terrible a la gente y luego crea un chivo expiatorio sobre el que descargar las culpas.
Crear un enemigo –el pirómano, el inmigrante, el delincuente, los ecologistas, los musulmanes, los judíos– es un recurso muy socorrido cuando no sabes cómo resolver un problema o cuando no quieres hacerlo. También cuando quieres desviar la atención de tus verdaderas intenciones.
Lo que más llama la atención de todas las crónicas escritas por quienes sufrieron el auge de los fascismos es cómo lo que parecía impensable fue convirtiéndose en algo normal y aceptado, incluso justificado por la mayoría. Estoy viendo La nación muerta, un documental basado en los diarios de un médico judío durante el ascenso del fascismo en Rumanía. Resulta desgarradora la desesperación del médico ante una persecución que le parece inconcebible pero que va intensificándose ante sus ojos, hasta llegar a los pogromos en los que se asesina a vecinos, compañeros de trabajo, camaradas del ejército por el hecho de ser judíos. No puede entenderlo. Pero sí puede entender que a los médicos judíos se les prohíba tratar a cristianos, pero los médicos cristianos sí pueden tratar a los judíos; no es una cuestión de evitar el contacto entre razas y religiones, sino que se trata sencillamente por un lado de quitar a los judíos sus medios de vida y por otro que el dinero que les quede pase a manos gentiles.
Y pensar que en los años treinta en Rumanía intelectuales y creadores como Ionesco, Cioran y Eliade simpatizaron con el movimiento fascista y antisemita la Guardia de Hierro.
Mircea Eliade fue para mí una figura fundamental en eso que llamaría mi etapa de formación intelectual y emocional adulta, junto a John Berger. Y quizá sea un paso necesario para entender el mundo admitir que alguien a quien tanto admiras pueda ser también alguien a quien desprecias. Y no basta para justificarle que Eliade fuese joven y que parte de su desarrollo intelectual que luego me influyó sea posterior a sus posturas de extrema derecha. Ni Ionesco ni Cioran ni Eliade eran adolescentes a mediados de los años treinta, sino jóvenes adultos.
El arrepentimiento público de los dos primeros, o el hecho de que Eliade más tarde aprendiera hebreo y se relacionase con importantes pensadores judíos, puede hacer que les disculpemos o entendamos la posibilidad de transformación del ser humano. Me resulta difícil, sin embargo, hacer la pirueta mental que me permita entender que la misma persona –estoy hablando además de personas extremadamente inteligentes y probablemente sensibles– pueda abarcar tales extremos del comportamiento.
En mi época de enamoramiento de Mircea Eliade leí su novela autobiográfica La noche bengalí, en la que cuenta sus relaciones amorosas con Maitreyi Devi, hija de su maestro; la editorial Delirio la reeditó no hace mucho –bajo el título Maitreyi– unida a la novela Mircea, en la que, décadas después, la propia Maitreyi da una versión muy distinta de aquella relación. A pesar de tenerla desde hace más de un año, no la he leído aún, no sé si porque ha corrido la misma suerte de muchos libros que se me amontonan sin leer en la mesa y las estanterías tan solo porque otros se van interponiendo en su camino, o porque me da miedo encontrar un nuevo motivo de decepción con quien tanto me dio intelectualmente.
Uno siempre guarda cierta fidelidad a los amores juveniles. Al fin y al cabo, son los que nos hicieron quienes somos.