Opinión
Yo tenía una casa
"Saldré de aquí, bajaré cientos de cajas y pensaré en todas las veces en las que me imaginé muriendo ahí dentro, porque llega un punto en la vida en el que conoces tanto un sitio que te da la sensación de que no conoces nada más".
Este artículo se publicó originalmente en #LaMarea107. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y seguir apoyando el periodismo independiente.
Será que a veces me parezco mucho a todo lo que observo desde esta ventana. Será que a veces me veo reflejada en el cemento de los muros, en el alquitrán de los suelos, en los andamios que resuenan a las doce del mediodía, en el sol que rebota sobre el gris y te deja quemada, en algún pájaro caído que no encuentra un rincón húmedo, en la ausencia de las sombras, en la desaparición del verde, del marrón, de la tierra, de lo frondoso.
Será que a veces me asomo a estos barrotes y me pregunto cuánto tiempo nos queda, pero sobre todo me pregunto por qué nos echan. Por qué han convertido cada calle en un espacio sin hueco. Por qué no reconozco ninguna cara ni a ningún vecino ni ninguna voz. Por qué los árboles están pelados-pelados-pelados. Por qué los bancos están divididos y ya no te puedes tumbar, ni leer, ni cobijarte. Será que me siento desalmada y desolada como este paisaje que a veces me absorbe y a veces me expulsa.
Hubo un momento en el que creí que esta casa era mía. No sé si fue el día que pusimos nuestros nombres en el buzón o quizás cuando le dimos una llave a la vecina del tercero. Estaba tan metida en estas habitaciones y puse tanto empeño en los cuadros y en los muebles que creí con firmeza que todo me pertenecía. Llegué a confundirme tanto que me imaginé poniendo ladrillos, eligiendo el color de la pintura y la tarima del salón.
Hasta que una mañana recibimos un correo donde nos decían que teníamos que irnos y ya está. La historia de siempre: nunca pasa nada hasta que en un segundo pasa algo que cambia el transcurso de todas las cosas. Ella simplemente nos comunicaba que teníamos que irnos, pero aquellas palabras sostenían toda una vida, indicaban una serie de cosas que ametrallaban mi cabeza. ¿No era esta mi casa? ¿No pertenece a quien la habita? ¿Cómo vivirla sin sentirla mía? ¿Cómo ocuparla sin llenarla de raíces, de olores y de manchas? ¿Cómo pasar cinco años aquí sin hacer ruido-sin rayar las paredes-sin estropear el suelo? ¿Acaso he habitado un sitio que no era mío?
Me pregunto también si una puede ser feliz dos veces, en dos sitios. Si una puede cambiar de refugio y ser feliz otra vez o si hay que empezar de cero a construirlo todo. O si quizás la felicidad se queda atrapada entre estas puertas y entre estas paredes que se levantan a mi alrededor y que un día dejarán de acompañarme. Me pregunto si una puede estar viva aunque la echen de su casa porque resulta que no es su casa, si una puede estar viva aunque le quiten el espacio que la protege, si una puede estar viva incluso separada del suelo que la sostiene.
Un día cerraré esta puerta por última vez, un día borraré nuestros nombres del buzón, un día llamaré al banco para cambiar la dirección, un día caminaré por esta calle, miraré mi ventana y no reconoceré absolutamente nada, un día pasearé con mi perra por aquí, se acercará al por tal y me invadirá una pena que no podré explicar y diré hacia mis adentros venga, vamos, que aquí no es, pero ni yo sabré explicarlo ni ella podrá entenderlo.
Un día dejaré esta casa, devolveré las llaves y me quedaré pensando en quiénes serán los siguientes que la habiten. Me quedaré pensando en si alguien realmente la habitará o solamente tendrá visitantes y turistas y nadie-nuca-más-colgará cuadros que cuenten historias ni colocarán alfombras acogedoras ni se quejarán de la poca luz de la cocina. Saldré de aquí, bajaré cientos de cajas y pensaré en todas las veces en las que me imaginé muriendo ahí dentro, porque llega un punto en la vida en el que conoces tanto un sitio que te da la sensación de que no conoces nada más. Y yo conozco tanto esta casa que aunque perdiera la vista la seguiría viendo. Y dentro de veinte años pasaré por el número siete y seguiré sintiendo que esa casa es mía porque yo la llené de libros, de vinilos, de comida, de ropa y de lámparas de luz anaranjada.