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La desfachatez del mal

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Opinión

La desfachatez del mal

"La desfachatez del mal a la que ahora asistimos me parece novedosa, al menos desde que se hundió el nazismo", reflexiona José Ovejero en su diario.

Netanyahu y Trump, durante una conferencia de prensa en el Salón Este de la Casa Blanca. EFE / EPA / JIM LO SCALZO / POOL
José Ovejero
07 agosto 2025 Una lectura de 6 minutos
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30 de julio

Vivo los últimos tiempos con la impresión de haber entrado en una nueva época. No es que idealice el pasado, ni siquiera el posterior a la Segunda Guerra Mundial porque, si echo la vista atrás hasta ese momento, no hay década sin su catástrofe y su amenaza —crisis de los misiles, crisis del petróleo, revolución neoconservadora, guerras en la ex Yugoslavia y en el Congo y Ruanda y en Siria y en Ucrania, crisis financiera, Covid, etc.—.

No se trata solo de que esté viendo el mundo sacudido por acontecimientos inesperados —o esperados, como la crisis climática— que puedan alterar de forma dramática nuestras vidas. Lo que me hace pensar, —más bien, sentir— que he entrado en otra época histórica es sobre todo el auge de movimientos no solo antidemocráticos, también radicalmente opuestos a cualquier forma de empatía o de compasión. La bestialidad del Estado de Israel es solo un ejemplo, el más crudo, quizá, pero que manifiesta ese inquietante desprecio que se está extendiendo hacia las vidas ajenas, los derechos de los demás, la más mínima decencia.

Lo que me sentir que he entrado en otra época histórica es sobre todo el auge de movimientos antidemocráticos y radicalmente opuestos a cualquier forma de empatía o de compasión.

Me pregunto, claro, si me estoy volviendo uno de esos viejos insufribles que piensan que el mundo presente, que ya no sienten como propio, es el peor de los mundos y lloran amargamente la pérdida de los valores que imperaban en su juventud.

Ya digo que no soy de añorar ni idealizar tiempos pasados. Pero la desfachatez del mal a la que ahora asistimos me parece novedosa, al menos desde que se hundió el nazismo. La desfachatez narcisista, insensible, patológica no solo de más de un presidente, sobre todo de sus votantes, que piensan tener derecho a cualquier crimen, porque la vida de «los otros» no tiene valor. La desfachatez de jueces y agentes del orden que ponen por encima de la justicia su deseo de alterar la convivencia para que se adapte a sus ideas o para aniquilar a quien es contrario a ellas. La desfachatez de periodistas que ya ni siquiera ocultan sus intenciones —aunque no sé si era mejor cuando los Pedro J. Ramirez y los Ansón las ocultaban mientras contribuían a pervertir la democracia—.

La desfachatez del mal a la que ahora asistimos me parece novedosa, al menos desde que se hundió el nazismo.

Se me ocurren muchos ejemplos de esa oscura mancha de petróleo que ennegrece nuestras vidas y nuestro futuro. Sí, tengo la impresión de estar asomándome al fin del Estado de derecho tal como lo entendemos.

O a lo mejor antes éramos demasiado ingenuos y aunque siempre supimos que la igualdad de oportunidades, también en la vida política, era una estafa, aún pensábamos que existía la posibilidad de enfrentarse a los intereses de los poderosos. (Hoy leo que un grupo de consorcios inmobiliarios ha decidido invertir en que no gane el candidato demócrata a la alcaldía de Nueva York. Nada nuevo, el dinero haciendo su juego sucio para influir en el voto, pero la práctica se ha extendido de tal manera que incluso parece inútil o ingenuo criticarlo).

Me doy cuenta de que ni siquiera me apetece hablar de ello con mis amigos. Estoy cansado de indignarme, a solas y acompañado. Veo imágenes de israelís que van a pasárselo en grande contemplando de lejos la destrucción de Gaza —mientras se toman unos refrescos— y ni siquiera lo comento con Edurne. Sé que no puedo sacarlo de mi vida no hablando de ello o pasando rápidamente por encima de las noticias desagradables, pero la tentación es fuerte. Y sé que el horror llega también a quien cierra los ojos. Sé tantas cosas, pero sucede que a veces me canso de saberlas.

Cuando alguna vez he releído partes del diario o algún artículo mío, me he encontrado con esas fases recurrentes de desaliento e impotencia. No me gusto cuando me veo confrontado con ese hombre derrotado que soy a veces. Si yo creyese en Dios y en la justicia divina, o al menos en la revolución, me sería más fácil reponerme. Me está bien empleado el desánimo por haberme ido convirtiendo en un reformista ateo.

31 de julio

No creo en la revolución pero confío en la rebelión. Algo es algo.

5 de agosto

Veo un documental sobre el asesinato de Lumumba: fue detenido ilegalmente, secuestrado, torturado, asesinado; su cuerpo prácticamente despedazado fue introducido en ácido y lo que no cupo en los bidones, quemado. El presidente Eisenhower había dicho que lo quería muerto; los servicios secretos británicos planearon su asesinato, aunque el primer ministro no lo apoyó; y varias instancias del Gobierno belga conspiraron para matarlo. Entre todos lo consiguieron con la ayuda de militares congoleños sobornados y con cantidades ingentes de dinero para allanar el camino. ¿Ves?, me digo. Siempre ha sido así. Nuestras democracias, cuando de verdad están en juego sus intereses económicos o geopolíticos, no reculan ante el asesinato y la tortura. Pero una y otra vez nos creemos las declaraciones de quienes afirman enviar ejércitos para salvaguardar la paz. Y así nos va.

Luego, décadas después, viene el reconocimiento de la culpa, incluso la solicitud de perdón. Siempre cuando es demasiado tarde y cuando los criminales ya no serán juzgados.

Una y otra vez nos creemos las declaraciones de quienes afirman enviar ejércitos para salvaguardar la paz.

Leo en El País la tribuna de opinión de un ex presidente de la Federación de las Comunidades Judías en España en la que niega el genocidio o el hambre como arma de guerra en Gaza. Supongo que a quienes decidieron publicarlo les pareció un ejercicio de pluralismo —o tienen intereses que no conoceremos—.

Vuelvo a pensar en el documental sobre el asesinato de Lumumba, donde un ministro belga asegura y promete que envían tropas al Congo solo para defender a la población civil. Luego esas tropas apoyarán la secesión de Katanga —la zona más rica del Congo, cuyo control quiere entonces mantener Bélgica— y los ataques contra el ejército nacional. A las personas normales nos cuesta creer que alguien pueda mentir con tal desvergüenza sobre asuntos tan graves. Es decir, sabemos que sucede continuamente, pero nos cuesta cada vez ser conscientes de ello. Ese es el punto débil de las personas decentes.

En el documental, uno de quienes destruyeron el cadáver de Lumumba ríe al contar que se lo dieron hecho pedazos y aun así no consiguieron meterlo entero en los barriles de ácido. Lo cuenta desde su casa, tan tranquilo, en libertad. Los asesinos útiles siempre encuentran un lugar al sol de nuestras democracias.

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