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Análisis | Sociedad

Irremplazable

"Que la ideología tecnocapitalista nos haya hecho creer que somos máquinas sustituibles no significa que sea cierto", reflexiona la filósofa en este nuevo 'incordio'.

'Retirado' (1998). Acrílico sobre tabla del artista japonés Tetsuya Ishida. © NICK TAYLOR COLLECTION / TAKEMI ART PHOTOS
Ana Carrasco-Conde
04 agosto 2025 Una lectura de 6 minutos
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Junto a cadenas de montaje, máquinas y edificios despersonalizados, los lienzos de Tetsuya Ishida muestran al ser humano como un objeto reemplazable. Es la forma en la que el artista japonés, fallecido en 2005, plantea una crítica a una sociedad que ha sucumbido a la maquinaria de producción hasta hacer del sujeto contemporáneo un objeto más de esta línea de ensamblaje. Como tal, puede ser sustituido por otra pieza cuando se averíe. Los seres humanos se convierten en robots que las grandes corporaciones montan y desmontan.

En uno de estos cuadros, de título Retirado (1998), el cuerpo de un trabajador aparece desmontado en piezas que son colocadas dentro de una caja de embalaje y un operario se apresta a «retirarlo». Cuando Ishida pintó estas obras no contempló la posibilidad de un desarrollo de esta lógica perversa: si los ritmos de producción han intentado convertir al ser humano en una máquina, en su siguiente fase encontramos una tecnología diseñada para mejorar lo humano y sustituirlo: no comete errores, no se cansa ni enferma, está siempre disponible y, sobre todo, abarata costes. Ahora bien, que la ideología tecnocapitalista nos haya hecho creer que somos máquinas sustituibles no significa que sea cierto. Muchas de las capacidades humanas no tienen equiparación con estos sistemas, aunque las funciones a las que nos han asignado sí pueden ser suplantadas.

Efectivamente la irrupción y la rápida implantación de la inteligencia artificial ha llevado al temor de que los seres humanos seremos reemplazados. Que nuestra inteligencia no es la misma que la de la IA, subrayando la idea de que con «inteligencia» se designa con la misma palabra en el ámbito tecnológico algo que no es equiparable a la nuestra, no quita realidad a esta amenaza.

El coste es mucho mayor de lo que pensamos porque no se trata únicamente de un reemplazo a nivel productivo, sino también de un impacto en el desarrollo cognitivo del ser humano cuando éste deja de utilizar sus propios recursos. Esto quiere decir que, aunque el ser humano es irremplazable, no por ello aquello que lo caracteriza no se verá afectado cuando deje de ejercitarlo. Lo irremplazable no es invulnerable y precisamente por ello debe ser identificado, cuidado y preservado. Ahora bien, ¿qué es lo irremplazable? 

«Parece que no sabemos exactamente lo que es la inteligencia y que valoramos poco y mal las capacidades que nuestra naturaleza ha desarrollado lentamente desde los primeros homínidos»

Cuando hablamos de IA lo hacemos a veces refiriéndonos indistintamente a tres ámbitos que, aunque conectados, son distintos: la robótica, la digitalización y la automatización. Robotizar puede tener dos sentidos. El primero apunta a la idea de la producción de máquinas de aspecto humano que ejecutan operaciones propias de seres animados. Pero también aludiría a la transformación alguien que, como en los cuadros de Ishida, aunque de aspecto humano lleva a cabo acciones como una máquina.

Entendemos que estas máquinas son sustituibles unas por otras, de modo que si el ser humano se ha convertido en un objeto, también sería sustituible no sólo por otro ser humano, sino también por una máquina. Hay personas que se comportan como máquinas, sin usar su inteligencia y dejándose dirigir. El robot no tiene por qué ir acompañado de una programación que funcione de forma independiente a un operador humano.

La automatización sí implica la existencia de procesos mecánicos que no requieren de intervención humana, de ahí la relación que existe entre el miedo y la falta de control cuando hablamos de la IA. La digitalización por su parte hace referencia a la transformación de algo en formato digital y, por tanto, en datos. La IA en principio reproduciría la forma de la inteligencia humana, estaría automatizada, sería independiente del ser humano y requeriría de una digitalización masiva que transformaría la realidad en datos para aprender y poder dar respuestas «mejor que un humano» (y más barato).

Usemos la inteligencia. La humana. No hablo de inteligencia emocional o sensibilidad, que efectivamente no estarían presentes en la IA y serían «irremplazables», sino al núcleo del concepto más rígido de inteligencia: el razonamiento lógico y hagamos –en realidad no podemos, por mucho que los adalides del transhumanismo intenten preservar su conciencia en un chip de silicio– como si este pudiera ser separado de la corporalidad en la que consiste de facto el ser humano, de sus sentimientos, de sus emociones y de su integración física con el entorno, sea este el medio que lo rodea u otros seres sintientes.

Pensar que nuestra inteligencia o la de un ser vivo es igual que la IA implica que no sabemos exactamente lo que la inteligencia es y que poco y mal valoramos las capacidades que nuestra naturaleza ha ido desarrollando lentamente desde los primeros homínidos. En cierto sentido nos consideramos paradójicamente como dioses que pueden producir inteligencias mejores a las de millones de años de evolución. Etimológicamente, la inteligencia remite a la capacidad de escoger o leer (lat. legere) entre (inter) varias opciones para quedarse con la mejor y más eficiente.

Nuestro organismo lleva milenios de evolución, lo que conlleva que hay un conocimiento implícito del que no somos conscientes. Automáticamente se pone en funcionamiento en cada una de nuestras decisiones. No son datos procesados, a veces no están ni experimentados, pero se integran como vivencias en lo más profundo de nuestro sistema nervioso.

No se trata sólo de razonar, de forma inductiva o deductiva, sino también abductiva, es decir, de poder elaborar hipótesis aunque falten datos para responder a ciertas situaciones. No se trata, como en la deducción, de obtener una conclusión desde una premisa, sino de explicar una conclusión desde una hipótesis. Es aquí sobre todo de donde emerge la novedad porque no hay «dato» de facto, sino una construcción hipotética o plausible basada en la conjetura, que abre la posibilidad de ver el horizonte de otro modo. Para ello se requiere de la imaginación y el instinto. La IA no funciona por abducción. No se trata de predecir: se trata de actuar desde lo que no se sabe y ante lo que se desconoce. El ser humano piensa no sólo con lo que sabe, sino sobre todo ante el abismo del no-saber.

Nuestra inteligencia tampoco funciona con meros datos, sino también ante la ausencia de los mismos y, aunque así fuera, son tantos los millones de datos y de tantas fuentes diversas que nuestro cuerpo ha aprendido a cribar que sería imposible que los datos existentes fueran una copia fiel de la realidad misma. Lo irremplazable de cualquier inteligencia, sea humana o de animal no humano, que no puede sustituir la IA es el cuerpo, el de carne y hueso, nuestro organismo, el que sabe que vivir no es durar mucho tiempo, que el trabajo agota, que parar y respirar nos permite ver el mundo de otro modo.

Deberíamos hacer caso a Spinoza: no se sabe lo que puede un cuerpo. Sobre él y desde él han evolucionado o se han transformado nuestras capacidades, que no están asociadas a un ser independiente y autónomo, sino a un ser que se sabe con los demás, se siente con los demás y siente con los demás, que vive desde la carne y desde el no-saber. Esto es también irremplazable: todo el no-saber que actúa en cada una de nuestras inteligencias. 

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