Análisis | Internacional
¿Cómo luchar contra un autócrata sin principios?
El régimen de Trump carece de coherencia ideológica, como ha quedado patente después de varias decisiones descabelladas. Esto complica la táctica del movimiento antitrumpista.
El análisis sobre la política de Donald Trump se publicó originalmente en #LaMarea107. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y seguir apoyando el periodismo independiente.
«Habeas Corpus Is Sacred», proclama un grafiti en tiza, de cinco metros de largo, en el cruce entre Broadway y la calle 86 de Nueva York. Toda una declaración de principios: es sagrada la garantía, incluida en el primer artículo de la Constitución, que protege a toda persona que se encuentra en Estados Unidos –sea ciudadana o no– contra la detención arbitraria. Estos días no es un recordatorio que sobre precisamente.
Aunque es difícil exagerar el daño que ha infligido Donald Trump en solo cinco meses de gobierno, sus flagrantes transgresiones legales han tenido un curioso efecto secundario. Los habitantes del país han ido reeducándose a sí mismos, y los unos a los otros, en los principios legales consagrados en la Constitución y sus 27 enmiendas. Convertir el espacio público en una clase de Derecho, como lo hace el grafiti de Broadway, no deja de ser una forma entre muchas de reclamar ese espacio y de reivindicar, con ella, la propia democracia.
«Whose Streets? Our Streets!». El reclamo que nació en el movimiento neoyorquino por los derechos LGTBIQ+ a finales de los años sesenta –‘Las calles, ¿de quién son? ¡Son nuestras!’– volvió a resonar por la ciudad el pasado 14 de junio. Mientras Trump celebraba su 79 cumpleaños en Washington con un cutre desfile militar, unos 50.000 manifestantes desfilaron por una lluviosa Quinta Avenida bajo el lema «No Kings» (‘Reyes, no’). Sus miles de pancartas caseras invocaban, ante todo, valores republicanos –en el sentido de antimonárquicos–, aunque también hubo burlas directas para el presidente y su gabinete y un rechazo generalizado a la policía migratoria, conocida por sus siglas ICE, cuyas redadas han hecho estragos en las comunidades latinas de la ciudad.
La manifestación en Nueva York formaba parte de una de las protestas políticas más numerosas en la historia del país. Según los expertos, «No Kings» movilizó entre 4 y 6 millones de personas en los 50 estados. Fue una muestra de fuerza que, al mismo tiempo, expresaba la frustración de muchos por la aparente parálisis del Partido Demócrata ante el vertiginoso declive de la democracia norteamericana.
Motivos para la indignación
Cada día trae nuevos motivos para la indignación: además de las detenciones masivas de inmigrantes –muchas veces a manos de agentes anónimos, con las caras cubiertas y en lugares tan improbables como juzgados e iglesias–, están los ataques a las universidades, los «regalos» para el presidente donados por otros autócratas, el cierre de la frontera a viajeros de una lista cada vez más larga de países, la movilización del Ejército como fuerza policial en Los Ángeles, la persecución de periodistas críticos, el apoyo a Israel, la política arbitraria en torno a los aranceles o el acoso o la detención de cargos electos, entre ellos un senador por California y el alcalde de Newark (Nueva Jersey). Y por si todo eso fuera poco, Trump ha involucrado a Estados Unidos en una guerra internacional de alto riesgo, sin ni siquiera obtener el visto bueno del Congreso, desmintiendo todas las promesas aislacionistas de su campaña.
La rápida erosión del Estado de Derecho en Estados Unidos ha provocado serias dudas sobre los mecanismos de control y contrapeso –los famosos checks and balances– que deberían proteger la democracia norteamericana contra los abusos dictatoriales. Con el Congreso nacional dominado por un Partido Republicano prácticamente esclavo de Trump, solo quedan el poder judicial y el sistema federal como diques de contención; además de, claro está, la sociedad civil.
La verdad, sin embargo, es que el sistema federal –que prohíbe expresamente que el gobierno central asuma poderes reservados para los estados– se ve raquítico. Es más, varios estados gobernados por el Partido Republicano se han apresurado a allanar el camino a las órdenes ejecutivas de Trump, en muchos casos claramente anticonstitucionales.
En Iowa, por ejemplo, el gobierno estatal ha excluido a las personas transgénero de las leyes que protegen contra la discriminación. En Texas, cuyo gobernador firmó una ley exigiendo la exhibición de los Diez Mandamientos en las escuelas públicas, el congreso pretende restringir la libertad de expresión en los campus universitarios. Y el Senado de Ohio acaba de aprobar una ley que pretende impedir que policías o jueces locales obstaculicen la actividad de la policía migratoria nacional. En la práctica, la ley permitiría a agentes de inmigración federales detener, sin orden judicial, a cualquier persona sospechosa de estar indocumentada. «Ohio se convertiría en un estado policial y se facilitaría el secuestro de más miembros de nuestra comunidad por agentes enmascarados operando en todo tipo de lugares públicos», afirma un portavoz de la Alianza de Inmigrantes de Ohio. Leyes similares, pensadas para impedir la creación de «santuarios» para inmigrantes indocumentados, están siendo pasadas en estados como Misuri, Dakota del Sur, Wyoming y Tennessee.
La baza judicial contra Trump
Aunque los estados gobernados por el Partido Demócrata han intentado montar un frente de resistencia, la verdad es que tienen pocas opciones más allá de recurrir a los tribunales. Y allí los resultados de sus esfuerzos han sido desiguales. Así, aunque un juez federal tildó de anticonstitucional la movilización por el gobierno federal de la Guardia Nacional de California, un tribunal de apelación lo desmintió. Una larga serie de denuncias por parte de gobiernos estatales demócratas contra otras medidas de Trump –los recortes en la financiación federal de proyectos de infraestructura e investigación científica; la restricción del derecho a la ciudadanía por nacimiento; la pretensión de diezmar el Departamento de Educación; la abolición de los derechos de personas trans; la erosión de las pautas y agencias de salud pública y protección medioambiental– está pasando por los tribunales. Todas terminarán, tarde o temprano, ante el Tribunal Supremo.
Trump no es un político al uso. El mayor desafío al que se enfrenta la lucha contra su régimen es que este carece de una línea ideológica clara. Un día es populista; otro, elitista. Una semana se decanta por el proteccionismo; otra, por una medida neoliberal. El aislacionismo que ha marcado su política exterior con respecto a Ucrania y la OTAN se ha mudado estos días en un belicismo descabellado contra Irán. Es verdad que la impredecibilidad de sus políticas responde en parte a las profundas divisiones internas de su equipo, que van mucho más allá de las rencillas entre Steve Bannon y Elon Musk. Pero la falta de dirección también es una función del temperamento de un presidente transaccional que parece operar única y exclusivamente en base a sus propios intereses personales y, además, a muy corto plazo.
Así, también sus declaraciones públicas tienen un carácter propio. Es fácil demostrar que miente de forma constante y descarada; pero todos los políticos mienten. Lo que distingue a Trump es que es incapaz de –o se niega a– distinguir entre la verdad y la mentira. De la misma manera, no hay principio o persona que defienda un día que no pueda invertir o sacrificar al día siguiente.
Recuperar los principios
La batalla contra el régimen de Trump, por tanto, no es un conflicto entre una serie de principios y otra. La lucha contra el trumpismo es por un sistema político guiado por principios. Punto. Y aquí nos topamos con el talón de Aquiles del régimen con respecto al poder judicial. Por más conservadores que sean los jueces, como juristas operan en base a principios. Esto explica los varapalos que ha recibido Trump en los tribunales en los últimos cinco meses, también por parte de jueces nombrados por él u otros presidentes republicanos. No es casual que Trump se haya enemistado con la poderosa Federalist Society, una asociación ultraconservadora a la que están afiliados muchos de los jueces y juezas conservadores nombrados en las últimas décadas, y por la que el propio Trump se dejó guiar durante su primer mandato.
Pero si los tribunales federales se han mostrado relativamente eficaces como mecanismo de control, el caso del Tribunal Supremo queda menos claro. Por ahora, los nueve jueces –seis nombrados por presidentes republicanos– han intentado mantener un equilibrio precario entre su mandato constitucional y el deseo de no enajenar al presidente. Pero en las próximas semanas les toca una oleada de decisiones difíciles: la legalidad de la política de aranceles; los ataques a la Universidad de Harvard; el despido de miles de funcionarios y la expulsión de las Fuerzas Armadas de todas las personas trans.
De los seis jueces conservadores, dos pueden revelarse como versos sueltos: el presidente, John Roberts, puede tener un mayor sentido del decoro que sus colegas y asumir más responsabilidad por proteger la reputación, la legitimidad y el legado del Tribunal como institución. La otra persona menos predecible es Amy Coney Barrett, una juez relativamente joven del Medio Oeste, madre de siete hijos y profundamente católica, que en sus casi cinco años en el Tribunal se ha mostrado como una jurista bastante más independiente de lo que esperaban los sectores conservadores. Tanto es así, que una parte del movimiento MAGA ya la ha tildado de traidora. Y lo que es todavía más importante: Coney Barrett es una persona guiada por rigurosos principios personales y judiciales. En un perfil reciente, el New York Times la describió como «una de las pocas personas en el país capaz de controlar las acciones del presidente».
No se si no tiene coherencia ideologica, pero de lo,que no tengo ninguna duda, es que no tenga principios, si los tiene y muy claros, el ganar el máximo para él y para sus compañeros de principios , todos los del club de los más ricos y más corruptos, sin ningún limite ético que no sea ganar el máximo.