Un momento para respirar
La censura que mata el arte
«Me cuesta aceptar y entender que me alegre la victoria en un torneo de un español por el hecho de serlo aunque me parezca un imbécil reaccionario», escribe José Ovejero en su diario. «En esto, como en muchas cosas, no alcanzo el nivel de mi ideal».
29 de junio
Como todos los veranos, empiezo uno de esos libros de gran extensión para los que me falta continuidad el resto del año. He elegido Stalingrado, de Vasili Grossman. Grossman entregó la novela en 1949, pero no se publicó hasta tres años después, periodo durante el cual el editor obligó a realizar cambios y recortes, ejerciendo de censor. En Galaxia Gutenberg han tenido el tino de incluir todas las partes eliminadas, reproduciéndolas en letra gris, no al final del libro sino en el lugar que ocupaban en la novela. Y es fascinante leer todo lo que desapareció del texto entregado por Grossman: cualquier referencia a la pobreza de los protagonistas –se admite que hubiera ratoncillos en la casa, pero no cucarachas–; se amputan las alusiones a la corrupción del jefe de un koljós o a los tejemanejes para obtener comida por vías ilegales. Tijeretazo si se resalta demasiado que en la república socialista obrera había diferencias de clase. Cuchilla a las opiniones derrotistas, o sencillamente a los lamentos por tener que ir a la guerra.
Es decir, que se censura no porque la novela dé una imagen falseada de la realidad soviética sino porque cuenta la verdad. Igual que hoy se intenta acallar la voz de los científicos y los pensadores que recuerdan los hechos frente al mundo falso que imponen quienes se benefician de la ignorancia ajena.
En la novela de Grossman hay un pasaje eliminado por el editor-censor que me ha dejado un rato cavilando: se trata de la frase en la que se informa de que un joven llamado a filas durante la guerra con Alemania había leído Las minas del rey Salomón y El sabueso de los Baskerville. ¿Parecería inadecuado que un soldado leyese obras del mundo capitalista?
Leer Stalingrado tras los recortes de la censura es, por mucho que se parezca a la original, leer una novela completamente diferente, pues se ha eliminado de ella justo lo que convierte la literatura en arte y, quizás, en una tarea ética: la complejidad. Esta aporta sutileza y matices, que son la base de la experiencia estética. Y no son la condena o el elogio los que permiten una aproximación ética a la realidad –por condenable o meritorio que sea el objeto que miramos–, sino mostrarnos la profundidad abismal de los actos humanos.
30 de junio
Leo en Memoria de la melancolía, de María Teresa León: «Una patria, Señor, una patria pequeña como un patio o como una grieta en un muro muy sólido». Solo una patria así podría convertirme en patriota: un patio, una pequeña grieta en la que habitar, sin deseo de expansión ni de conquista, sin otro pasado que las huellas mínimas que vayamos dejando como grupo, como comunidad, como sociedad.
Días en los que se suceden los feminicidios; van seis o siete en una semana. Y al mismo tiempo leo una noticia que alcanza varios titulares: uno de cada cuatro hombres jóvenes creen que la violencia de género no existe o es un invento ideológico.
Pero me preocupa casi más que uno de cada tres considere que la violencia de género es inevitable. No me queda claro si es una respuesta que podría ir acompañada de un encogimiento de hombros –qué le vamos a hacer, somos así, no hay que darle muchas vueltas– o más bien es una muestra de desesperación por la brutalidad de la que hacen gala una y otra vez nuestros congéneres, de la misma manera que podríamos decir que la guerra es inevitable porque hay mucha gente sin escrúpulos pero con poder que se beneficia de ellas.
Escribía antes sobre ese patriotismo casero exento de nacionalismo que podría resultarme aceptable, pero me doy cuenta de que no soy del todo honesto al manifestarlo. ¿Acaso no miro los resultados de las y los tenistas españoles en Wimbledon, a pesar de no conocer a la mitad y de que las afirmaciones de algunos me provoquen sarpullidos? ¿No leo las noticias sobre acontecimientos ocurridos en España con una mirada diferente a la que reservo a la sección de internacional?
No soy inmune a aquello que Michael Billig denominó «nacionalismo banal», ese del que apenas somos conscientes pero que se apoya desde las instituciones para crear con nosotros una comunidad imaginaria que se pueda movilizar en caso de necesidad (¿una guerra? ¿la expulsión si conviene de quien no pertenece a nuestro grupo?) Me cuesta aceptar y entender que me alegre la victoria en un torneo de un español por el hecho de serlo aunque me parezca un imbécil reaccionario. Mi ideal de mí mismo sería el de convertirme en una persona que va con la selección de fútbol de Ghana, jalea las canastas del equipo de Australia y hace la ola a las atletas de Mongolia.
Por desgracia, en esto, como en muchas cosas, no alcanzo el nivel de mi ideal.
La única manera que tengo de acercarme a él es no seguir apenas competiciones deportivas, no ver las olimpiadas ni los mundiales de la inmensa mayoría de los deportes. ¿Como soy incapaz de no caer en una mala versión de mí mismo, me alejo de la tentación?
Exagero. En realidad, el deporte como espectáculo me interesa muy poco, y solo sigo los resultados o los resúmenes de alguno (aunque no veo las competiciones) como residuo infantil de cuando en el colegio «iba» con tal equipo y, por supuesto, con la selección española de lo que fuese. Era una manera de pertenecer al grupo; pero entonces tenía claro a qué grupo quería pertenecer y hoy no.