Un momento para respirar
Los obispos, los puteros y San Juan
«Los obispos piden elecciones por la corrupción en el Gobierno. Fariseos. Nunca las pidieron cuando el PP era una cloaca», escribe José Ovejero en su diario.
23 de junio
Los obispos piden elecciones por la corrupción en el Gobierno. Fariseos. Nunca las pidieron cuando el PP era una cloaca –y la cosa no ha acabado– pero ahora se preocupan por la salud de nuestra democracia. Qué desvergüenza. Según su baremo, ¿será pecado engañar a la gente como hacen? ¿Qué penitencia les impondrá su confesor?
Las togas y las sotanas aliadas contra la democracia. Ahora hay quien clama para que se sumen los uniformes. Y ya tenemos la parafernalia fascistoide que llegamos a pensar que se había podrido en su propia salsa, pero está fresca como una lechuga.
Dicho esto, lo de Cerdán y compañía es repugnante. La avaricia unida a un machismo de club de alterne, hombres que se aflojan el nudo de la corbata, desabrochan un botón de la camisa y, ya cómodos y entre amigos, se toman unos «copazos» para dedicarse a sus negocios turbios mientras meten mano a mujeres vulnerables obligadas a ponerse al servicio de unos cerdos. Escribo «entre amigos», pero eso no existe a ese nivel: las relaciones, para ellos, son instrumentos; las personas, peldaños; los afectos duran lo que tarda en metabolizarse el alcohol ingerido.
Un día, si tengo ánimos para meterme en ese avispero, escribiré sobre la instrumentalización de las relaciones y los afectos en el ecosistema literario, que se está volviendo, me parece, cada vez más desalmado.
24 de junio
Anoche unos vecinos nos invitan a una pequeña fiesta privada en el barrio para celebrar la noche de San Juan. Nos da cierta pereza ir: «Bizilagun berriak gara». «Somos los nuevos vecinos» y eso de presentarnos a un grupo de desconocidos no es algo que nos resulte fácil. Pero decidimos que es mejor poner cara a la gente y no ser tan poco sociables como es nuestra tendencia natural. Aún se me hace más cuesta arriba la cosa saber que todos son euskaldunes y, aunque estoy seguro de que me hablarán en castellano, entre ellos lógicamente no lo harán y es probable que me sienta algo perdido.
Luego todo es muy fácil. Es un grupo de diez o doce personas, incluidos dos niños. Tomamos una cerveza delante de la casa, luego subimos a un prado donde ya han preparado la madera para la hoguera. L. nos da unas ramas de romero para que las echemos al fuego cuando lo prendan. Todo el mundo es amable, hospitalario. Se enciende la hoguera; un rebaño de vacas se acerca a una valla cercana a observar lo que hacemos con curiosidad bovina; otro de ovejas recién esquiladas pasta indiferente a pocos metros. A lo lejos, en otros montes, alguna hoguera más. El mar aún más a lo lejos. J. aparece de pronto abajo de la colina y asciende tocando el txistu y el tamboril. Mis vecinos conocen las canciones, cantan de una manera que solo puedo transmitir con una contradicción: alegre y melancólica. No es una fiesta extática, no es un jolgorio. Tengo que pensar si estoy sobreinterpretando, pero me parece que al cantar bajito contemplando la hoguera no solo establecen una relación con ese momento concreto sino que hay una rememoración de algo que se me escapa, de un pasado que se desearía recuperar, aunque sé que a menudo la nostalgia nos lleva a añorar un pasado que nunca existió. De cualquier manera, envidio esa posibilidad –tan ajena a lo que conozco de Madrid y Castilla– de que un grupo cante –otra aparente contradicción–, de forma tan concentrada y relajada. Anochece. La hoguera se va apagando.
Tengo la impresión de nunca haber tenido una tradición que uniera la celebración comunitaria, la cultura y los afectos. Quizá sea culpa mía o quizá sea que el franquismo contaminó muchas de nuestras tradiciones apropiándose de ellas y regurgitándolas teñidas de un patriotismo tan impostado como avasallador; quizá tan solo se hayan transmitido peor donde crecí que en otras regiones, en las que el hecho de ver sus usos culturales prohibidos o ninguneados invitase a proyectar sobre ellos el sentimiento de comunidad amenazada.
Al echar la rama de romero al fuego se supone que debes pensar en algo de lo que quieres librarte. Así lo hago, pero me va a hacer falta más que un ritual para lograrlo. Y no, no voy a escribir qué es ni mucho menos a publicarlo. Eso me lo guardo para mí.
Nunca las pidieron cuando paseaban al dictador bajo palio.