Cultura
¿Qué es el pueblo? Mirar el arte (y la vida) desde abajo
A través de 23 museos, Aurora Fernández Polanco y Pablo Martínez rastrean en ‘En busca del pueblo’ la dinámica extractiva de la modernidad europea, un fenómeno que alcanza nuestros días.
Delante del retrato del marqués de Remisa, el banquero español más importante del siglo XIX y dueño de las históricas minas de Riotinto, hay un escritorio de madera de caoba americana con decoraciones de madera de limoncillo de Ceilán. El detalle no es menor. Como tampoco lo es que una mesa tenga por patas a un hombre negro. O que un azucarero de cristal esté arrastrado, en forma de adorno, por figuras que representan a dos esclavos. Todas estas obras y objetos permanecen hoy expuestos en el Museo del Romanticismo, uno de los 23 museos públicos de Madrid que forman parte de la investigación realizada por Aurora Fernández Polanco y Pablo Martínez en el libro En busca del pueblo (Akal, 2025).

«Una mirada atenta a las colecciones evidencia la dinámica extractiva de la modernidad europea que alcanza nuestros días. Su disposición en pinturas, salas y vitrinas naturaliza y legitima la presente extracción de materias primas para su consumo desmedido», escriben en un fragmento de la obra. «Pensar en la descolonización del museo pasa también, en paralelo, por limitar el tráfico global de algunas mercancías. Por ajustar la vida material al contexto en aras de hacerla más sencilla», añaden.
El libro muestra, por tanto, cómo ese pasado colonial, la violencia contenida en esos objetos, continúa presidiendo estos lugares que, por otra parte, están financiados con dinero público. Sin un cartel que diga que eso es una oda al extractivismo, que eso es una apología de la esclavitud, que eso, en efecto, es algo que no debería exponerse así, sin ninguna explicación, sin un contexto que haga entender por qué se produjeron los expolios, por qué, por ejemplo, Napoleón se llevó a Egipto a más de cien arqueólogos o por qué, como explicó la autora a su nieta ante el hallazgo de un prendedor de carey familiar, hubo un tiempo en el que se hacían objetos con los caparazones de estas bellas tortugas. «¿Las mataban para hacer esto?», vino a decir la niña. «Y probablemente sin este libro, que ha entrenado la mirada crítica decolonial, no hubiera hecho ese comentario a mi nieta», reflexiona Fernández Polanco sobre la necesidad de explicar el mundo para poder transformarlo.
Por eso la obra es también una inmersión en el presente, una llamada a la acción hoy: «Está el azucarero y la mesa de caoba, pero esto es como las fresas que nos comemos, como la fruta que comemos. Es decir, cómo se puede ver en los productos que consumimos las trazas de la división racial del trabajo y la explotación laboral», explica Pablo Martínez. En una conversación por Zoom, los autores transitan, como en el paseo entre amigos que es, además, este libro, por las ideas que lo pergeñaron. Una de ellas, la conciencia ecosocial, pensar qué idea tenemos de ciudad, qué tenemos en nuestro entorno. Y, por supuesto, la idea de pueblo, de mirar desde abajo, salir al encuentro de algo que no sea solo el discurso que emiten los museos en algunos de sus montajes.

¿Qué es el pueblo?
Pablo Martínez: En ningún momento pensamos en el pueblo como identidad, como una cosa cerrada. No había ningún interés identitario o esencialista; era casi una operación contraria. Era jugar desde ese concepto para darle, a partir de la cultura material, respuestas mucho más poéticas y que amplían la idea de pueblo a través de los pueblos que no están o no aparecen, porque esto que pasó en Torre Pacheco se puede rastrear en la historia de Madrid.
¿En qué sentido?
Pablo: Madrid es una ciudad de origen árabe en la que, como en el resto de España, han convivido distintas culturas. Y la reivindicación que se hace ahora del momento fundacional de España como nación en los Reyes Católicos, que expulsaron tanto a árabes como a judíos, está muy presente en los museos. El Naval, por ejemplo, empieza su recorrido con los Reyes Católicos, por no hablar del de América o el de Historia de Madrid, que inicia su relato con Felipe II. Por eso el libro responde también a cuestiones de actualidad que son constantes en nuestra historia.
Aurora Fernández Polanco: Comenzamos simplemente diciendo «a ver si podemos hacer una genealogía de la modernidad from below», que dicen los de estudios culturales, desde abajo. Y ese ahí abajo podría ser un concepto muy amplio. O sea, pueblo puede ser una copia, una cerámica en relación a un cuadro al óleo. Pueblo es lo pequeño, lo que ha pasado desapercibido en ese sentido. Y es muy importante que lo digamos hoy.
Pablo y yo habíamos trabajado juntos en proyectos que se dedicaban a pensar y a escribir con imágenes y por eso pensamos en salir de la digitalización y ponernos frente a los objetos palpables, materiales. ¿Y si gracias a esa deriva reescribimos determinados relatos que nos inspiran estos objetos? Pues vamos a hacerlo.
Así que pueblo, en resumen, es una metáfora para lo menor. Es todo lo que no es el high. Porque la estética moderna empieza como un asunto propio de las clases ociosas. Realmente lo que buscábamos también era aquello que no respondía al entorno de clases y estamentos privilegiados. Como historiadoras del arte, hemos estado acostumbradas a que las bellas artes eran las chulitas. La cerámica griega no cae en el examen, lo que cae es la escultura griega. Y eso ha ido conformando un mundo en el que lo de arriba ha primado y ha aplastado a lo supuestamente de abajo. Queríamos revolver ese mundo.

He leído que a sus estudiantes (de Bellas Artes) les dice que en vez de esculturas van a tener que hacer botijos.
Aurora: Lo digo mucho en relación con la gente que vive de espaldas al cambio climático. Y me refiero, además, a lo hecho con amor, con tiempo. Un canto a los oficios. La búsqueda de otra modernidad que no sea la extractivista del cemento y la máquina.
Humanizar la vida desde el arte.
Pablo: Sí, la Institución Libre de Enseñanza influyó en muchos museos. Y algunos de sus miembros tenían influencia de William Morris y del movimiento Arts and Crafts. Para ellos la cultura, más allá de dar rédito en las cuentas o el balance económico de un país –lo que hoy llamaríamos la obsesión por las industrias culturales, por la cultura como objeto de consumo–, mejora la calidad de vida y la cultura democrática de un país.
En Paisanaje –un colectivo que aborda la crisis ecosocial desde el arte– también tenemos esta idea de relacionarnos con la cultura no solamente como un objeto de consumo, o con la producción, la cantidad y la acumulación. Sino pensar en cómo las artes –y aquí podríamos pensar en las artesanías o las artes culinarias también– pueden incidir en la vida de las personas y transformar los modos en que nos alimentamos o empezamos a pensar en tener menos cosas, pero mucho más significativas de nuestra experiencia.
Aurora: Para pensar que el arte y la cultura pueden humanizar la vida habría que repensar los conceptos de arte y de vida. Porque si no, estamos en la misma estructura fragmentada establecida por la modernidad. Las cosas están organizadas así: el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Agricultura, el Ministerio de Obras Públicas… Pero para mí, con la crisis ecosocial que estamos atravesando, la cultura tenía que estar atravesando todos los ministerios. Hay que cambiarlo todo, empezar otra vez a restaurar valores, morales y materiales «desde abajo».
«Para pensar que el arte y la cultura pueden humanizar la vida habría que repensar los conceptos de arte y de vida».
Pablo: El museo ha sido un aparato que ha generado jerarquías estéticas, de significados. Por eso, para nosotros, irnos a los museos menores era una operación política, intentar dar otro sentido a esta relación de la cultura, el ocio y la vida. Además, el museo nos sigue pareciendo una institución central. Y no solo a nosotros. Una de las primeras decisiones que ha tomado Trump ha sido ir en contra de los Smithsonian. Y cuando el ministro dice que va a descolonizar los museos, es portada del ABC durante varias semanas seguidas.
¿Pero cómo se puede descolonizar un museo?
Pablo: Los medios, en general, simplifican la descolonización con objetos que son fetiche, como podría ser el oso polar en el calentamiento global o el lince en la recuperación de un ecosistema, ¿no? Y aquí son las momias de Atacama o el tesoro de los Quimbayas. Pero hay que ir un poco más allá de esos objetos para pensar en el modo en que el despojo colonial ha configurado nuestros hábitos en la Europa fortaleza. Por ejemplo, Françoise Vergès habla de cómo el rastro colonial del tabaco de la explotación de la plantación esclavista aparece en el retrato de un burgués fumando tabaco en el XIX.
«El daño ya está hecho y la reparación es muy difícil. Por eso todas las políticas de restitución de piezas no dejan de ser políticas diplomáticas en el presente que son muy importantes, pero que en realidad no acaban con la violencia extractiva de los países del llamado primer mundo».
Ahora, ¿cómo se puede descolonizar los museos? No tenemos la solución. Es complicado porque también hay parte del entuerto que ya no tiene solución. El daño ya está hecho y la reparación es muy difícil. Por eso todas las políticas de restitución de piezas no dejan de ser políticas diplomáticas en el presente que son muy importantes, pero que en realidad no acaban con la violencia extractiva de los países del llamado primer mundo, que sigue existiendo. De todas formas, sí hay avances. Aunque una de nuestras conclusiones tentativas es que no se pueden descolonizar los museos de a uno, sino que hay que desmontar la separación por disciplinas (arte/artesanía, los de aquí/los de allí…).
¿Por ejemplo?
La Tate Britain, cuando ha repuesto su colección, te explica quién aparece en el cuadro: si trabajaba con esclavos, por ejemplo. O la exposición que hicieron el año pasado en el Thyssen comisariada por Andrea Pacheco, en la que revisaban colecciones del museo y aparecían esclavistas retratados.
«Que petroleras como Repsol financien actividades en museos por importes tan bajos demuestra no solo las alianzas con la industria del petróleo, sino que museos que están dedicados a la creación de posibles futuros están asociados a la destrucción del planeta».
Reflexionan sobre cómo las relaciones de los museos con las grandes corporaciones perpetúan las desigualdades entre el norte y el sur.
Pablo: Que petroleras como Repsol financien actividades en museos por importes tan bajos como 20.000 o 40.000 euros para garantizar que lleve su logo, por encima incluso que el del Gobierno, demuestra no solo las alianzas con la industria del petróleo, sino que museos que están dedicados a la creación de posibles futuros están asociados a la destrucción del planeta. Es demencial.