Sociedad
València, la gran expulsión | Capítulo 3: Los desarraigados
El padrón del Ayuntamiento de València cifra en 1.840 (sobre un total de algo menos de 50.000) las personas que dejaron el distrito de la Saïdia para emigrar a otro municipio en 2024.
‘La Marea’ está dedicando una serie de reportajes a la gentrificación. Las entregas analizan, desde diferentes perspectivas, el proceso que sufre el distrito valenciano de la Saïdia como paradigma de lo que ocurre en muchos barrios de las grandes ciudades. Puedes leer los capítulos anteriores aquí.
Javi Sánchez se fue del piso que tenía alquilado en el distrito de la Saïdia de València antes de que lo echaran. No por moroso, conviene aclarar. Pagaba puntualmente la renta de 440 euros al mes que le había fijado su casero, pero, cuando este le dijo hace un año que iba a venderlo y que pasaría a depender del nuevo propietario, tuvo claro que no le iban a mantener esa cantidad. No es que Javi tuviera dotes especiales de adivinador, para nada; sencillamente, sabía que en su calle ya se estaban pagando mil euros, una cantidad que no podía asumir. Tampoco quería verse inmerso en un proceso de subidas de alquiler, quejas y amenazas, así que optó por hacer las maletas y se convirtió en un desarraigado más de la Saïdia.
El caso de Javi no es excepcional. El padrón del Ayuntamiento de València cifra en 1.840 (sobre un total de algo menos de 50.000) las personas que dejaron el distrito de la Saïdia para emigrar a otro municipio en 2024. Lo que no aclara el padrón es cuántos de esos cambios tuvieron su origen en un problema de acceso a la vivienda.
Una pista que apuntaría en ese sentido es que buena parte de esos movimientos se produjeron hacia localidades de la misma comarca (667) o de la comunidad autónoma (661). Pero el padrón ofrece más datos: otras 2.024 personas se mudaron a otro domicilio de València, el mayor número (637) dentro de la Saïdia, pero a continuación aparecen como distritos de llegada Rascanya (332) y Benicalap (197), es decir, dos zonas colindantes con la Saïdia, pero situadas todavía más a las afueras de la ciudad, lo que también parece indicar desplazamientos relacionados con la vivienda. Si se suman ambas cantidades (traslados a otros municipios y dentro de València), el 8% de la población del distrito cambió de domicilio el año pasado.
Emilia Villalba (68 años) regenta una pescadería en la calle Alfambra, en el barrio de Morvedre de la Saïdia. Hace siete años también se vio forzada a abandonar su casa. Después de 20 años viviendo de alquiler en un piso de la calle Poeta Monmeneu, el dueño le dio un mes para dejarlo porque quería venderlo. De eso hace ahora siete años. Emilia y su marido se pusieron a buscar otra vivienda, pero lo que les pedían por la zona era «una locura», enfatiza ella, así que empezaron a ampliar el radio de búsqueda, y tanto lo ampliaron que se les acabó la ciudad y llegaron al municipio vecino de Tavernes Blanques. Y allí se quedaron. Eso sí, a Emilia su negocio le queda ahora un poco a trasmano, como a tres kilómetros de trasmano, cuando antes lo tenía a menos de cien metros de su casa.
La distancia que separa actualmente a Javi de la Saïdia es física, pero, sobre todo, emocional. Recorre ahora sus calles con cierto desapego, como si ese mundo, que fue el suyo hasta hace muy poco, le resultara ajeno. A sus 41 años, echa la vista atrás y recuerda su niñez en Sant Antoni, un barrio «en construcción», todavía con zonas de huerta, fábricas y talleres abandonados, muchos solares y casas de pueblo de dos alturas. Poco de eso queda ya.
Javi lamenta la pérdida de conexión con sus raíces, un proceso que va mucho más allá del lógico transcurso del tiempo y que tiene que ver, además, con las procesiones de guiris que recorren la avenida Constitución de madrugada entonando cánticos a grito pelado, y con un pañal lleno de mierda que le cayó a los pies lanzado por la ventana por unas personas que hablaban en inglés, y con el turista perdido que estuvo martilleando el timbre de su casa insistiendo en que ese era su airbnb, y él que no, que esa era su casa, hasta que un vecino militar lo puso de patitas en la calle, y con el continuo trasiego de vecinos en el edificio, de caras nuevas, no sabe si de turistas o simplemente de gente que no podía pagar el alquiler y se tenía que ir, hasta que al final solo conocía a dos vecinos de los diez que había en la finca. «Toda la vida viviendo aquí, y de repente te sientes fuera de lugar. Te desarraigan sin necesidad de moverte, antes de que te vayas», se lamenta Javi, y se queja de que cada vez hay menos bares de quintos y tapas: los arreglan, suben los precios y ya no los puedes pagar.
En el bar Lérida, en la calle del mismo nombre del barrio de Morvedre, todavía sirven quintos y tapas. Es un local de toda la vida, como le gustan a Javi. Bernardo Alcaide atiende la barra, cocina…; en resumen, el negocio lo lleva él. Dice que ha habido épocas en las que tenía a alguien que le ayudaba, pero que se apaña mejor solo. Es un tipo grande, buen conversador. Lleva en el oficio desde que acabó la EGB a los 15 años y regenta el bar desde hace 25. La suya es una clientela fija. Si falla alguien, le pone falta, bromea. Bernardo vive a apenas unos metros, en la avenida Constitución. Compró su piso hace ya muchos años por cinco millones de pesetas. Hace el cálculo rápido: 30.000 euros. Ahora están pidiendo 370.000 por uno como el suyo. Su hija tiene 27 años y vive en su casa. Y no porque no le gustaría tener la suya propia, que le gustaría. A su hija le encanta la zona y querría comprarse una vivienda en Visitación, el rovellet de l’ou de Morvedre, la calle central del barrio, pero no puede. «Y eso que tiene un buen sueldo», apunta Bernardo. Así que, de momento, seguirá con sus padres.

A Natxo Collado, la vida –un bonito eufemismo que podría ser sustituido por las deficientes políticas públicas de acceso de la vivienda o por los caseros insolidarios o por la paulatina conversión de los inmuebles en activos financieros– lo ha intentado desarraigar de la Saïdia en más de una ocasión. La relación de Natxo, abogado y uno de los fundadores de la asamblea anticapitalista de La Saïdia Comuna, con el distrito surgió casi como un enamoramiento adolescente, cuando, con 28 años (ahora tiene 36) buscaba piso con dos amigos por toda València.
Finalmente, lo encontraron en el barrio de Sant Antoni: 600 euros por una vivienda grande, de cuatro habitaciones. A Natxo, ese precio ya le parecía entonces un poco desproporcionado, pero nada comparado con lo que vendría a continuación. Al finalizar ese contrato de tres años, los echaron directamente. «El propietario quería cobrar más», resume Natxo. Se mudaron a un piso exactamente igual al que tenían, de otro propietario, situado en la planta de arriba. Exactamente igual, tampoco: la vivienda estaba en peores condiciones y el alquiler subió a 900 euros. A los tres años volvieron a echarlos y la nueva búsqueda resultó ya infructuosa. A pesar de que querían quedarse a toda costa en la Saïdia, donde habían establecido una red social importante, resultaba imposible. Les pedían 900 o 1.000 euros por pisos de dos habitaciones, una cantidad inasumible para ellos, así que la sociedad se deshizo: Natxo y un amigo se mudaron al barrio de Orriols, en el distrito de Rascanya, y el tercero, con 36 años, se volvió a vivir con su madre.
Emilia espera a sus clientas leyendo, sentada en una silla almohadillada de madera. En la entrada de la pescadería, destaca una estantería llena de libros de cocina. No es que sea una propagandista del hábito de la lectura, aunque podría. La explicación es otra: el piso al que se mudó es más pequeño que el que tenía en la Saïdia. Como no le cabían todos los libros, se llevó los que le sobraban al comercio. Y ahí están, esperando, igual que ella, que entren compradoras de toda la vida como María (Emilia, sobra decirlo, se sabe todos sus nombres).
Se lleva una sepia, cigalas, algo de pescado. Hay clientas que ya no volverán: tuvieron que dejar el barrio por, sí, no encontrar vivienda. La contrapartida del turismo, para Emilia, es escasa. Pocos viajeros pisan su establecimiento. Algún francés despistado, si acaso. Ella tiene claro que el turismo no se puede frenar mientras haya intereses para impulsarlo. Recuerda que, al poco tiempo de verse obligada a abandonar el barrio, abrieron un hotel, el Mythic, en los bajos de su edificio, en la calle Poeta Monmeneu. Las habitaciones están dispuestas en una nave industrial abandonada cuya estructura ha sido restaurada. Juguetes, dice Emilia que almacenaba antes.

En el enorme solar situado entre las calles Maximiliano Thous y Benipeixcar, en el barrio de Sant Antoni, había antiguamente una fábrica de muebles. Dentro de poco, habrá otro hotel. Juguetes, muebles… el pasado obrero de la Saïdia se difumina para dar paso a una nueva realidad. El muro de Maximiliano Thous lleno de mensajes contra la crisis inmobiliaria, que cerraba el acceso al solar, ya no existe. Ha sido derribado para que las máquinas empiecen a construir el complejo hotelero planeado allí.
Los cambios en la Saïdia se suceden a una velocidad vertiginosa. Hay que estar atento para seguir su evolución. En el barrio de Morvedre, casi al lado del estanco de Elisa, el bajo del número 20 de la calle Visitación, sin actividad desde hace años, se ha convertido en pocos meses en dos viviendas dedicadas, dicen, al alquiler de temporada. Muy cerquita, los dos bajos del número 33 de la calle Orihuela han desarrollado una extrañas protuberancias en forma de teclados numéricos que parecen indicar su paso a un estadio superior. En el canal de difusión de WhatsApp de La Saïdia Comuna, un vecino cuelga fotos del número 10 de la calle Ministro Luis Mayans, también en Morvedre:
–¿Son bajos turísticos?
–Por supuesto. Son inconfundibles.
–Qué horror. Se están cargando los barrios.
Javi se queja de que es muy difícil luchar contra la gentrificación porque, como hay un proceso de degradación previo, la gente tiene la sensación de que han mejorado. Y claro, arreglan los edificios, pero llegan los turistas, y suben los alquileres, unos alquileres que «son un desastre», dice Javi, porque las personas no los pueden pagar, y entonces, piensa Javi, te das cuenta de que si eres de clase trabajadora no tienes derecho a vivir en un buen barrio, ya no te toca, te toca irte al extrarradio o a un pueblo de la periferia, y entonces sufres un proceso de desarraigo. Todo eso piensa Javi. Y también piensa que por qué no se invierte en la gente antes que en fachadas. Sus reflexiones las hace desde la tranquilidad de tener una casa en el casco histórico de Sagunt, a 30 km de València, que compró por 35.000 euros hace tres años, cuando ya vislumbraba que llegaría un momento en el que no podría pagar el alquiler en la Saïdia.
Natxo se acabó comprando un piso por obligación, porque él hubiera preferido seguir de alquiler, pero admite que, en las condiciones actuales, esa opción «es una temeridad». «Dependes de muchas variables que no controlas». En contra de sus principios, se ha quitado de encima, reconoce, «quilo y medio de ansiedad». Su vivienda está en Orriols, un barrio situado junto a la Saïdia, pero más alejado del centro, ya en el extremo norte de València. La vida, en este caso, fueron los contactos por su trabajo; unos propietarios con conciencia social que le dejaron el piso en 90.000 euros, muy por debajo del precio de mercado, y un amigo (además del banco) que le prestó dinero para pagarlo. En definitiva, la vida, esa vida que ha intentado desarraigarlo de la Saïdia tantas veces y que finalmente ha tenido que dar su brazo a torcer porque Natxo, aunque ya no reside allí, no ha abandonado su activismo en el distrito.
El paseo ha terminado. Javi cruza el puente de Serranos para dirigirse a la estación del Norte, donde tomará el tren que le lleve de vuelta a Sagunt. No puede evitar sentir pena por todo lo perdido, pero, al mismo tiempo, se alegra de haberse ido, porque en su nueva casa ha encontrado la vida que siempre ha deseado. En su camino a la estación, cuando pase por la plaza de la Virgen tomada por los turistas, volverá a tener esa sensación de no saber dónde está, de sentirse un elemento más del decorado, el tipo que molesta en la foto de recuerdo; un desarraigado.