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¿Está a punto de estallar la burbuja de la IA?

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Opinión

¿Está a punto de estallar la burbuja de la IA?

OpenAI, Nvidia, Microsoft… Todos dentro del mismo círculo de inversión. La burbuja de la IA podría estallar antes de lo previsto.

Fotografía de un ordenador con el logo de OpenAI en Nueva York. ÁNGEL COLMENARES / EFE
Guillem Pujol
28 octubre 2025 Una lectura de 5 minutos
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Este artículo fue publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.

Hace apenas unos años, Silicon Valley parecía haber tocado techo con la fantasía del metaverso y la fiebre de las criptomonedas. Pero el capitalismo tecnológico nunca muere: solo cambia de disfraz. Ahora, la nueva utopía se llama inteligencia artificial, y su promesa ha vuelto a encender los mercados, las conferencias y las imaginaciones. Todo vuelve a empezar: discursos redentores, inversiones multimillonarias y una fe colectiva en el progreso automático. La pregunta es hasta cuándo puede crecer una promesa antes de colapsar bajo su propio peso.

La nueva fe digital tiene cifras de epopeya. El gasto global en proyectos de inteligencia artificial podría alcanzar 1,5 billones de dólares antes de que acabe 2025. Solo en la bolsa estadounidense, las empresas vinculadas a la IA han generado el 80% del crecimiento total de este año. Nvidia, el fabricante de chips más poderoso del mundo, ha superado los tres billones de capitalización, mientras que OpenAI, una empresa privada que aún no es rentable, ronda ya los 500.000 millones. Incluso Sam Altman, su director ejecutivo, ha reconocido que “hay partes de la IA que son, literalmente, un poco burbuja”. No es una confesión menor en un sector acostumbrado a convertir la duda en una cuestión de fe.

Una burbuja alimentada por el reflejo del capital

Lo que hoy se vende como una revolución puede ser también una ficción colectiva. La industria de la IA se ha convertido en un ecosistema de dependencias circulares, donde los mismos actores invierten unos en otros para mantener viva la ilusión del crecimiento. OpenAI está en el centro: ha firmado un acuerdo de 100.000 millones de dólares con Nvidia para construir centros de datos, otro multimillonario con AMD, y recibe financiación masiva de Microsoft y Oracle. A su vez, Nvidia invierte en start-ups que necesitan sus propios chips para sobrevivir. Es un circuito cerrado, un bucle financiero que confunde la demanda con su reflejo. El valor se reproduce sobre sí mismo como un espejo infinito.

Ese mecanismo ya se ha visto antes. Las burbujas siempre comienzan con un relato convincente y terminan sosteniéndose sobre su propia sombra. “Cuando estalle, será mucho peor, y no solo para la IA”, advertía hace poco Jerry Kaplan, pionero de la informática. Los síntomas son claros: proyectos faraónicos sin financiación real, inversores minoristas persiguiendo el oro digital y una infraestructura que crece más rápido que la necesidad que debía justificarla. El auge de los megacentros de datos es el ejemplo más visible: instalaciones que devoran energía y agua a un ritmo insostenible y que podrían quedar obsoletas antes de amortizarse. “Estamos creando un desastre ecológico fabricado por el ser humano”, alertaba el propio Kaplan, recordando que detrás de la pantalla hay un paisaje que se calienta y se seca.

Los límites técnicos del sueño artificial

Pero el problema de fondo no es solo financiero, sino cognitivo. La burbuja de la IA se infla también sobre una promesa tecnológica que empieza a mostrar sus límites. Los modelos de lenguaje que sostienen la euforia —como GPT o Claude— ya rozan el techo de sus capacidades. Su aparente inteligencia no es comprensión, sino estadística: no piensan, predicen. Operan dentro de los márgenes del lenguaje, sin ningún acceso real al mundo. Son sistemas que correlacionan palabras, no que entienden ideas.

El crecimiento exponencial de datos y parámetros no ha generado un salto cualitativo, sino repeticiones más sofisticadas de lo mismo. Es como si estos modelos hubieran llegado al límite de su propia lógica, atrapados en una espiral autorreferencial. Eso hace aún más frágil la narrativa que los rodea. La idea de que la inteligencia artificial pueda razonar o descubrir por sí misma ha sido la gran fantasía que ha justificado su financiación desmesurada. La palabra “singularidad” —ese punto en el que la máquina supuestamente superará al ser humano— se ha convertido en el eslogan de un capitalismo de la fe, donde los inversores compran un futuro que la propia ciencia empieza a cuestionar.

Mientras tanto, los datos materiales siguen hablando de exceso. OpenAI todavía no ha obtenido beneficios. Nvidia vive de una demanda que ella misma contribuye a generar. Microsoft y Amazon intentan transformar la ola de entusiasmo en suscripciones o servicios en la nube. Todo parece crecer, pero lo que crece es la especulación. No hay industria capaz de sostener indefinidamente este ritmo de inversión sin un retorno real. El precedente es conocido: Nortel, el gigante canadiense de las telecomunicaciones, financiaba a sus propios clientes para mantener la demanda artificialmente alta antes de desaparecer con el estallido de la burbuja puntocom.

Los defensores del sector aseguran que, aunque haya exceso, la infraestructura quedará para el futuro. Es el argumento clásico: la burbuja de internet también dejó la fibra óptica que hizo posible la red global. Pero el problema no es invertir en tecnología, sino hacerlo sin criterio ni límites, como si el planeta fuera infinito y la energía inagotable. La actual fiebre de inversión está provocando un traslado colosal de recursos hacia proyectos privados que prometen innovación, pero externalizan sus costes ecológicos y sociales. La disrupción, como siempre, es para unos pocos; la factura, para todos.

Todo esto se parece más a una crisis espiritual que a una tecnológica. La industria habla de “revolución cognitiva”, pero lo que ha producido es un capitalismo cada vez más dependiente de una infraestructura opaca, centralizada y energéticamente insostenible. No hay nada más humano que sobrevalorar nuestro ingenio y subestimar sus límites. La IA no es una excepción, sino la última expresión de esa vieja arrogancia.

Las burbujas no estallan por falta de potencial, sino por exceso de fe. Y esta, la fe en una inteligencia artificial capaz de hacerlo todo, empieza a agrietarse. Cuando la realidad vuelva a pedir cuentas —cuando los beneficios no lleguen, cuando los modelos dejen de mejorar, cuando el relato ya no se sostenga— descubriremos si la IA era, como aseguran sus profetas, la clave del futuro o simplemente el último espejismo de un sistema que solo sabe reinventar sus propias promesas.

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