Cultura
‘Un simple accidente’: la transición y sus dilemas
Llega a los cines la película ganadora en Cannes, una fábula moral y política con la que Jafar Panahi demuestra, una vez más, su absoluto dominio del arte cinematográfico.
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Responder a la violencia con violencia es algo elemental, algo que podríamos calificar de profundamente humano… si no nos dejara a los humanos en tan mal lugar. Un porcentaje altísimo de películas gringas tratan precisamente sobre la venganza, cuanto más sangrienta mejor. La manera en la que Jafar Panahi ha respondido a la espeluznante violencia del régimen de los ayatolás nunca fue esa. Antepuso la razón, la creatividad, la dulzura y el humanismo a la hora de criticar (con la misma energía que un disparo, si no con más) el sistema que ha intentado amordazarlo durante décadas con prohibiciones, penas de cárcel, arresto domiciliario y vigilancia continua. En todo este tiempo nunca dejó de hacer cine, aunque para ello tuviera que rodar en su casa y con un teléfono móvil. En su última película, Un simple accidente, lleva su pulso contra la República Islámica de Irán un poco más allá, haciendo que sus protagonistas planeen una venganza tradicional, salida de las tripas: matar a su torturador… si es que se trata realmente de él.
En la cinta, Vahid (interpretado por Vahid Mobasseri, genial como todo el elenco) secuestra a quien cree que lo torturó en el pasado por sus actividades políticas. Nunca le vio la cara, pero lo reconoce por el particular chasquido que hace su pierna ortopédica al andar. Está decidido a matarlo, pero en el fondo no está seguro de que se trate del mismo hombre. Por eso pide a otros represaliados que le ayuden a identificarlo sin ningún género de dudas. Y también, quizás inconscientemente, para que compartan con él el cargo de conciencia que supone arrebatar una vida, incluso si ésta pertenece al más deleznable de los seres humanos.
La premisa recuerda, obviamente, a La muerte y la doncella (1994), pero dentro de su intensidad dramática hay espacio para el humor y para un pensamiento más trascendente que el de la simple y deseada venganza. La idea podría resumirse en la pregunta que todas las sociedades se hacen cuando cae la dictadura que las oprime: ¿y ahora qué? La respuesta no es nada fácil, como sabe cualquier español.

El director levanta un tribunal popular en la furgoneta en la que Vahid tiene inmovilizado al presunto torturador. Cada uno de sus ocupantes tiene una opinión diferente sobre qué hacer con él, lo que da una idea de la magnitud del dilema.
El ardid de situar el corazón de la historia dentro de una furgoneta, además de contribuir a la dramaturgia, es un alarde técnico: Panahi tiene prohibido rodar en Irán. Por eso las secuencias en las que se ve el casco urbano de Teherán están rodadas desde dentro del vehículo, a cubierto. Por eso, cuando los protagonistas salen de la furgoneta están en el desierto o en un aparcamiento o en calles poco transitadas. Por eso, también, predomina el plano-secuencia, lo que agiliza el montaje final, una forma muy recomendable de trabajar en un país como Irán, donde las autoridades pueden asaltar tu domicilio en cualquier momento y llevarse todo el material rodado.
Contar una historia con imágenes es un arte mucho más complicado de lo que la gente cree. Y trasladar con ellas un mensaje comprensible superando una larga lista de obstáculos técnicos y políticos lo es todavía más. Si a pesar de todo eso, eres capaz de rodar unas secuencias iniciales como las de Un simple accidente, donde el director presenta la trama y los personajes sin subrayados y sin apenas palabras, entonces es que eres un maestro. Y eso es efectivamente Panahi, un maestro.
Entre la crítica se ha discutido mucho si Un simple accidente es merecedora de un premio tan prestigioso como la Palma de Oro del Festival de Cannes. Hay quien sostiene que se trata de un reconocimiento más político que cinematográfico, y que el jurado trató así de compensar la «injusticia» cometida un año antes con Mohammad Rasoulof y La semilla de la higuera sagrada, otra portentosa película iraní rodada en la clandestinidad que entonces quedó relegada por Anora. Y hay también quien habla de un premio «a toda una carrera», lo cual es bastante condescendiente con la película de Panahi.
¿Por qué dicen todas estas cosas? Pues quizás porque Un simple accidente es su película más sencilla, más accesible para el gran público. En ella no rompe la cuarta pared, ni mezcla realidad con ficción, ni la historia se fragmenta tomando rumbos inesperados. Lo que no significa que no sea un ejercicio magistral de dirección que, además, no renuncia al espíritu humanista que siempre ha iluminado su obra.
En esta brillante mezcla de thriller y comedia (combinación siempre arriesgada), Panahi introduce además la cuestión ética y proyecta a sus personajes más allá de la república teocrática en la que viven para preguntarse: ¿cuál es la mejor manera de acometer una transición política? Y cómo ocurre con la buena filosofía, la pregunta es más importante que la respuesta. Porque respuestas hay muchas, y cada una de ellas tiene pros y contras. En el caso de Un simple accidente, su fábula moral está abierta a un fecundo e interesante debate.
Lo que no admite discusión es el absoluto dominio de Panahi en el ejercicio de su arte. Condensar la azarosa historia de todo un país en el chasquido de una pierna ortopédica y que ese lenguaje simbólico sea perfectamente traducido por la audiencia, eso, ya lo hemos dicho, sólo está al alcance de los grandes maestros del cine.
‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi, se estrena en cine el viernes 17 de octubre.