Opinión
Prohibir la empatía
«Que la derecha trate de imponer que ayudar a la población palestina es sanchista es el marco del PP, no de los y las docentes que hacen su trabajo cumpliendo con la ley educativa», escribe Noelia Isidoro.
La antesala de la equidistancia es la autocensura. Lo sabemos nosotras y lo saben quienes están empeñándose en llenarlo todo de barro, aunque eso implique escupir sobre los derechos humanos. Cuando el miércoles el diario El País contó que en algunos centros educativos de la Comunidad de Madrid se estaban recibiendo llamadas por parte de la Consejería de Educación para prohibir acciones de sensibilización ante el genocidio de Gaza, la noticia corrió como la pólvora en redes. Por una parte, están los memes y el hastío que hace que cada día amanezcamos con declaraciones cada vez más desnortadas de la derecha y perdamos tiempo en escandalizarnos y desmentirlas, plegándonos a su agenda. Por otra, más peligrosa, está el miedo. Y eso es peligroso siempre.
Desde que cinco personas desplegaron en Figueres una bandera palestina durante una etapa de la Vuelta ciclista, ha ido forjándose un sentimiento de pertenencia colectiva que ha impulsado toda una ola solidaria y de protesta en las distintas ciudades por las que ha pasado el recorrido. El final de la competición el domingo pasado fue todo un revulsivo para quienes llevan dos años haciendo scroll entre imágenes del genocidio casi a diario y escuchando en distintos medios eso de que a nadie le interesa lo que sucede en Gaza. Pisar las calles y hacerlo juntas, conseguir parar la competición y reconocerse como parte de un colectivo demostró que sí que importaba, que lo que faltaba era encontrarse.
También importan los tiempos, por eso el intento de desmovilizar a la gente que el lunes llegó al trabajo cargada de un optimismo movilizador forma parte de la estrategia de la derecha para seguir imponiendo su ideario. No lo hace desde la razón ni desde el sentido común. Tampoco se apoya en el sentir mayoritario de la sociedad (un estudio del Real Instituto Elcano señalaba que el 82% de la ciudadanía cree que Israel está cometiendo un genocidio), ni siquiera en el de sus compañeros habituales de bando, dado que tanto la Iglesia como el rey Felipe VI han condenado lo que Israel está perpetrando en Gaza.
Solo dos días después del final de la vuelta en Madrid amanecimos con la noticia de los subordinados de Ayuso llamando a los centros educativos para prohibir la solidaridad en los colegios e institutos. La mayoría de las veces son llamadas, pocas veces dejan algo por escrito porque no existe ninguna normativa que lo prohíba ni antecedentes de que se haya hecho anteriormente. Y sin embargo, paraliza. Quienes trabajamos con adolescentes en esta comunidad autónoma asistimos año tras año a un desfile de banderas rojigualdas con el logo de Vox en sus muñecas. Se les permite a diario. El escoramiento a la ultraderecha en los estudiantes desde los 12 años es más que evidente, por más que escueza. Son ellas, las chicas, quienes actúan como cortafuegos de discursos negacionistas, racistas y machistas. No es necesario que hablemos de ello en clase para que prenda la mecha, basta oír los comentarios que hacen mientras recorren los pasillos o se comen el almuerzo en el recreo. A algunos les gusta la fruta y otros no tienen ningún problema en poner «Viva Franco» en la foto de perfil de su correo educativo.
Mientras tanto, la noticia de la prohibición de concienciar sobre el genocidio en Gaza se extiende por los grupos de WhatsApp de docentes y a la desesperación le está acompañando el miedo. No es miedo a represalias económicas o laborales de cara a la administración. Es parálisis ante un previsible conflicto con menores y sus familias. Miedo a que la convivencia haga crack. Un miedo que es habitual en la izquierda, que a menudo se confunde con la templanza y normalmente deriva en pérdida de avances en derechos sociales. Miedo a tener que trabajar entre miradas y comentarios que tachan de enemiga a cualquiera que defienda que exterminar sistemáticamente a la población palestina es un genocidio, tal y como este miércoles reconoció la ONU.
No pasó con Ucrania, ni siquiera con el desastre de la dana, que tanto barro político sigue arrastrando después. En ambos casos se han colgado banderas, se ha trabajado el tema en clase y se han hecho incluso recogida de alimentos y dinero en centros públicos. No ha pasado antes porque la escuela es el lugar donde se enseñan conocimientos. Porque la historia (con y sin mayúsculas) no puede dejar de contarse solo porque haya quien ha decidido que lo que no le gusta no existe o es terrorismo. Porque no tiene sentido explicar las causas que propiciaron el auge del fascismo en Europa en los años treinta y mantenerse calladita cuando lo estamos viviendo en directo y cabe aún la esperanza de poder frenarlo a tiempo.
Que un partido se adueñe de una visión del mundo no es problema de la comunidad educativa. Quien decide vivir de espaldas a la realidad no puede exigir lo mismo al resto para ganar votos. Que la derecha trate de imponer que ayudar a la población palestina es sanchista es el marco del PP, no de los y las docentes que hacen su trabajo cumpliendo precisamente con la ley educativa vigente, la LOMLOE, que refuerza la competencia ciudadana promoviendo la participación activa, la reflexión crítica y la justicia social. Educar en ella no puede hacerse con bulos (como el de que las personas que se manifestaron el domingo en Madrid estaban fichadas por pertenecer a la kale borroka), negando la realidad y pisoteando la educación en derechos humanos.
La ofensiva israelí lleva oficialmente más de 65.000 muertos en Gaza. Francesca Albanese, relatora de la ONU para Palestina, estima que la cifra real podría ser diez veces mayor. No se puede exigir al profesorado que se quede quietecito en aras de una supuesta convivencia que es en realidad habitar el mundo como si no estuviera pasando nada mientras la agresividad crece a diario, en el tono y en las formas, incluso entre quienes no han cumplido ni siquiera 15 años. No se puede educar a los y las menores en la falta de solidaridad porque eso es irresponsable. El silencio siempre lo es. Y esta vez, como en casi todas, nos convierte en cómplices.