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Violencia política

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Opinión

Violencia política

"Ante la barbarie y el genocidio, no caigamos en la trampa de asumir los marcos de debate de quienes, históricamente y en el presente, no dudan en usar toda la violencia a su alcance para anular e, incluso, acabar con la existencia de quien se rebele a la imposición de un orden injusto", escribe la autora.

Una mujer sostiene una bandera española con el lema 'Palestina libre', en las protestas, durante la Vuelta ciclista, contra el genocidio. Francesco Militello Mirto vía Reuters Connect
Arantxa Tirado
18 septiembre 2025 Una lectura de 7 minutos
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El concepto de ‘violencia’ es moralista, impreciso, incoherente y tiende a la hipocresía. 

Peter Gelderloos

El asesinato del activista de extrema derecha Charlie Kirk ha reactivado el debate sobre la violencia política en EE. UU. Antes de la detención de su presunto asesino, y pese a no tener pruebas todavía de la autoría del crimen, Donald Trump y referentes de las posiciones más ultras de este espectro político, como Elon Musk, se apresuraron a culpar a la “izquierda radical” de su muerte. Sus afirmaciones tienen un gran impacto porque señalan y estigmatizan a toda la izquierda, reducida al papel de “agitadores” que, según criterio del presidente estadounidense, “hablan mal de nuestro país” y son el problema. Se sientan, así, las bases de una nueva ola de persecución política, alentada por otros personajes del movimiento MAGA como Steve Bannon, que recuerda a los tiempos del macartismo. 

Pero no ha sido la izquierda la que ha alimentado el clima de intolerancia respecto de las ideas contrarias que parece reinar en EE. UU. De hecho, la escalada de violencia política que se vive en ese país, y que salpica al resto del mundo, no puede disociarse del crecimiento electoral de distintas fuerzas que representan una plural derecha radical a escala global.

Se trata de partidos políticos, movimientos o referentes de opinión que han conseguido normalizar sus ideas en el debate público a pesar de que destilan odio hacia otros colectivos. Sus discursos justifican la marginación de los diferentes e, incluso, en los casos más extremos, su aniquilación. Enfrente, encontramos a una izquierda inerme que, salvo excepciones, se defiende con métodos pacíficos, pero a la que se acusa de “radical” o, si levanta un poco la voz, de ser responsable asimismo del equidistante término fetiche: la “polarización política”.

El PP traslada el debate a España

La derecha y ultraderecha española –valga el pleonasmo– se ha sumado al discurso de sus referentes estadounidenses. En un desafortunado tuit, el secretario general del Partido Popular (PP), Miguel Tellado, pretendía abrir un debate sobre la responsabilidad de la izquierda en la violencia política con las siguientes preguntas: “¿Qué pasaría en España si una persona de ultraderecha asesinara a tiros a un activista de izquierdas? ¿Qué pasaría si un ciudadano español de piel blanca asesinara a una mujer de procedencia extranjera y otro color de piel?”. La respuesta era clara pues en España ya se han dado casos así sin que el PP se pronunciara ni convocara manifestaciones de repulsa. 

En su torpeza y miopía, los dirigentes del PP son incapaces de darse cuenta de que abrir un debate serio sobre la violencia política en España dejaría muy mal parado a un partido fundado por siete ministros de la dictadura franquista. Una dictadura cuyos crímenes, y sus responsables, siguen en la más absoluta impunidad, por obra y gracia del PP y de los pactos políticos que en la Transición consagraron una amnistía generalizada por la vía de la amnesia selectiva y un obligado perdón unilateral. Su falta de credibilidad se confirma al comprobar que el respeto que exigen para las víctimas de ETA se olvida, o se transforma en chascarrillos sobre fosas, huesos y subvenciones, cuando se habla de víctimas del franquismo. 

«En su torpeza y miopía, los dirigentes del PP son incapaces de darse cuenta de que abrir un debate serio sobre la violencia política en España dejaría muy mal parado a un partido fundado por siete ministros de la dictadura franquista».

Pero no hace falta irse atrás en la historia reciente, a pesar de que marque nuestro presente, para observar las inconsistencias de las derechas a la hora de dar lecciones sobre violencia política, así como sus trampas discursivas. En días posteriores, las movilizaciones populares denunciando el genocidio de Israel en Gaza, en el marco de La Vuelta ciclista a España, que han provocado la cancelación de la última etapa que debía discurrir en la ciudad de Madrid, han dejado otros ejemplos de la observación selectiva sobre la violencia de las derechas y ultraderechas españolas.   

Cuando es más violento oponerse a un genocidio que ejecutarlo 

No sorprende, pero no deja de resultar un ejercicio de desfachatez extrema, que los líderes del PP hagan malabares argumentales para negar el genocidio en Gaza, escudándose en una legalidad internacional tomada por partes y a conveniencia, pero sí vean una violencia equiparable a lo vivido en otros conflictos bélicos entre quienes pararon La Vuelta en la capital española. La hipérbole como estrategia de comunicación política, tan usada por la presidenta de la Comunidad de Madrid para desviar la atención del debate principal –en este caso el apoyo del PP al Estado colonial y genocida de Israel frente a una mayoría de españoles en contra–, se muestra aquí en toda su miseria moral. 

Quienes ven violencia en tirar una valla o en irrespetar un orden injusto, pero no en el asesinato masivo de decenas de miles –si no cientos de miles, como ha apuntado Francesca Albanese– de seres humanos porque lo perpetra un gobierno amigo que dice defenderse del terrorismo, tienen su brújula ética bastante desviada. Ser una “democracia” no debería servir de cheque en blanco para poder ejercer el terrorismo a placer desde el Estado, como hace Israel con la connivencia del mundo occidental, empezando por su padrino EE. UU. y siguiendo por la Unión Europea. 

«Cualquier parecido con las acciones de los distintos gobiernos israelíes en Palestina no son mera coincidencia sino parte de un hilo histórico de colonialismo occidental que tiene en el Estado de Israel a uno de sus últimos y principales baluartes».

Precisamente, EE. UU. sabe bastante de vulneraciones al derecho internacional y uso de la fuerza para imponer sus intereses en el sistema internacional, pero también tiene experiencia en aplicar métodos de aniquilación de poblaciones originarias para fundar un nuevo Estado, “the land of the free”, es decir, la tierra de quienes llegaron a otro lugar para ser libres a costa de la libertad, y la vida, de quienes ya estaban antes. Cualquier parecido con las acciones de los distintos gobiernos israelíes en Palestina no son mera coincidencia sino parte de un hilo histórico de colonialismo occidental que tiene en el Estado de Israel a uno de sus últimos y principales baluartes.

Las trampas de hablar de violencia política en abstracto

En 1961, el psiquiatra y teórico de las luchas por la descolonización, Frantz Fanon, reflexionaba en su libro Los condenados de la tierra sobre el impacto del colonialismo en los pueblos bajo dominio europeo, indagando en la relación de poder, y su traslación psicológica, que se producía entre colonizador y colonizado. La violencia era, a decir de Fanon, un elemento central en dicha relación, pero no era unívoca ni unidireccional, operaba de manera múltiple y representaba posiciones contrapuestas. Mientras la violencia colonial pretendía someter y deshumanizar al colonizado, su respuesta desde la población autóctona en los procesos de descolonización, inevitablemente violentos, redimía y dignificaba a quienes luchaban. Lo más importante que nos enseña Fanon es que la violencia puede oprimir, pero también puede liberar.

Un debate serio sobre violencia política no puede nunca poner en el mismo plano a víctimas y verdugos. Hablar de violencia política en abstracto tiene una intencionalidad política que pretende ocultar las relaciones de poder detrás de dicha violencia, así como sus grados diferenciados, las coordenadas ideológicas, los principios éticos o los intereses en pugna que explican los conflictos políticos, muchos de los cuales acaban derivando en una guerra abierta ante la imposibilidad de resolución por otras vías. Se impide así la comprensión de los conflictos políticos, confundiendo explicación con justificación para, incluso, acusar de connivente con la violencia a quien se sale de los relatos oficiales. De paso, se fuerza una equidistancia ética que no debería tener lugar ante situaciones de flagrante injusticia.

«Hablar de violencia política en abstracto tiene una intencionalidad política que pretende ocultar las relaciones de poder detrás de dicha violencia».

Sin acudir a ejemplos de opresión colonial o a conflictos internacionales, podemos observar que la violencia también está presente, en distintas formas, en el ejercicio del poder de nuestras sociedades de democracia liberal capitalista. Una violencia sobre la que no se debate porque es invisibilizada por normalizada –la violencia estructural de un sistema económico injusto, sin ir más lejos– ya que quien tiene el poder real para ejercerla sin cortapisas puede imponer al resto de la sociedad, a través de sus portavoces políticos o mediáticos, qué es violencia y quién puede ser estigmatizado por su uso. 

Tanto en el plano doméstico como en el internacional, el discurso sobre la violencia política del adversario se usa desde los poderes hegemónicos para estigmatizar a quienes representan “una amenaza al orden gobernante y su ilusión de paz social, tras la que se oculta la lucha de clases, la brutalidad del patriarcado y el colonialismo homicida”, en palabras de Peter Gelderloos. Por eso, ante la barbarie y el genocidio, no caigamos en la trampa de asumir los marcos de debate de quienes, históricamente y en el presente, no dudan en usar toda la violencia a su alcance para anular e, incluso, acabar con la existencia de quien se rebele a la imposición de un orden injusto.

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