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“El franquismo hizo con el hambre lo mismo que Netanyahu en Gaza”

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Sociedad

“El franquismo hizo con el hambre lo mismo que Netanyahu en Gaza”

Miguel Ángel del Arco acaba de publicar 'La hambruna española' (Crítica, 2025), donde narra el ciclo atroz que segó las vidas de más de 200.000 españoles.

Imagen de archivo de una comida navideña para pobres en el barrio de Doña Carlota en Madrid en 1941. EFE/Vidal
Pablo Batalla Cueto
18 septiembre 2025 Una lectura de 13 minutos
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Dice el historiador granadino Miguel Ángel del Arco Blanco en el epílogo de La hambruna española (Crítica, 2025) que «lo que sucedió en la posguerra española no fue solo hambre, sino una auténtica hambruna homologable a las acaecidas en Europa y en el mundo. Pese a la negación de su existencia por parte del franquismo, este libro prueba que tuvo lugar, la identifica, explica sus causas, quiénes fueron sus víctimas y cuáles fueron sus consecuencias».

El libro tiene todo lo que debe tener uno de historia: documentación y rigor, pero también pasión humanista. En él habla Del Arco, pero se escucha también la voz de los hambrientos de 1939-1942 y 1946, un ciclo atroz que segó las vidas de más de 200.000 españoles. El franquismo pudo evitar esas muertes, pero no quiso. Charlamos por teléfono con el autor.

Lahambruna española

Miguel Ángel: con tu libro, ha sido la primera vez que he leído llamar “hambruna” al hambre española de los años cuarenta. Argumentas muy convincentemente por qué hay que hacerlo así. Pero la primera aportación novedosa del libro es esa: su mismo título, ponerle nombre a lo que no lo tenía, una hambruna como la irlandesa, la bengalí o la ucraniana.

Esa es la principal aportación del libro, sí: releer todo lo que pasó en los años cuarenta e identificar y explicar que esto fue una hambruna con unas características muy similares a las que vivió Europa en el siglo XX o el XIX.

Una hambruna deliberada, que podía haberse evitado, pero el franquismo no quiso evitar.

Generada por manos humanas, sí; por decisiones políticas, igual que las grandes hambrunas del siglo XX: la Gran Hambruna de Mao en China, el Holodomor ucraniano, otras hambrunas que tuvieron lugar en la Unión Soviética, la hambruna de los Países Bajos o antes la irlandesa. Siempre hay condicionantes, pero las decisiones políticas fueron claves en fomentarlas y, una vez que llegaron, en agravarlas.

El profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Granada Miguel Ángel del Arco Blanco. Foto: Pablo Trenor Allen

Un ejemplo elocuente de las varias maneras con las que el franquismo provocó el hambre es aquella pugna de entonces entre el Auxilio Social de Mercedes Sanz-Bachiller y la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera. El Auxilio Social, con ser una institución fascista, tenía una mayor honestidad humanitaria: dar de comer a quien fuera y como fuera. La SF, en cambio, condicionaba el reparto de alimento a criterios políticos y de adoctrinamiento. Y acabó ganando la partida.

Mercedes Sanz-Bachiller, que evidentemente tenía una ideología fascista, estaba más cercana al Auxilio de Invierno nazi y consideraba que lo importante era asegurar el alimento para todos los españoles, a cambio de nada, bajo un principio de justicia. Pero esa batalla, como bien dices, la gana Pilar Primo de Rivera, que es una Falange mucho más conservadora, menos revolucionaria, si me permites el término, y que considera que el reparto de alimento es un gran instrumento para adoctrinar y reeducar a los españoles.

Sus usuarios son fundamentalmente los vencidos y sus hijos. Y para Pilar Primo de Rivera, lo importante no era darles comida, sino que hubiera una serie de rituales alrededor: el rezo antes y después de comer, los retratos de Franco y José Antonio y toda otra simbología en las paredes, los himnos… Los vencidos no querían enviar a sus hijos al Auxilio Social, porque eran conscientes de que era eso: un espacio de adoctrinamiento. Aquellos que habían dado un golpe de Estado y habían provocado la guerra civil, ahora utilizaban el alimento para reeducar a sus hijos. Muchos acabaron enviándolos allí con muchísima pena, porque estaba la vida de sus hijos en juego. En el libro recojo un poema demoledor sobre esto.

«Aquellos que habían dado un golpe de Estado y habían provocado la guerra civil, ahora utilizaban el alimento para reeducar a sus hijos».

Hay mucha poesía, en el libro. Es otra de sus virtudes. ¿A qué poema te refieres ahora?

A ese poema de Joan Margarit que se titula Casa de misericordia y que recrea a una mujer a la que han fusilado a su marido y que tiene que escribir una carta pidiendo por favor que acojan al niño en el Auxilio Social. Es desgarrador y recrea perfectamente lo que tuvo que ser aquello. No obstante, había diferencias. En el libro también comento que el propio régimen reconocía que había comedores del Auxilio Social donde comían vencidos e hijos de vencidos y comedores de Auxilio Social adonde no iban hijos de vencidos, y en estos últimos se daba más comida; o cómo los propios funcionarios decían: “Primero, que coman estos, y luego los otros”. La victoria marcó al país profundamente.

[Buscamos el poema de Margarit en el libro al transcribir la entrevista. Dice así: “El padre fusilado. / O, como dice el juez, ejecutado. / La madre, ahora, la miseria, el hambre, / la instancia que le escribe alguien a máquina: / Saludo al Vencedor, Segundo Año Triunfal, / Solicito a Vuecencia poder dejar a mis hijos / en esta Casa de Misericordia”.]

El libro desacredita los tres o cuatro mitos con los que el franquismo trató de excusar el hambre y su responsabilidad en ella. Uno de ellos es el ostracismo internacional. A la dictadura se le ofreció ayuda cuantiosa que rechazó. 

Es uno de los puntos del libro de los que más orgulloso estoy. Sí: el franquismo puso la ideología por encima de la necesidad. Por un lado, quería monopolizar la ayuda humanitaria que se diera, y entonces desincentivó la de los cuáqueros, que acabaron yéndose del país. El franquismo les hizo la vida imposible y acabaron yéndose. Eso me sorprendió. La ayuda debían prestarla el Auxilio Social y Falange. Cada vez que se conquistaba una ciudad durante la guerra, aparecían sus chicas dando pan. La dictadura hacía lo mismo que está haciendo ahora Netanyahu en Gaza: aquí entra la ayuda humanitaria que diga yo, y la damos nosotros como queramos y donde queramos, para mover a la población a un lado o al otro, o decidiendo que coman estos y que no coman los otros.

A veces se condicionaba la aceptación de alguna oferta de ayuda internacional a eso: me mandáis las cajas de alimentos, pero las reparto yo, con mis Cara al sol y mis retratos de Franco. Pero es que otras ofertas directamente se rechazaron.

Hubo, por ejemplo, un intento de la Cruz Roja americana de enviar no sé si veinte mil cajas de leche en polvo, te hablo de memoria. Media el embajador en Washington, Cárdenas, y es curioso cómo Serrano Súñer lo rechaza. Responde que gracias, pero que la situación de hambre en España no es para tanto. ¡La gente se estaba muriendo de hambre, literalmente! ¿Qué pasaba? Que Serrano era un pronazi que quería que España entrara en la guerra, y una ayuda de la Cruz Roja estadounidense resultaba problemática en ese sentido. Puso el interés de los ciudadanos por debajo del interés político del régimen.

«El franquismo puso la ideología por encima de la necesidad. Quería monopolizar la ayuda humanitaria que se diera».

Te ocupas en el libro de otra dimensión del franquismo en la que hacemos poco énfasis: su profundísima corrupción. El dictador y el régimen propagaron de sí mismos una imagen de austeridad y falta de ánimo de lucro que cuesta poco trabajo demostrar que era falsa. Pero la propagaron con tanto ahínco que ese mito sigue permeando incluso a gente de izquierdas que, cuando piensa en la dictadura y habla de ella, se fija sobre todo en su carácter represivo, y pocas veces en su carácter corrupto. Eso también jugó un papel en la hambruna.

Bueno, es que ya está bien. Clama al cielo. No lo digo yo, lo dicen los teóricos políticos, los economistas, los sociólogos… Las dictaduras siempre son más corruptas que las democracias, porque no hay transparencia, ni división de poderes, ni rendición de cuentas. La cosa se cae por su propio peso. ¿Por ser españoles tenemos una historia exclusiva? Para nada. Está demostradísimo que la cultura del franquismo era el pelotazo. Tenemos escándalos desde los años cuarenta hasta poco antes de la muerte de Franco, en la etapa del desarrollismo. Y en los cuarenta se juega con el hambre del prójimo, sí.

En la corrupción del hambre está implicado desde el propio Franco, cuando vende de estraperlo el café que le mandan de Brasil, hasta su hermano, sus ministros… Cuando le dicen a Franco que el general Saliquet tiene una fábrica de jabones clandestina, en la que usa grasas de estraperlo, dice: “A mí dejarme en paz”. Esa permisividad era una forma de comprar a los gobernadores civiles. El de Mallorca acabó siendo cesado y hasta se tuvo que ir al exilio, de la que había montado. Los alcaldes, los falangistas, todo el mundo está comprado, de arriba abajo. Y todo el mundo apoya el régimen de Franco, que reparte el botín y les permite que hagan su agosto.

Amartya Sen ya lo demostró hace tiempo estudiando la hambruna bengalí: el problema de la hambruna no es que no haya comida; es que la hay, pero la gente no puede acceder a ella. En España, la inflación era tan grande, los precios del mercado negro eran tan altos, que mucha gente no podía acceder a alimentos que sí había. Con un jornal de jornalero de seis pesetas al día, alimentar a tu familia era complicado si el pan oficial valía dos pesetas, pero ni siquiera lo encontrabas, y lo tenías que comprar de estraperlo a cuatro o cinco veces más el precio original. Imagínate lo que era eso. Mucha gente se murió de hambre porque no podía pagar esos precios.

Tener a la gente hambrienta también servía para aplacar el descontento. Las autoridades franquistas de Álava llegaron a decir literalmente: “Si estos desgraciados comieran, el número de protestas aumentaría, pero de momento los estómagos vacíos mantienen a la gente callada”. Los hambrientos pueden hacer una revolución; los famélicos, no.

Lo dice al final de sus memorias un preso republicano al que cito en el libro, Eduardo de Guzmán. El pasó por el campo de Los Almendros, en Alicante, después de haber pasado por el de Albatera. Era un periodista anarquista, muy formado, muy consciente políticamente. Reflexiona que el hambre deshumaniza, convierte a las personas en bestias, y dice: la revolución de los hambrientos se acaba en la panadería de la esquina. Demoledor.

Una cosa que yo quería con el libro también era tirar abajo los muros de las cárceles y los campos de concentración. Esa gente sufrió la hambruna especialmente. El caso de Miguel Hernández es especialmente significativo. A mí me llamó mucho la atención cómo la represión, la violencia física, se cruzaba con el hambre. También lo cuento ahí: cuando Miguel Hernández –una víctima más de la hambruna, que al estar debilitado primero tiene tifus y luego la tuberculosis que lo mata; todas las caras de la hambruna pasan por este hombre cuya hambre se reflejó también en su poesía–, cuando Miguel Hernández, digo, muere, su familia no lo puede velar. Lo llevan al cementerio, pero no lo pueden velar, porque en el cementerio, en 1942, todavía estaban fusilando gente. Las dos violencias coinciden en el tiempo.

«El caso de Miguel Hernández es especialmente significativo. A mí me llamó mucho la atención cómo la represión, la violencia física, se cruzaba con el hambre».

Yo no sabía, y lo he leído en tu libro, que a Miguel Hernández el régimen le ofreció muchas veces una reducción de condena o incluso ser liberado si escribía poemas a favor del franquismo. El régimen no quería otro García Lorca, otro mártir, y pensaba que incluso podía aprovechar el talento de este otro poeta a su favor. Miguel Hernández siempre dijo que no. En su hambre mandaba él.

Sí. Es una cosa que, ¡fuf!, pone los pelos de punta. Los momentos más especiales para mí al escribir este libro fueron esos; descubrir todo eso. Cómo empezaron a visitarlo amigos como Cossío o Almarcha, que incluso al borde de la muerte le ofrecieron ser trasladado al sanatorio de tuberculosos, y cómo él se mantuvo en sus trece, con esa integridad. Es otro caso en el que ves que lo que pasaba con esta gente era una decisión completamente deliberada.

Otro de los mitos del franquismo sobre el hambre que desacreditas es el de la “herencia recibida” de “los rojos”. La destrucción causada por la guerra –una guerra que, en todo caso, no empezaron los rojos– no fue tanta como se cree.

No, no fue tanta. Eso requeriría solo un libro. Yo he bebido del trabajo de muchísimos historiadores; no me lo estoy inventando. Ya se ha demostrado que tanto la industria, como la agricultura, como incluso la marina mercante, no sufrieron tanto. Cuando cae el Frente Norte, los republicanos no destruyen la industria del País Vasco y Asturias, ni los franquistas la han bombardeado. Lo mismo pasa en Cataluña: cuando se van los republicanos, no destruyen tejido industrial. Por lo tanto, esa no es una explicación del hambre.

En cuanto a la agricultura, el bando franquista no pasó hambre. De hecho, hay muchas provincias que fueron las más castigadas por el hambre –Cádiz, Huelva, las extremeñas…– que durante la guerra estuvieron en manos franquistas. Así que no es razonable echarle la culpa a los republicanos. La destrucción afectó sobre todo a la vivienda, y los que más la pagaron fueron las clases bajas, claro.

Lo que yo digo es que la guerra no puede ser obviada, pero que el factor principal es posbélico. Son esos hombres y mujeres que se van al exilio, que son castigados, que acaban en campos de concentración y cárceles, etcétera, etcétera, y que dejan de producir, por ejemplo. También hay otra cosa: el bando republicano sí pasó hambre, sobre todo desde el año 38. No hubo hambruna, pero sí hambre, y eso preparó los cuerpos para que, cuando la hambruna llegara, fueran más vulnerables. La guerra es importante para explicar la hambruna, pero con la guerra solo no se explica todo lo sucedido durante más de una década, en un país cuya economía no levanta cabeza. Si lo comparas con otros países, ves que en Francia y Alemania, después de la segunda guerra mundial –que sí lo arrasó todo–, la industria ya funciona a pleno rendimiento al segundo año.

El libro también está lleno de historias personales, extraída de esa memoria oral que guardó el recuerdo de aquella hambruna silenciada. Todos –al menos todos los que tenemos un árbol genealógico poblado de pobres y vencidos– hemos escuchado alguna de esas historias. En mi familia se cuenta que mi bisabuela compraba un pan para sus cinco hijos, se lo daba y solo comía lo que ellos dejaban: si eran nada más que unas pocas migas, esas pocas migas era lo que comía. Y que un día uno de los niños se comió un pan entero que encontró desatendido, y aunque había dejado sin comer a sus padres y sus hermanos, su madre no fue capaz de reñirle. Venimos de ahí.

Esa memoria ha estado flotando en distintas generaciones. Lo ves en la literatura, el cine, las novelas, la poesía… Y también en todos esos testimonios. Yo he entrevistado como a veinte personas, y cuentan cómo el hambre se convirtió en algo esencial, y cómo las mujeres fueron claves para sacar a la familia adelante y conseguir suficiente para comer. Todos aquellos platos imposibles, inventados, todas esas maneras de llamar de una forma normal a algo que no era normal, para poder comérselo. Los derivados, los animales que no formaban parte de la dieta y de repente tuvieron que formar parte. 

«Dar gato por liebre» es una expresión que viene de esa época.

Eso es. Y mira, aquí ves también dos cosas. La historia siempre es compleja. Ves cómo las sociedades, a veces, saltan por los aires; cómo el hambre deshumaniza y cómo a veces hay incluso robos dentro de la propia familia, o entre amigos. La situación tuvo que ser extrema. Pero también surge la solidaridad. Escuché muchas historias de padres que comían después de los hijos, o lo contrario: el padre era el primero que comía, porque era el que traía el salario y tenía que estar fuerte, y los demás se repartían lo que quedaba.

Las madres siempre se sacrificaban: ese es un patrón constante, lo ves una y otra vez. O los presos: encontré un caso de unos presos padre e hijo, que el padre renunció a comer en favor del hijo, porque no había suficiente, y cuando el padre se debilitó y el hijo quiso hacerlo al revés, renunciar a comer él para que comiera el padre, ya no pudo, porque la situación del padre había degenerado ya demasiado, y se murió. 

Todas esas cosas son alucinantes y demuestran que también hay solidaridad. Entre familiares o dentro de las comunidades; la gente que pasaba por las casas a pedir comida y se la daban, o la gente que compartía o que fiaba para que se pudiese comer. Esas historias de superación personal y comunitaria merecían ser contadas. Muchos españoles estuvieron a la altura, y si no lo hubieran estado, habría habido muchas más víctimas. Esa historia que me cuentas encaja como un guante en todo esto.

La hambruna se acabó. Pero dejó una estela. Siempre he pensado que, detrás de ese mito popular entrañable de la abuela que te atiborra de comida, que a todos nos arranca una sonrisa, había algo muy siniestro. Esa abuela pasó hambre y se le quedó para siempre, grabada en la cabeza, la idea de que, cuando se puede comer, tienes que comer todo lo que puedas, porque nunca sabes si mañana podrás.

Es que es curioso, ¿no? Siempre hemos tenido ese latiguillo, y en el fondo pensábamos “qué pesada la abuela”. No nos dábamos cuenta de lo que había detrás, que era un sufrimiento y una superación y en el fondo un amor a nosotros. Yo recuerdo a mi madre llenando la despensa con cosas que no necesitaba. O el gesto este que rescata Almudena Grandes en una novelilla que se llama Los besos en el pan, que yo compré esperando algo sobre la posguerra, pero que en realidad son historias de la crisis de 2007. La introducción es una auténtica maravilla y cuenta lo de los besos en el pan cuando se caía al suelo. Mi abuela lo hacía. Lo cogía del suelo, le daba un beso y te lo daba, como diciendo: “Ya está bendecido”. No se podía tirar absolutamente nada. 

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