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La utopía discreta de Le Champ Commun, un laboratorio social contra la despoblación rural en Bretaña
En Augan, un pequeño pueblo bretón de apenas 1.500 habitantes, la cooperativa Le Champ Commun se ha convertido en un referente en Francia. Este espacio multiusos reúne bistró, tienda de alimentación, bar con sala de espectáculos y albergue: un lugar de vida y comunidad como antídoto al fatalismo de la despoblación rural.
Al cruzar la puerta de L’Estaminet, el bistró de la cooperativa bretona Le Champ Commun, nada hace sospechar que se trata de un combativo proyecto político. Así lo define Henry-George Madelaine, cofundador y cogerente de este espacio, creado en 2010. En las cabezas de Madelaine y Mathieu Bostyn, su mejor amigo y segundo ideador, Le Champ Commun ya era en 2009 lo que es hoy: un edificio multiusos abierto a los vecinos, anclado en el territorio y con una oferta cultural inusual, lejos de los grandes focos urbanos.
Han hecho falta más de diez años de paciencia y transformaciones para que el proyecto se concrete. Una prueba de que, en el mundo de las cooperativas y dentro de un sistema económico alternativo al capitalismo, las ideas poderosas necesitan tiempo para materializarse.
Estamos en el interior del departamento de Morbihan, en Bretaña. Augan es un pueblecito típico francés que, en una mañana de finales de agosto, parece algo desangelado. La vida se construye en torno a la iglesia, donde se encuentran el ayuntamiento, la peluquería y una panadería. Dando unos pasos más, el antiguo edificio de correos ha sido reconvertido en una estación de la radio asociativa, Timbre FM, y una casa vieja con la fachada de piedra es ahora el resplandeciente nido de una librería, también asociativa, La Grange aux Livres. De hecho, Augan contaba con cerca de medio centenar de asociaciones (una dinámica local muy favorable) cuando Madelaine y Bostyn decidieron recuperar el bar del pueblo, regentado por una pareja que se iba a jubilar.
«Teníamos ganas de construir algo que respondiera a las preguntas que nos hacíamos de la sociedad como sociólogos, es decir, la constatación de la deriva neoliberal», dice Madelaine, originario de Nord-Pas-de Calais, otra región francesa afectada por la desindustrialización y el empobrecimiento de las clases populares, que ha dado alas a la extrema derecha. «Pensábamos entonces que los franceses no son conscientes de la amenaza que representa la desaparición de los servicios públicos y del abandono de los territorios periféricos», comenta.
Los teóricos decidieron entonces salir de los libros y hacer una propuesta concreta, ofrecer una alternativa para la que inicialmente encontraron una decena de socios que a finales de 2009 habían recolectado más de 70.000 euros para dar forma a Le Champ Commun, que traduciremos como ‘El campo común’ o, menos literal, ‘El territorio común’.
Sus animadas asambleas generales, que reúnen cada año a más y más socios, quedaron retratadas en 2012 en un mediometraje documental: «Le Champ Comun: Juntos vamos más lejos». «Nuestra misión principal es conseguir mantener espacios donde las personas puedan reunirse, conversar, debatir… y demostrar que es posible crear una empresa que alcance el equilibrio aun con una actividad de pequeña escala«, dice Bostyn en el filme.
De las ideas a la realidad: quince años de paciencia
Lo que empezó como un bar donde se celebraban conciertos y otros espectáculos culturales, ha ido evolucionando en estos quince años hasta contar con una tienda de comestibles y droguería, un bistró, un albergue y una sala de reuniones que acoge principalmente formaciones sobre proyectos de economía social y solidaria. Suena tan ambicioso que, según cuenta Madelaine, costó mucho trabajo que los bancos y los organismos públicos apostaran por ellos.
«Un aspecto al que nos enfrentamos en este tipo de proyectos es que tanto los actores públicos como privados que se atreven a arriesgar por iniciativas como las empresas emergentes en la tecnología sin ninguna certitud de resultados, tienen una incredulidad total ante proyectos como el nuestro. Hay una duda permanente sobre nuestro equilibrio financiero», dice el sociólogo, ya jubilado, que sigue echando horas en la cooperativa. Denuncia que estos territorios son percibidos como zonas sacrificadas donde la despoblación, el cierre de comercios de cercanía como comestibles o correos son ineluctables.
La cooperativa, catalogada desde 2012 como Sociedad Cooperativa de Interés Colectivo —es decir, centrada en beneficios sociales, culturales y medioambientales, más que en el lucro—, cuenta actualmente con 14 empleados y más de 250 socios. En quince años ha demostrado que el destino de los pueblos no tiene por qué ser el olvido: sus ingresos han crecido cada año hasta superar en 2024 el millón de euros, que en un 70 % provienen de la tienda. Los beneficios no se reparten entre los socios, sino que se utilizan para posibles mejoras y nuevas contrataciones.
En el colmado se ofrece todo lo que una familia puede necesitar para el día a día, tantos productos convencionales como alimentos locales y biológicos, predominantes en este comercio que trabaja directamente con los productores, con márgenes muy ajustados que permiten mantener unos precios similares a los que se pueden encontrar en grandes superficies.
Aurélie Cherel, vecina de Augan de 38 años, acude a con su hija de un año en brazos. Venir a este comercio le evita conducir quince minutos para ir a Ploërmel, donde se encuentran los supermercados. «Es muy práctico tener un sitio así. Tienen un pequeño puesto de correo postal, una fotocopiadora y lo esencial para las compras lo tenemos aquí», dice Cherel después de hacer sus mandados.
Detrás del mostrador, Hélène Zimmerman trabaja como tendera desde 2022, cuando vio un anuncio de empleo en el periódico regional. Estudiante de ciencias políticas, Zimmerman decidió también subirse al «ring» de la acción social: «Trabajar aquí es un acto político. Lo que hacemos ayuda a preservar el tejido rural y tiene un impacto directo en la vida de la gente».
La casa común del vecindario
Los vecinos se han convertido en los mejores valedores de Le Champ Commun, encontrando en esta casa común un refugio con una oferta variada y de servicio público. Y eso pese a que las ayudas públicas han sido irrisorias, con la excepción de varios reconocimientos a nivel regional y europeo cuando el proyecto ya estaba en marcha. Pasadas las doce del mediodía, el bistró empieza a llenarse de trabajadores, vecinos jubilados y algunos grupos de amigos y familias, residentes o de paso.
Marie-Madeleine y Roger Lepeintre, jubilados oriundos de Augan, esperan con el periódico en mano que llegue su comida: feta asado con miel y uvas, espaguetis con salsa ‘amatriciana’ y, de postre, pera caramelizada con helado de vainilla. Un menú completo por 16 euros, un precio muy accesible para la zona, con un punto mediterráneo y exótico, ya que dos de los cocineros son italianos y la tercera nació en La Reunión. La calidad y originalidad atrae a los vecinos. «No hay muchos restaurantes en Augan. Cualquier alternativa nos obliga a ir a la ciudad. Aquí hemos encontrado calidez y un ambiente acogedor», constata Lepeintre, que ha decidido asociarse a la cooperativa.
No muy lejos de su mesa, tres treintañeros llegados desde Rennes y Dinan descubren el lugar, del que les habló una amiga. Una de ellas se plantea montar un proyecto similar en su pueblo. «Esto es el futuro. Da gusto ver que puede funcionar. Creo que cuanto más se desarrollen este tipo de iniciativas, más impacto tendrán en el medioambiente y en la vida de la gente«, dice la bretona.
Situado lejos de los puntos más turísticos de Bretaña, el pueblo se encuentra junto a vías verdes que atraen a cicloturistas y apasionados del senderismo que visitan el Bosque de Brocelianda, reino de los caballeros de la Mesa Redonda y del legendario mago Merlín. El boca a boca ha convertido Le Champ Commun en una parada obligatoria para curiosos y amantes de lo rural que, en busca de cierta calma, duermen en su albergue, abierto en 2017. Cuenta con 25 camas, con habitaciones privadas o comunes que atraen principalmente a los participantes de las sesiones de formación.
La particular escuela nació en 2012 para canalizar todas las demandas que saturaban a los fundadores. Muchos querían imitar el modelo e incluso copiarlo, a modo de franquicia. «Nos negamos —dice Madelaine—. No queremos crecer tanto que perdamos el espíritu inicial«. La utopía de poner en marcha una oferta alimenticia y cultural alternativa, dando autonomía y herramientas a los vecinos, se ha convertido en una realidad: una revolución tranquila que muestra que la despoblación rural no tiene porqué ser inevitable y que las ideas colectivas pueden transformar el territorio.