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Ciudades militarizadas: cómo Trump se sirve del Ejército para promover su agenda política
Una cosa son los datos y otra las sensaciones de la gente, influidas por lo que les llega por los medios y las redes. El cuadro terrorífico que pinta Trump de ciudades como San Francisco, Los Ángeles, Nueva York, Chicago, Baltimore, Seattle o Washington, todas gobernadas por demócratas, conecta con los prejuicios que el resto del país tiene de la vida en esas ciudades.
La capital de Estados Unidos está ocupada por su propio ejército. Las imágenes de soldados uniformados y vehículos blindados patrullando las calles y estaciones de metro de Washington recuerdan a las de Chile en los días después del golpe de Pinochet en 1973. También hay ecos de Catalunya en 2017. Así como miles de policías nacionales y guardias civiles de toda España se desplazaban a Catalunya para impedir el referéndum soberanista y de paso dar una lección de patriotismo a los independentistas, hoy seis Estados gobernados por el Partido Republicano —incluidos cuatro de los Estados más pobres del país— están enviando unidades de la Guardia Nacional a Washington, D.C. El hecho de que Estados rurales y conservadores como Tennessee, Mississippi y Luisiana envíen soldados para “proteger” —léase controlar— a la población de uno de los mayores centros urbanos del país produce cierto ambiente de guerra civil.
La Guardia Nacional es un cuerpo de reserva de las fuerzas armadas estadounidenses cuyos miembros llevan una vida civil y se reportan un fin de semana cada mes para entrenarse. Su misión, por regla general, consiste en ayudar a los cuerpos de emergencia en desastres naturales o, en casos excepcionales, participar en misiones internacionales. En principio, cada Estado tiene y controla sus propios cuerpos de reservistas.
Aunque una ley de 1878 prohíbe el uso del ejército para funciones policiales, salvo en casos de emergencia, esta no es la primera vez que Trump pone a prueba los límites de su poder. En junio, tomó control de la Guardia Nacional de California, contra la voluntad del gobernador, Gavin Newsom, para, supuestamente, proteger y ayudar a la policía migratoria (ICE, por sus siglas en inglés), cuyas redadas masivas se topaban con una feroz resistencia local.
El gobierno de Newsom no dudó en denunciar a Trump por el uso indebido de la Guardia; un tribunal de primera instancia le dio la razón a Newsom, pero Trump triunfó en el recurso. El caso de Distrito de Columbia (DC) es distinto porque, a diferencia de California, no es un estado soberano. Al no tener gobernador, solo alcalde, su Guardia Nacional la controla la Casa Blanca directamente.
Dado que los norteamericanos suelen desconfiar del gobierno federal, es lógico que estos despliegues militares no sean políticamente populares. Un sondeo reciente indica que un 57% de los votantes cree que se trata de una medida “autoritaria” y un 89% cree que Trump tiene pensado hacer lo propio en otras ciudades. En la propia capital, hasta un 80% de la población rechaza la presencia de soldados en las calles.
Pero Trump sabe lo que hace. Si algunas de las iniciativas del presidente en lo que lleva de mandato han parecido erráticas o arbitrarias —la guerra de los aranceles, por ejemplo, o los ataques a la investigación científica— esta no lo es de ninguna manera. La realidad es que la ostentosa presencia militar en la capital le permite a la Casa Blanca avanzar al menos cuatro metas de su agenda política.
Para empezar, la controvertida medida ha acaparado todos los titulares, logrando desplazar —por fin— el protagonismo mediático del caso Epstein, un escándalo que colocaba a Trump y su gabinete en una situación embarazosa e incluso ha producido grietas en el movimiento MAGA, la coalición trumpista.
El despliegue militar doméstico también sirve para subrayar una idea central del discurso de Trump con vistas a las elecciones midterm del año que viene: que todos los estados y ciudades gobernados por políticos demócratas son peligrosos, sucios y decadentes: hellholes, lugares infernales. No importa lo que indiquen las estadísticas: aunque la capital no está entre las ciudades más seguras del país, los índices de crímenes violentos han estado bajando y, de todos modos, algunas ciudades en los estados que han enviado a sus soldados a Washington tienen índices de criminalidad violenta más altos.
Pero una cosa son los datos y otra las sensaciones de la gente, influidas por lo que les llega por los medios y las redes. El cuadro terrorífico que pinta Trump de ciudades como San Francisco, Los Ángeles, Nueva York, Chicago, Baltimore, Seattle o Washington, todas gobernadas por demócratas, conecta con los prejuicios que el resto del país tiene de la vida en esas ciudades. Que Trump haya puesto la diana en ciudades y Estados demócratas, y que ataque con especial saña a los que son gobernados por mujeres no blancas, también indica que el despliegue del Ejército es parte de una campaña de venganza y, por tanto, de intimidación.
Además, es probable que la misma presencia de los militares provoque la violencia que estos, supuestamente, han venido a controlar. De hecho, fue lo que pasó en Los Ángeles. Por otra parte, la conducta de la policía migratoria (ICE) y la política de la frontera (Border Patrol) es altamente provocadora: operan como grupos de hombres enmascarados sin uniforme que realizan detenciones arbitrarias de personal de servicio o simples transeúntes. Así como ocurrió en Los Ángeles, muchos habitantes de Washington ven la presencia de fuerzas federales como una ocupación en toda regla. “¡Putos fascistas!”, les gritó un hombre blanco de 37 años en Washington a una fila de agentes a mediados de agosto, para después lanzarles el bocadillo que llevaba en la mano. “El tío del bocata” (the sandwich guy) fue detenido y acusado de agredir a un oficial (un crimen que lleva una pena máxima de ocho años de cárcel), pero no sin antes convertirse en un héroe popular instantáneo.
Aunque provocar a la izquierda es parte del plan, el objetivo mayor del despliegue militar es otro: expandir el poder del presidente para facilitar su continuidad. Trump sabe que, en Estados Unidos, el mayor límite al poder ejecutivo federal —su presidencia— lo ponen los gobiernos estatal y municipal. El propio concepto de la “ciudad santuaria” o “Estado santuario” (sanctuary city, sanctuary state) —que pretende proporcionar cierta tranquilidad a los inmigrantes sin papeles y así proteger los tejidos sociales y económicos de las comunidades— parte del principio de que la policía municipal o estatal no tiene por qué facilitar el trabajo de agencias federales como la policía migratoria. De la misma forma, son los gobiernos estatales los que están a cargo de todos los procedimientos electorales, del nivel que sean, dentro de ciertos límites impuestos por la Constitución y la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Esto, para Trump, es inaceptable. De hecho, en marzo, firmó una orden ejecutiva, claramente anticonstitucional, que pretendía imponer desde la Casa Blanca una serie nuevas reglas electorales a todos los estados.
Los despliegues militares en ciudades gobernadas por los demócratas, en otras palabras, solo son el primer paso. Lo que busca Trump, en el fondo, es garantizar la continuidad de MAGA en el poder. Para ello, necesita vencer el dique de contención que representa el sistema federal. Dada la pusilanimidad del Congreso, les tocará a los gobernadores demócratas, y sus ciudadanos, defenderlo a uñas y dientes.