Opinión
¿Dónde estás, humanidad? (II)
"Aunque sea por el egoísmo de salvarnos, todo el mundo debería entender que en Gaza se libra otro genocidio: el de nuestra conciencia, el de nuestra humanidad", escribe la autora.
El doctor Abu Abed Mughaisib, coordinador médico de Médicos Sin Fronteras en Gaza desde hace más de veinte años, explica en una carta que ha sido testigo de cómo surgía una nueva enfermedad: “En Gaza, la gente habla sola. No son esquizofrénicos ni psicóticos. Se trata de un desorden mental severo. Somos testigos de una nueva realidad clínica que va más allá del síndrome postraumático. Asistimos al colapso colectivo de funciones mentales. Una enfermedad tan grave que merece su propio nombre. Es el síndrome de Gaza. No aparece en los manuales psiquiátricos ni en la clasificación internacional de enfermedades. Ningún manual puede recoger las consecuencias de ver morir a un hijo de hambre, de enterrar a seres queridos todos los días, de sofocar el hambre y el terror a fuerza de un desplazamiento tras otro, de todo a la vez y sin fin”.
En enero de 2024, publicaba un clamor con forma de artículo titulado: ¿Dónde estás humanidad?. En él intentaba dar respuesta a preguntas como: Si en pleno siglo XXI, la ciudadanía de las democracias aliadas del agresor no tenemos vías para impedir siquiera que cometa un genocidio, ¿qué somos entonces?; o ¿dónde queda nuestra humanidad cuando quedamos reducidos a indignados espectadores de la barbarie?
Veinte meses después, no sólo no hemos sido capaces de evitar el genocidio, sino que el Gobierno español, uno de los más explícitos de palabra en su condena a Israel, sigue sin adoptar medidas reales que respondan a lo que la sociedad civil, las cortes internacionales de justicia y el derecho internacional le exigen desde el inicio del asedio a la Franja de Gaza: la ruptura de todo tipo de relaciones con el Estado de Israel, un embargo de armas y sanciones económicas. Lo mismo que hicieron la UE y Estados Unidos con Rusia cuando invadió Ucrania.
¿Somos realmente conscientes de todo lo que entraña que nos hayan hecho cómplices del síndrome de Gaza, de haber llevado a dos millones de personas a hablar solos, al colapso físico, emocional y mental por tanto dolor y barbarie? ¿Entienden quienes siguen sin asumir su responsabilidad cómo van a recoger los libros de Historia haber permitido el primer genocidio televisado, el asesinato de más de 20.000 menores –una media de 30 al día–, haber dejado huérfanos de, al menos un progenitor, a más de 42.000 niños y niñas, la desaparición completa de más de 2.600 familias completas?
«Muchos de los que seguían apoyando a Israel mientras reducía a miles de niños y niñas a jirones de carne y sangre mediante bombazos y disparos en la cabeza, ahora se rasgan las vestiduras ante las imágenes de las criaturas consumidas hasta los huesos»
Muchos de los que seguían apoyando a Israel mientras reducía a miles de niños y niñas a jirones de carne y sangre mediante bombazos y disparos en la cabeza, ahora se rasgan las vestiduras ante las imágenes de las criaturas consumidas hasta los huesos. El fotoperiodismo está cumpliendo su papel. Nunca sabremos si lo habría cumplido antes, de haber publicado los medios más imágenes de bebés desventrados y mutilados. Nuestros colegas gazatíes las tomaron y las difundieron, a menudo siguiendo las súplicas de los padres y madres, para que el mundo supieran que sus criaturas existieron, que tenían derecho a existir y que el Ejército sionista se los había arrebatado para borrar así el futuro de su pueblo.
Israel lleva 23 meses intentando que los periodistas de la Franja desistan y dejen de contarnos los crímenes de lesa humanidad que están sufriendo. Para ello ha asesinado a más de 220 reporteros y reporteras, a menudo junto a sus familias, en sus casas, en las tiendas en las que se resguardaban, en sus oficinas, cuando reporteaban. Gracias a su trabajo, algún día se hará justicia.
«Parece que las similitudes entre las fotografías de los niños famélicos actuales y las de los del Holocausto resultan demasiado evidentes y que se les han atragantado a algunos que ahora quieren evitar aparecer en el panteón de la ignominia»
Parece que las similitudes entre las fotografías de los niños famélicos actuales y las de los del Holocausto resultan demasiado evidentes y que se les han atragantado a algunos que ahora quieren evitar aparecer en el panteón de la ignominia. Saben que no olvidaremos ni uno solo de los nombres de quienes pudiendo contribuir a frenar el genocidio, prefirieron jugar a la dialéctica o a la Realpolitik, que se pusieron de lado o que esperaron a que los vientos de la historia cambiasen y el clamor fuera tan generalizado que estar del lado correcto no tuviese ningún coste, sino que fuese la lógica del momento –como antes lo fue, en la mayoría de los círculos del poder, apoyar incondicionalmente a Israel–. Dirigentes políticos, intelectuales, artistas, académicos, periodistas… nadie que tenga responsabilidad pública o altavoces a su alcance tiene excusa alguna para no alzar la palabra en contra de la infamia, a favor de la decencia.
El pueblo palestino lleva sufriendo las consecuencias del antisemitismo de Europa y de Estados Unidos desde 1948, cuando, como sostiene Naomi Klein, las potencias occidentales apostaron por limpiar su territorio de judíos y ubicarlos lo más lejos posible. Desde entonces, Israel se ha convertido en una industria cuya materia prima es el dolor, el despojo, la humillación, la explotación y el exterminio de los palestinos; su desarrollo tecnológico y económico se ha basado en aumentar su capacidad de masacrar, encarcelar, torturar, vejar, mutilar, enfermar, empobrecer y esquilmar a las palestinas y palestinos.
Al menos cuatro generaciones de europeos hemos crecido leyendo informaciones sobre los peores crímenes cometidos por Israel mientras nuestros gobernantes le brindaban un trato privilegiado. La relación de los países europeos con el Estado sionista ha deformado nuestra visión ética sobre lo que es admisible, ha espoleado los vectores colonialistas y racistas de los que Europa nunca se deshizo, ha alentado la islamofobia y arabofobia que han inspirado unas políticas migratorias criminales y que ahora la ultraderecha instrumentaliza para tomar el poder y quebrar la convivencia en nuestros países.
«La relación de los países europeos con el Estado sionista ha deformado nuestra visión ética sobre lo que es admisible»
Es perverso que el pueblo palestino haya tenido que sufrir un genocidio para que, quienes han callado ante décadas de los crímenes más graves, hayan decidido afear la conducta de Israel. ¿Cómo se puede vivir sin hacerse cargo de lo que ocurre en el mundo, de lo que provocan nuestras políticas, nuestro sistema económico, nuestras relaciones internacionales? ¿Cómo se puede encontrar sentido a la vida sintiéndose tan ajeno a todo lo importante, tan a salvo del dolor ajeno?
Nunca como hoy había sido tan importante poner nuestra voz al servicio de la verdad, decir “no en nuestro nombre”, nombrar a los responsables de lo que está ocurriendo, exigir justicia y verdad, reparación, no desfallecer, recordar que la resignación es un privilegio de quienes no tenemos que arriesgar la vida a diario para buscar un trozo de pan, tener la certeza de que somos muchísimas, millones, de personas a las que nos cuesta encontrarle sentido a dedicar nuestras horas y energías a cualquier cosa que no esté dirigida a frenar el genocidio, que mientras nuestros gobernantes permiten que decenas de miles de personas sean obligadas a morir de hambre, son nuestras sociedades las que se hunden en el abismo de la crueldad y de la inmoralidad. Aunque sea por el egoísmo de salvarnos, todo el mundo debería entender que en Gaza se libra otro genocidio: el de nuestra conciencia, el de nuestra humanidad.
«Aunque sea por el egoísmo de salvarnos, todo el mundo debería terminar de entender que en Gaza se libra otro genocidio: el de nuestra conciencia, el de nuestra humanidad»
Ya nadie devolverá la vida a las más de 60.000 víctimas del asedio, ni la salud a los dos millones de gazatíes torturados por el hambre, por las bombas, por la enfermedad, por la visión del horror a diario durante más de dos años. Por eso, lo único que podemos hacer es seguir clamando por el fin del genocidio, de la ocupación, del apartheid, del intrincado y maquiavélico sistema que ha creado Israel para convertir en un infierno la vida diaria de los palestinos –también los de Jerusalén Este y Cisjordania–, así como exigir el derecho al retorno de los casi seis millones de palestinos que viven en el exterior.
Y algo igual de importante: pedirles perdón. Perdón por no hacer lo suficiente, por no presionar lo suficiente, por no hablar lo suficiente, por no escribir lo suficiente, por no organizarnos lo suficiente, por este fracaso colectivo que hace que nos cueste reconocer nuestra propia humanidad. Reconozcámoslo: con el genocidio de Gaza nos estamos muriendo un poco todos. Porque ya todo tiene menos sentido, porque el mundo tras lo ocurrido en la Franja ya es otro, más injusto, más impune, más lúgubre, más triste, infinitamente peor.
«A estas alturas, solo arroparnos y avanzar tras la bandera palestina nos podrá salvar»
Y la única belleza ética que podremos rescatar de todo lo que estamos viviendo será la que seamos capaces de crear uniéndonos para construir justicia, verdad, reparación y paz. A estas alturas, solo arroparnos y avanzar tras la bandera palestina nos podrá salvar. Sus colores son los que mejor representan la urgencia de implantar una cultura global de derechos humanos y de cultura de paz, la acuciante necesidad de imaginar un futuro deseable, un nuevo mundo.