Opinión
Asturias, patria fresquita
«Los ‘refugiados’ ya han empezado a llegar. Son españoles meridionales y especialmente madrileños», escribe Pablo Batalla. «El Paraíso Natural también se agosta. No hay don Pelayo que valga contra el desastre climático».
El artículo ‘Asturias, patria fresquita’ se publicó originalmente en #LaMarea107. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y seguir apoyando el periodismo independiente.
Asturias, además de «querida», es una patria vallada. Así se la describe en el Libro de los testamentos de la catedral de Oviedo, del siglo XII: como una «patria vallada» por la asperitate montium, los montes agrestes por cuyas cimas serpentea su frontera, una de las más estables de Europa. La cordillera Cantábrica aísla y resguarda a este rincón del mundo —hoy fácilmente accesible por tierra, mar y aire—, pero llegar al cual fue una pequeña odisea hasta el siglo XX.
No es extraño que se desarrollara una autopercepción de refugio que atraviesa toda la historia de la idea de Asturias, magníficamente narrada por David Guardado en el ensayo Nunca vencida: una historia de la idea d’Asturies. Refugio o reservorio, Asturias ha querido serlo, se ha querido que Asturias lo fuera, de muchas cosas: de la cristiandad, de la nación española en Covadonga, del antifascismo en el 34 o el 62. En el mundo globalizado de hoy, en el que ya no quedan islas en las que naufragar porque a todas llega un crucero con wifi, cuesta imaginarse que el mito pueda seguir perviviendo. Y sin embargo, ha encontrado una forma de reinventarse. En una España particularmente vulnerable al látigo achicharrador del efecto invernadero, Asturias, lluviosa y fresquita, se imagina ahora como un refugio climático.
Los refugiados, de hecho, ya han empezado a llegar. Son españoles meridionales y especialmente madrileños que huyen de los días y noches insoportables de la canícula mediterránea y la «isla de calor». En la prensa local menudean las entrevistas a estos emigrantes interiores que seguramente responderían que no a la pregunta que Simon Kuper se hacía en un artículo de 2022 del Financial Times: «¿Seguirá viviendo alguien en el centro de España dentro de 50 años?». Allá apuntaba el periodista que, en el futuro, «el turismo se trasladará al encantador y fresco norte de España a medida que el calor del verano se transforme de atracción en amenaza». Así está siendo ya en Asturias. La desindustrializada región ve oxidarse sus castilletes mineros y dejar de salir humo por las chimeneas de sus fábricas —antiguos vectores de su prosperidad—, y lo que ahora bate cada año no es la extracción de carbón o la producción de toneladas de acero, sino el récord de turistas. El último son los 2.833.527 visitantes de 2024: casi tres veces más que su población empadronada. Y algunos se quedan a vivir o, al menos, adquieren una segunda residencia en el Principado.
Ciudades como Gijón viven de un tiempo a esta parte un pequeño boom constructivo que se debe, sobre todo, al comprador foriatu (‘forastero’): a él le corresponde el 60% de la demanda inmobiliaria, frente al 40% de cuota del mercado local impulsado por gijoneses que quieren cambiar de vivienda. Inmobiliarias asturianas han ido abriendo sedes en Madrid, ante la alta demanda de viviendas; y en la página web de una de ellas, el grupo gijonés El Sol —que ha abierto la suya en la calle Serrano— encontramos un artículo sobre «Gijón: la ciudad más demandada por los madrileños como segunda residencia», en el que se ensalza la belleza del Cantábrico, un metro cuadrado más bajo que otras ciudades del norte como Santander o Bilbao, las buenas comunicaciones, la gastronomía y la hospitalidad asturianas, la seguridad y también «el clima suave y agradable», con sus «veranos cálidos, pero no sofocantes» y «las noches [que] se convierten en un placer para descansar». Madrid es, después del propio Gijón, el segundo origen principal de búsquedas en Internet para comprar vivienda en todos los barrios de la ciudad. Y no solo esta ve llegar al míster Marshall subpajariano.
Quienes prefieren el campo están detrás de la reversión de la sangría demográfica de concejos rurales ultraenvejecidos ahora de moda, como Cabranes o Ponga. En sus aldeas recónditas se arreglan casas cuyas piedras parecía hasta hace poco que solo volverían a tocarlas los arqueólogos del siglo XXX. Su poder de atracción es la edénica belleza de sus paisajes, en un tiempo en el que ya no hay que recorrerlos a caballo ni quedarse atrapado en sus nevadas y es cómodo bajar a hacer la compra en SUV a los supermercados de Villaviciosa o Cangas de Onís. Pero también la cuestión climática: «Ofrecemos un amparo frente a las olas de calor que afectan a otras regiones del país», se ufana la Mancomunidad de la Comarca de la Sidra, a la que pertenece Cabranes.
El asunto del «refugio climático» se menta ya así en el debate parlamentario autonómico, en el hemiciclo de la Junta General del Principado de Asturias. En 2022, Nuria Rodríguez, diputada de Podemos, instaba allí a aprovechar el incremento de temperaturas en beneficio de la región, presentándola como un lugar atractivo para vivir, algo que podría revertir –aventuraba– la pérdida de habitantes de Asturias «en cinco años» y conjurar un pequeño drama regional: la simbólica bajada del millón de habitantes.
El presidente socialista Adrián Barbón es del mismo parecer: meses después, afirmaba en la escuela de verano de la UGT «la necesidad de salvaguardar el Principado como refugio climático porque esa ventaja diferencial, que ya opera como catalizador turístico, favorecerá la atracción de población e inversiones». El clima bonancible —añadía— es «un recurso económico que irá ganando importancia los próximos años». Al año siguiente, se presentaba el documental Asturias, refugio climático, dirigido por Nadia Penella y Pablo de Soto, y centrado en este debate, con la participación de expertos y estudiantes de geografía, biología, turismo, arquitectura, arte, filosofía, sociología, comercio y marketing.
Porque debate hay. Frente a las voces que piden monetizar la ecoansiedad, se alzan otras que señalan que el pretendido refugio, sencillamente, no existe. La temperatura que marca el umbral del riesgo no es igual en todas las provincias españolas, y la asturiana es la más baja de toda España: 26,4 grados que, últimamente, se superan de forma habitual. Debido a la humedad y otros factores, veintisiete grados en Asturias son más riesgosos para la salud que cuarenta en Córdoba, la provincia con el umbral de riesgo más alto (41,4 °C). Por lo demás, llueve cada vez menos, se producen sequías sin precedentes, campos que siempre fueron verdes amarillean e incluso empieza a haber problemas puntuales con el abastecimiento de agua en algunos lugares. El Paraíso Natural, sí, también se agosta. No hay don Pelayo que valga contra el desastre climático.