Opinión
Aprendiendo a querer a Simone Weil
"La belleza no está en las cosas; surge de nuestra relación con las cosas", reflexiona Ovejero en una nueva entrega de su diario, con Simone Weil –y el genocidio de Gaza– de fondo.
15 de julio
La Unión Soviética cerró la frontera a los alemanes que huían de Hitler. En Bélgica, Francia y Suiza, entre otros países europeos, fueron vigilados y en algunos casos devueltos a Alemania, donde podían ser torturados y asesinados –podían serlo y a menudo lo eran–. La geopolítica siempre ha sido más fuerte que la decencia. Como hemos estado viendo en el caso de Israel y el trato que se da a quienes se oponen al genocidio en los países europeos y en Estados Unidos.
No hay que rasgarse las vestiduras: es así. Pero es bueno recordarlo cada vez que políticos de todo signo nos hablan de democracia, libertad, de nuestros valores…
21 de julio
Con el sucio asunto de Montoro me pregunto qué es más dañino para la sociedad: el cinismo o el fanatismo. Supongo que lo segundo porque parece contagiarse con más facilidad… aunque quizá debería revisar esta apreciación vistas las tendencias actuales del voto.
«Todo resulta absurdo, inane y lerdo», escribió Boyero, con su habitual don para el matiz, sobre The French Dispatch –La crónica francesa–, de Wes Anderson. La vimos Edurne y yo anoche y, aunque coincidimos en que hay partes más flojas –por superficiales y confusas, como la dedicada a mayo del 68–, la disfrutamos mucho; ligera, irónica, con capacidad para hacerte sonreír solamente por la manera de poner en escena las situaciones, original, con unos actores que se toman en serio lo ridículo de sus papeles…
Es verdad que a menudo estoy de acuerdo con Boyero cuando se entusiasma y raras veces lo estoy con sus aborrecimientos. Me parece un mal crítico, condicionado por fobias que nunca revisa, alguien, en fin, cerrado de mente, rasgo que quita cualquier interés a la labor crítica. Su fama se debe más a su zafiedad que a su capacidad para mirar.
No voy a negar el elemento subjetivo de cualquier apreciación del arte –desde qué contexto miramos, desde qué experiencias– pero precisamente porque lo reconozco me parece importante –¡también en política!– revisar constantemente los propios prejuicios.
Y tengo que ponerlo en relación con mis lecturas actuales de y sobre Simone Weil. Cuando le reprocharon que una de sus interpretaciones históricas no se basaba en hechos, respondió «pero se basa en algo bello, y lo bello es necesariamente cierto«. Una filósofa como ella debería haber sido capaz de distinguir los dos niveles de apreciación y sobre todo, siendo tan buena lectora de literatura, aceptar que la belleza está también en lo inventado, en la ficción, incluso en la mentira. La convicción interior, a la que recurría también como fuente de explicación, tampoco es fiable. No sé qué habría pensado de los versos de Leonard Cohen: I don’t trust my inner feelings/ inner feelings come and go.
Es verdad que no conocemos los hechos ni las causas de casi nada y que la intuición, la convicción interior y también el hábito son necesariamente los mecanismos de nuestra brújula moral. Pero, para no volverse uno un idiota, debemos utilizarla sabiendo que a veces hay que dar un par de golpecitos al aparato para liberar la aguja trabada.
No puedo evitar perder el interés cuando Simone Weil comienza a escribir sobre Dios. He leído con entusiasmo ensayos como La Iliada o el poema de la fuerza, sus diarios del trabajo en la fábrica, su análisis del ascenso de Hitler, sus reflexiones históricas, porque tienen que ver con una realidad reconocible que desmenuza y examina siempre desde un punto de vista original. Pero cuando habla de Dios me siento como ante una persona que conversa con interlocutores imaginarios. Solo existen para ella, los demás no los relacionamos con nada real. Podemos compadecernos de la condición de esta persona, interesarnos por cómo funciona su mente, por cuáles son las necesidades que suple con tales soliloquios, pero somos incapaces –soy incapaz– de tomarnos en serio su discurso y sus conclusiones. ¿Amar a Dios? ¿A qué Dios? ¿Y por qué a ése?
Me deslumbran su creatividad y su capacidad para el análisis ya sea de la Trinidad o del sentido de la crucifixión, pero, al igual que cuando interpreta un momento histórico o el socialismo o el sindicalismo, tengo la impresión de que primero cree en algo y después busca los argumentos que justifiquen esa creencia, aunque escamotee los que la desmentirían.
Pero bueno, ¿no hacemos eso todos?
Debería añadir que en las argumentaciones de Weil siempre hay belleza, algo nada despreciable, pero, como decía más arriba, belleza y verdad no siempre van de la mano. Aunque, más que de verdad, deberíamos aquí hablar de necesidad: sus conclusiones no surgen necesariamente de los caminos que toma para llegar a ellas.
¿Le estará interesando a alguien todo esto? ¿Me interesará a mí si lo releo dentro de unos años?
Simone Weil no es muy buena escritora cuando escribe ficción, cuento o teatro porque no tiene confianza alguna en la literatura. Para ella lo literario es una dramatización del pensamiento. No se da cuenta de que la literatura es una de las formas del pensamiento, no una muleta suya.
La belleza no está en las cosas; surge de nuestra relación con las cosas.
Como se preguntaba la protagonista de Humo; ¿puede un animal percibir la belleza de un paisaje, de una puesta de sol, de una tormenta?
Las propuestas de Weil para una nueva constitución y una refundación de la democracia después de la guerra son tan interesantes como ajenas a la realidad. La idea de eliminar los partidos políticos –no una asamblea legislativa electa– con sus campañas y sus enfrentamientos y sus intereses unida a la necesidad de que todo cargo público sea juzgado por su trabajo tras dejar el cargo estaría muy bien si pensásemos que los jueces actuarán con neutralidad y ajenos a intereses privados, es decir, ve todo el mal en las luchas mezquinas de la política partidista y cree que eliminadas estas quedará resuelto el problema. Como si los intereses económicos que retuercen la política fuesen a desaparecer con los partidos y que no encontrarían otras vías para imponer sus deseos.
A veces me irrita, a veces me deslumbra Simone Weil. Y las cartas que escribe desde Londres durante la Segunda Guerra Mundial me conmueven. Estoy aprendiendo a quererla. Hacía tiempo que no mantenía una relación tan estrecha con una autora. Más bien, con la imagen que me hago de ella… aunque es cierto que todas nuestras relaciones incluyen una dosis de imaginación.