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Jeff Sharlet: “Hace muchos años que en Estados Unidos la izquierda secular ocupa el margen”
El periodista norteamericano publica una nueva traducción de ‘La Familia’, su libro sobre una organización religiosa fundamentalista tan poderosa como poco conocida. Este movimiento lleva años intentando minar la democracia estadounidense. «Y tal vez ya lo haya conseguido», advierte.
“Lo cierto es que en La Familia me equivoqué en algo fundamental”, escribe el periodista Jeff Sharlet (Scotia, Nueva York, 1971) en el prólogo a la nueva traducción española (Capitán Swing) de un libro que publicó en 2008 y que, en 2019, inspiró una serie documental en Netflix. “El movimiento religioso del que daba cuenta en el libro llevaba tanto tiempo minando la democracia estadounidense sin llegar a desplazarla totalmente, que yo creí que no llegaría a conseguirlo, que no sería capaz. Hoy, sin embargo, lo está intentando descaradamente. Es más, tal vez ya lo haya conseguido”.
Aunque las investigaciones de Sharlet que inspiraron el libro se realizaron hace dos décadas, no ha perdido un ápice de interés lo que revela sobre “La Familia” (o “la Hermandad”), una organización religiosa tan poderosa como poco conocida que opera desde una discreta casa suburbana en Virginia llamada Ivanwald.
Se trata de un movimiento fundamentalista creado en los años treinta por Abraham Vereide, un inmigrante noruego, que –escribe Sharlet– “reformula la teología con un vocabulario imperial”. Lo constituyen unas “élites fundamentalistas” que integran “una autoproclamada red invisible de seguidores de Cristo en el Gobierno, la empresa y el Ejército”; “un núcleo” que se cree “responsable del cambio en el mundo” y que, con ese fin, busca “fomentar el contacto con los poderosos, hombres clave elegidos por Dios para dirigir los destinos de la nación”. Lo que sorprende en el escalofriante relato de Sharlet no son las grandes ambiciones de Vereide, su sucesor, Doug Coe, y sus fieles seguidores, sino hasta qué punto han logrado hacerlas realidad.
Sharlet lleva muchos años intentando comprender la fuerza de la religión en la política norteamericana. En un libro de 2010, C Street, continúa el relato de La Familia; y, en cierto sentido, su obra más reciente, La corriente de resaca. Escenas de una lenta guerra civil (The Undertow, 2023), los complementa. Si los dos primeros libros se enfocan en el papel decisivo de ideas y organizaciones religiosas ultraconservadoras en los grupos de poder, en el último Sharlet recorre el país entero para entender cómo se manifiestan esas ideas a ras de suelo. Así, se cuela en mítines de las dos campañas presidenciales de Donald Trump (en 2015-16 y 2023-24); se emborracha con hombres jóvenes radicalizados por la manosfera; y todos los domingos se presenta en alguna de las muchas iglesias estadounidenses que combinan las técnicas más modernas de comunicación y recaudación de fondos con parafernalia militar y cursillos de entrenamiento militar, en preparación de lo que, creen, será una guerra decisiva contra las fuerzas enemigas: el marxismo, el secularismo, el feminismo y el wokismo.
Jeff Sharlet es profesor en el Dartmouth College (New Hampshire). Además de media docena de libros, ha publicado reportajes en revistas como The Nation, Rolling Stone, Vanity Fair y Mother Jones. Al comienzo de nuestra conversación, por videoconferencia, me confiesa que en noviembre de 1996, cuando trabajaba como joven reportero para un pequeño periódico en yidis, acompañó a los excombatientes de la Brigada Lincoln en un viaje de regreso a España: “Tenían una idea muy clara de lo que es el fascismo”.
No es usted un reportero al uso, sus libros se leen como novelas. ¿Hay alguna tradición periodística que reconoce como suya?
La verdad es que ni siquiera estoy seguro de que, cuando me puse con La Familia, me considerara un reportero. Las lecturas que más me han formado son libros como Elogiemos ahora a hombres famosos, publicado en 1941 por James Agee y Walker Evans y, después, la obra de la gran Joan Didion. Su Slouching Towards Bethlemen (‘Arrastrarse hacia Belén’, 1968) lo leí por primera vez como joven estudiante universitario en plena guerra de Irak, en 1991, en un pequeño pueblo de Massachusetts donde alguien se quemó a lo bonzo y después acabamos todos detenidos. El libro de Didion me resultó tan oscuro como los tiempos que estábamos viviendo.
El profesor que nos lo asignó, Michael Lesy, lo llamaba “periodismo literario”, que es la misma asignatura que yo imparto hoy en Dartmouth. La idea era contar historias verdaderas a través de una especie de arte documental, algo que hacía el propio Lesy en libros como Wisconsin Death Trip, que combinaba fotos con collages de textos. Para mí, la idea central del periodismo literario está resumido en la traducción al inglés que realizó Carl Sesar de dos versos de Catulo, el poeta romano: “¡Acudan todas las sílabas! ¡Acudan todas las sílabas! ¡Deprisa! ¡Necesito toda la ayuda que pueda!”. Quiero decir que se trata de contar una historia verdadera, usando todas las técnicas disponibles, para comprender la experiencia vivida del otro.
Ese “otro”, en su caso, muchas veces es la ultraderecha. En el prólogo a la traducción de La Familia, dice sobre La corriente de resaca, su último libro,que va sobre “lo que en La Familia decía que no podría darse en los Estados Unidos: la aceptación mayoritaria de un movimiento fascista puro y duro”.
En efecto, para mí la gran pregunta hoy es: ¿cómo nos enfrentamos al fascismo? Está claro que han fracasado los métodos tradicionales para comprenderlo y combatirlo. Necesitamos otra forma de pensar y proceder. Yo no digo que La familia sea la respuesta, pero lo que sí intento hacer allí es ir más allá de los hechos para explorar el porqué del movimiento. Es así como acabo remontándome al año 1935, cuando Abraham Vereide cree descubrir algo crucial: que la Cristiandad lleva 2.000 años equivocándose, porque resulta que Dios no nos empuja a enfocarnos en los pobres, sino en las élites. En mi libro, intento seguirle los pasos a Vereide cuanto pueda, para comprender desde dentro su evolución espiritual y política, que al final le llevó a una revisión teológica y política verdaderamente radical. Un reportero al uso, en cambio, lo describiría desde fuera.
Como periodista, es un intermediario entre dos mundos. En todos sus trabajos sobre movimientos conservadores no solo descubre una verdad desconocida, sino que, además, lanza una advertencia. Como si quisiera poner a sus lectores en alerta. En cuanto combina la revelación y el aviso, su papel tiene algo de profeta bíblico. Usted se mezcla con los leprosos para después pintarnos un futuro ominoso.
Revelación y advertencia: es curioso que lo plantees así. Es verdad que siempre me ha encantado la palabra apocalipsis, que significa revelación y describe literalmente el momento en que se levanta el velo de la novia. De hecho, cuando trabajé como investigador para el centro de Religión y Medios en la Universidad de Nueva York, fundé una web que titulé The Revealer. [Risas]¿Pero busco yo avisar a mis lectores? No estoy seguro. Aunque, ahora que lo pienso, puede que tengas razón. Tiene que ver con mi disposición.
¿En qué sentido?
Creo firmemente que hay que relacionarse con el mundo desde una mezcla de amor y miedo. Al escribir sobre el fascismo, hay que evitar cualquier pretensión de pureza, que siempre es un autoengaño. ¡Si las mismas ilusorias pretensiones de pureza son las que mueven muchas veces a la derecha! En ese sentido, se puede decir que quiero advertir a mis lectores. Desengañarles. Hace un momento, por ejemplo, has dicho que yo me mezclo con los leprosos para después volver al mundo civilizado. Ahí te equivocas. Lo que yo quiero que comprendan mis lectores –a los que supongo progresistas, seculares y liberales– es todo lo opuesto. A estas alturas, los leprosos los son ellos. Son ellos los que ocupan el margen y es la derecha religiosa la que acapara el centro. Es un hecho empírico: basta con comparar las tasas de difusión de los medios. El New York Times no constituye ningún centro de gravedad en este país. Su número de lectores es nimio en comparación con las cantidades de personas cuyo conocimiento y forma de dar sentido al mundo se cimienta sobre su relación con una iglesia determinada –y sobre lo que escuchan allí todos los domingos–. Cuando yo me mezclo entre ellos, por tanto, yo no soy ningún emisor de la nave nodriza que reporte sobre grupos de seres extraterrestres perdidos por nuestra galaxia. No, el que está perdido soy yo; son ellos los que creen estar en posesión de la verdad. Cada vez que yo me meto en esos mundos, sea el mundo de La Familia en Ivanwald o un mitin de la derecha trumpista, soy yo el outsider, el marginado, como también lo son mis lectores que se identifican con la izquierda secular. Y esta es la situación real desde hace muchos años.
Desde la izquierda estamos acostumbrados a analizar el papel de la religión en la política como un problema o bien de cinismo, manipulación e hipocresía –asumiendo que los líderes no creen de verdad lo que proclaman–, o bien de mistificación –asumiendo que sus seguidores sí creen, pero que están equivocados, ideologizados–. Su trabajo demuestra, sin embargo, que se pueden dar casos aún más escalofriantes: líderes que son auténticos creyentes.
Lo siento, pero yo creo que la cuestión de la autenticidad es una trampa. También lo es intentar distinguir entre creyentes verdaderos y cínicos, o señalar hipocresías. Una vez que decidimos que un líder –o un ideólogo como Steve Bannon– es un cínico o un hipócrita, lo deshumanizamos. Lo convertimos en un monstruo. Pero eso es negar los hechos. Como periodista, yo no puedo decidir si Bannon es o no un ser humano. Es tan humano como tú y como yo. Por eso yo escribo siempre desde la empatía, no porque sea una virtud –que no lo es–, ni mucho menos para excusar a nadie, sino porque la gente sobre la que escribo es tan humana como yo. Esta postura me parece tanto más importante mantenerla ahora que volvemos a afrontar el fascismo. Si convertimos la derecha en un monstruo, nos libramos de la obligación de reconocer la enorme fuerza de atracción que ejerce el fascismo. Nadie es inmune, como bien demuestra la historia de España. Cuando acompañé a los veteranos judíos de la Brigada Lincoln a España, en 1996, me di cuenta de que tenían una idea muy clara de lo que era el fascismo. Fueron a España para matar fascistas, pero no tenían ilusión alguna con respecto a su propia pureza o inmunidad.
Como escritor, usted busca comprender, no condenar.
En la literatura, es muy común ponerse en el lugar del villano. ¿Por qué renunciaríamos a esa poderosísima técnica a la hora de describir los movimientos que hoy amenazan nuestro mundo?
En ese sentido me llama la atención que usted insista en hablar de fascismo, así, sin rodeos. ¿No resulta reductivo?
En La Familia aún creía que la derecha fundamentalista no era propiamente fascista porque rechazaba el culto a la personalidad que, decían, desplazaba la centralidad de Jesucristo. Y eso que, como describo en el libro, La Familia estuvo muy conectada con el nazismo tanto antes como después de la Segunda Guerra Mundial.
Después cambió de opinión.
Fue en 2016, al asistir a mi primer mitin trumpista, en Youngstown, Ohio, cuando empecé a ver cómo aparecían los elementos uno tras otro. Ahora sí creo que lo que estamos viviendo es una forma de fascismo, por más diferente que sea de lo que vimos en la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini o la España de Franco.
Pero insistir en ese término, ¿no es también una forma de convertir al otro en un monstruo deshumanizado?
Es posible. No soy politólogo, pero te puedo decir que, cuando he dado conferencias y participado en debates sobre La corriente de resaca, la gente que más habla de fascismo –con el micro apagado, claro– son los republicanos críticos de Trump, como los del Lincoln Project. Y te puedo asegurar que ellos no están deshumanizando a nadie. Es más: están hablando de sus propios amigos y parientes.
Entiendo, pues, que a usted el término fascismo le sirve para subrayar el peligro, la amenaza del momento actual. Los que se resisten al término, ¿cree que minimizan ese peligro?
No necesariamente. Lo que sí me parece que ocurre con parte de la izquierda es que está desfasada. Llevan tantos años luchando contra el neoliberalismo que les cuesta asumir que el enemigo ha cambiado. Me recuerda al desfase que se produjo en Occidente después de la desaparición de la Unión Soviética, cuando hubo quien siguió operando como si la Guerra Fría no hubiera terminado. Pero el trabajo del periodista es describir el ahora.
Volviendo al tema de la religión, ¿cómo explica la alianza que parece haberse producido entre el protestantismo evangélico que apoya a Trump y la derecha neocatólica que representa J.D. Vance, el vicepresidente?
En primer lugar, hay que comprender que la derecha neocatólica hoy es protestante. Al fin y al cabo, rechaza la autoridad del Vaticano. Y eso tiene un nombre: se llama protestantismo. Fíjate que en La Familia también hay muchos hombres convertidos al catolicismo. Pero es un catolicismo raro, muy ecléctico.
¿Qué tiene de atractivo el catolicismo para la derecha norteamericana?
Para empezar, el catolicismo tiene una vibrante tradición intelectual, a diferencia de lo que ocurre en el movimiento evangélico, que más bien carece de pensadores y de personas preparadas. Las universidades católicas del país llevan años produciendo jueces, por ejemplo.
Aun así, me llama la atención la falta de fricción entre protestantes y católicos.
Lo que ocurre es que han forjado lazos de solidaridad porque se han dado cuenta de que están en guerra contra el mismo enemigo: el secularismo. Y esa lucha compartida se cimienta sobre el nacionalismo religioso. No es casual que también veamos alianzas con la iglesia ortodoxa rusa, o que el World Congress of Families (Congreso Mundial de Familias) invite a musulmanes conservadores. La Familia, a diferencia de otros grupos evangélicos, nunca estuvo interesada en pruebas de pureza. Esto también explica por qué pueden aceptar a una figura como Trump, que de puro o pío no tiene nada. Sí me consta –y lo explico en mi último libro– que es creyente, en la línea de Norman Vincent Peale. Al final, sin embargo, es irrelevante que lo sea o no, como es irrelevante la pregunta de si J.D. Vance es un católico de verdad. No cambia para nada las consecuencias nefastas de su gobierno, que sí son reales.
Referiendose al la extrema derecha, el derigente del partido VOX Santiago Abascal en un discurso en frances junto a LePen, demostro el bajo nivel cultural que tiene, y puede que gobierne un pais.
Un pueblo bien formado y educado llega a ser libre y responsables, en este caso y en estos tiempos una parte de la poblacion de los paises avanzados va en decaida respecto a la educacion y la creencias en dios, caldo de cultivo para la extrema derecha.
Pues parece que en España vamos por el mismo camino, la izquierda también está cada vez más al margen en la política y ese vacío lo ocupa cada vez más la derecha extrema.
No se si este periodista norteamericano, es de Canadá, México o Estados Unidos.