Internacional
Auge y caída de Elon Musk: cuando la ambición se cruza con el narcisismo
"Trump y Musk sellaron una alianza útil, pero inevitablemente breve. En el narcisismo patológico de Trump no caben aliados con demasiado foco propio. Musk creyó que podía mantenerse en el centro. Error de cálculo", analiza Guillem Pujol.
Este artículo se publicó originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
En la política contemporánea, las relaciones de poder no se definen únicamente por la posición institucional o la capacidad económica. Hay una dimensión psicológica –a menudo subestimada– que modela alianzas, jerarquías y rupturas. La relación entre Donald Trump y Elon Musk es un caso de manual. Dos figuras aparentemente parecidas: ambiciosas, omnipresentes, con pulsión mesiánica y obsesión mediática. Pero estructuralmente distintas. Y ese matiz es clave para entender por qué, en esta relación, quien ha controlado siempre los tiempos y los términos ha sido Trump.
Al final acabó pasando lo que apuntábamos en este artículo: Trump le ha sacado todo el jugo posible a Musk, y cuando ya se dio cuenta de que era un personaje tóxico, lo ha acabado desechando. Trump es un narcisista patológico. No hay otra manera de decirlo. Y no en el sentido coloquial que la palabra ha adquirido en la cultura popular, sino en su acepción clínica más rigurosa: un sujeto incapaz de reconocer otra subjetividad que no sea extensión de la suya. En Trump no hay espacio para la reciprocidad, ni para la lealtad, ni para la memoria afectiva. Todo vínculo se establece desde la utilidad inmediata para la narrativa de su propio yo. Lo que no refuerza esa ficción de omnipotencia sencillamente no existe. Y cuando deja de ser útil, se desecha.
Musk, en cambio, responde a una lógica distinta. Es cierto que comparte el delirio de grandeza, esa pulsión mesiánica de quien cree estar cambiando el mundo a cada paso. Pero a diferencia de Trump, su ego es frágil. Necesita gustar, ser validado, reconocido como visionario. Durante años buscó ese reconocimiento en las élites tecnológicas de Silicon Valley, en los fondos de inversión, en los gobiernos demócratas. Cuando ese mundo empezó a apartarse de él, Musk giró hacia la derecha populista, donde encontró una vía rápida para mantener su centralidad mediática. Lo hizo a través de inversiones, declaraciones, polémicas y, sobre todo, dinero.
Porque Musk ha sido, durante los últimos años, uno de los grandes financiadores de la órbita trumpista. No solo a través de donaciones personales, sino facilitando entornos favorables en sus plataformas y tejiendo alianzas con sectores ultraconservadores. Era, para Trump, una herramienta perfecta: combinaba la imagen de modernidad, de innovación, de capitalismo cool, con un discurso cada vez más alineado con la derecha autoritaria. Para un candidato necesitado de ampliar su base más allá de los jubilados de Florida y los evangélicos de Texas, Musk ofrecía una vía de acceso al público joven, masculino y tecnófilo. Y mientras sirvió a ese propósito, se le otorgó espacio.
El problema –siempre lo hay– es que Musk no sabe ocupar posiciones subordinadas. Y menos aún frente a figuras con un ego absoluto. En los últimos meses, las tensiones fueron en aumento. Musk empezó a ocupar demasiado protagonismo, a deslizar insinuaciones de influencia sobre las decisiones de campaña, a buscar titulares que le situaban no como aliado sino como actor central. Y eso, en la lógica narcisista de Trump, es inasumible. La política espectáculo permite aliados ruidosos, pero no competidores mediáticos. Y Musk se había convertido en eso.
Además, los problemas empresariales de Musk comenzaban a incomodar a la administración republicana. Las caídas en bolsa de Tesla, las polémicas en torno a X (antigua Twitter), los litigios laborales y medioambientales, y las tensiones por contratos públicos con SpaceX y Starlink, empezaban a erosionar la utilidad política de Musk. En un momento clave de la campaña, cuando la prioridad absoluta es evitar distracciones y fugas de apoyo, Musk se había transformado en una figura problemática. Demasiado autónomo para ser manejado. Demasiado dependiente para ser respetado.
Así que Trump hizo lo que siempre hace en estos casos: quitárselo de en medio. La operación es clásica: como diría Freud, en los sistemas donde reina el narcisismo patológico, todo objeto de amor o admiración es provisional, destinado a ser expulsado en cuanto deje de alimentar el ideal del yo.
El saldo de esta relación, en cualquier caso, ha sido un win-win transitorio. Musk obtuvo contratos públicos multimillonarios, protagonismo político y una centralidad mediática que durante un tiempo le sirvió para compensar su pérdida de estatus en el mundo empresarial tradicional. Trump consiguió financiación, legitimación tecnológica y una pátina de modernidad útil para competir con los demócratas en un terreno que siempre se le había resistido. Pero quien ha tenido siempre la sartén por el mango ha sido Trump. No por tener más dinero, sino porque, a diferencia de Musk, Trump domina los resortes emocionales de la política, de la misma manera que el que hace bullying es capaz de detectar el miedo en los ojos sus víctimas.
Este episodio confirma, de paso, un patrón más amplio en la política espectáculo contemporánea: el auge de figuras cuya centralidad no se deriva de su proyecto político, sino de su capacidad de producir espectáculo. Lo interesante no es la ideología que profesan, sino la posición que ocupan en la coreografía mediática. Musk creyó que podía mantenerse en ese círculo permanentemente. Error de cálculo. Porque frente a un narcisista patológico como Trump, todos –ricos, influyentes, populares– son prescindibles.
No es este delincuente multimillonario, impune legalmente, el que hacía el saludo nazi?.
Occidente, el «eje del bien», la «democracia» y el «jardín europeo» que tiene representandonos a dos fascistas, von der Leyen y Kaja Kallas, sirvientas del capitalismo/imperialismo anglosionista.
Rusia, la ultraderecha, «el eje del mal», representado en Putin, el demonio personificado, entre las propuestas de paz para Ucrania, en Estambul, ha incluido, según Insurgente.org., la prohibición del nazismo.
Por sus hechos los conocereis.