Opinión | Un momento para respirar
No puedo comer tanto como me gustaría vomitar
"La indiferencia tan absoluta hacia el dolor de los demás de la que somos hoy testigos, si no cómplices, es uno de los síntomas más reveladores y terribles de lo que somos como grupo", reflexiona Ovejero en su diario.
25 de mayo
Leo que la empatía es un concepto que, tal como lo entendemos hoy, como una habilidad al mismo tiempo cognitiva y emocional, no aparece hasta el siglo XX. Comprender al otro –definamos la otredad como la definamos– y ser capaces de sentir con él son capacidades que, combinadas, forman la base de muchos ideales contemporáneos. Pero que no se hubiese nombrado no significa que no existiese, sencillamente no se la distinguía como fenómeno complejo que abarca aspectos de la compasión, la simpatía y la identificación.
La falta de empatía es un trastorno sicológico relacionado a menudo con el narcisismo, que a su vez está relacionado con un interés excesivo de la persona por sí misma y con un autoaprecio exagerado. La falta de empatía se relaciona también con la psicopatía, que conlleva además falta de remordimiento y de sentimiento de culpa.
Más de una vez he pensado –sin duda con una carencia absoluta de originalidad– que también las sociedades pueden definirse por sus enfermedades psíquicas prevalentes. Suele decirse que la esquizofrenia afecta al 1% de la población mundial y que se da en todas las sociedades. Pero se hace menos hincapié en que está mucho más extendida en las sociedades menos desarrolladas (no sé si de la misma forma en la ciudad y en el campo, pero sería interesante averiguarlo). La depresión tiene también sus picos históricos, al menos en su expresión artística, como se ve a principios del XVII o en la época romántica, y yo diría –otra cosa que debería comprobar– que en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo.
¿Mi diagnóstico para la sociedad contemporánea?: falta de empatía, narcisismo, tendencias psicópatas. Por muy útiles que alguien pueda considerar las medidas económicas y políticas de un Milei, de una Ayuso, de un Trump, parecen clara su absoluta falta de empatía –ya decía Ayuso que ella no gestionaba emociones–, su nulo sentimiento de culpa, su desinterés por las víctimas de sus políticas; uno puede considerar imprescindible una determinada política –por ejemplo, un recorte drástico del gasto estatal– sin por ello desentenderse de sus víctimas e incluso criminalizarlas.
Por supuesto, cuando la mayoría de una sociedad apoya a individuos aquejados de esos desequilibrios está claro que también ella los sufre. No hace falta buscar ejemplos extremos, como la gente que se ríe mientras derriban las viviendas de palestinos o que jalea a soldados que violan. La indiferencia tan absoluta hacia el dolor de los demás de la que somos hoy testigos, si no cómplices, es uno de los síntomas más reveladores y terribles de lo que somos como grupo.
27 de mayo
Ayer estuvimos en la fiesta de inauguración de la exposición de Paolo Veronese. No suelo disfrutar mucho las fiestas multitudinarias, a lo mejor por un exceso de timidez o por cierta misantropía –a menudo la primera alimenta la segunda y quizás viceversa–, pero ayer me sentí muy a gusto. Después de tantos meses yendo con regularidad al Prado para ser testigo del montaje de la exposición, encontrarme en otro contexto con la gente que había estado trabajando en ella me dejó de buen humor.
28 de mayo
La derecha española defendiendo la libertad de prensa y de expresión –votando contra un reglamento que impida a agitadores convertir las ruedas de prensa en un gallinero y acosar a políticos en el Congreso–. O rasgándose las vestiduras porque el Gobierno quiere controlar la televisión. Creo que ya he citado al pintor alemán Max Liebermann ante una manifestación nacionalsocialista, pero me gusta repetirla: «No puedo comer tanto como me gustaría vomitar«. También podría aplicarse cuando defienden la independencia judicial los mismos que la han socavado indecentemente durante años. Pero para qué gastar palabras y tiempo con toda esa basura con la que nos inundan día a día.
Solo una idea más (qué difícil es ordenarse dejar de pensar): entiendo a Liebermann porque el malestar que siento es físico, estomacal, al asistir cada día a la falta de escrúpulos de algunos políticos, al aparente entusiasmo que despiertan hoy quienes nos empujan a regímenes autoritarios y despiadados –en sentido literal, faltos de piedad, de compasión… de empatía– y a quienes mienten sin el menor pudor.
Entiendo la mentira: todos mentimos. La entiendo cuando uno necesita protegerse, a veces por vergüenza debido a algún acto que hemos cometido. (¿No fue una política de VOX quien, acusada de mentir, respondió diciendo que todos mentimos?) La que me revuelve las tripas es la mentira para dañar a alguien, como la montada por elementos de la policía, la prensa y del Estado para acabar con la carrera de Miguel Urbán. Con tal de obtener sus fines, no les importa arruinar la vida de otra persona. Todos somos daños colaterales para gente así.
Qué mal he empezado el día. Qué desaliento. Voy a ver si consigo pensar en otra cosa.
Mejor, me levanto y dejo de escribir. ¿No digo siempre que escribir es una forma de pensar? Y eso es justo lo que quiero evitar ahora. Hasta mañana, querido diario de las narices.